Desde las estrechas ventanas, que eran poco más que aberturas para lanzar flechas, el sacerdote y el fugitivo vieron a los rebeldes que subieron corriendo a la Torre. Algunos elementos clandestinos del interior de la fortaleza incluso bajaron el puente, y la mayoría de los alborotadores estaban tan deseosos de entrar que cruzaron el foso a nado. Dentro sonaron gritos de alarma y luego pidieron auxilio. Ricardo, el rey niño, ya había partido a Mile End para parlamentar con el grueso de los rebeldes; en su ausencia, los desafectos fueron a saquear y matar a los que continuaban en la Torre. Ferrour oyó fuertes pisadas que subieron por la escalera de caracol de la Torre Beauchamp. Quitó a Bolingbroke el jubón finamente bordado y lo destrozó a cuchilladas. Con un trozo de carbón tiznó el cuello y los brazos del muchacho. Bolingbroke gimió y se tapó la cara con las manos, como si así pudiese desdibujar sus facciones. En el suelo de la celda había un jergón de paja, en el que el cura le pidió que se tumbase y rezara.
– Confíe en la generosidad divina -se limitó a decir antes de abrir la gruesa puerta de madera y salir al rellano de piedra. En la escalera resonaron chillidos, pero no palabras distinguibles, y en un abrir y cerrar de ojos apareció un hombre alto y de jubón raído que esgrimía una espada. Ferrour estiró los brazos-. Que Jesucristo lo tenga en Su santa custodia. Esperábamos el rescate.
– ¿Quién hay ahí dentro? -Dos amotinados se habían reunido con el hombre alto y miraron a Bolingbroke, que yacía inmóvil en el jergón-. ¿Quién es ese ratoncito?
– Es el hijo de un pobre preso emparedado por orden del rey. El padre acaba de huir y ha abandonado al muchacho, que está enfermo. Acercaos. Contemplad las señales de su enfermedad.
Los recién llegados no se movieron.
– ¿La muerte?
– La misma, la peste.
– Matarlo sería curarlo.
– Ay, amos míos… -Ese tratamiento fue una elección afortunada, ya que pareció animar a los desharrapados-. Pensadlo bien. Reflexionad sobre el horrible peligro que entraña el pecado del asesinato, que para el cielo es abominable. Se trata del abandono de Dios. Venid. -El cura estiró la mano, pero los amotinados retrocedieron-. Acercaos al lecho. Matad al cordero. Acumulad en vuestros corazones un estercolero de pecado. Después tendréis que matarme, ya que no os confesaré. La sangre os quemará las manos. Debéis recordar lo siguiente: aunque no se sabe cuándo, tendréis que enviar al Altísimo vuestra alma desnuda.
Tamaña elocuencia los afectó. Escupieron en el suelo, se miraron y retrocedieron escaleras abajo.
De esa forma, John Ferrour entró al servicio del joven Bolingbroke en condición de confesor.
Escuchó la voz de la conciencia de Enrique durante las intrigas y rebeliones, la paz y la guerra. Le oyó hablar en voz baja de la avaricia, la concupiscencia, el orgullo y la envidia. Había violado a una jovencita y, enfurecido, acuchillado a un compañero de cama. De todos modos, nada había preparado a Ferrour para ese momento. Hacía sólo dos horas que el Parlamento había proclamado rey de Inglaterra a su señor.
Había oído las aclamaciones cuando Enrique partió de Westminster Hall. En ese instante, Ferrour se acercó el rosario al pecho y apretó las cuentas de madera hasta que las yemas de los dedos le ardieron. Enrique no había accedido al trono por derecho divino, sino a través de la rebelión y la conquista. Aunque no lo había confesado, había murmurado en presencia del párroco acerca de la ruina del reino y de las pésimas leyes de Ricardo. Y había hablado con el confesor sobre sus deberes, pero jamás había mencionado los impulsos de la avaricia o la ambición. Lo cierto es que Ferrour conocía su corazón. Veía las profundidades de la iniquidad presente. Si guardaba silencio sobre esas cuestiones, ¿quedaría atrapado en las redes del pecado mortal? ¿Estaba dando al nuevo monarca su bendición tácita, ya que ambos hacían la vista gorda ante la ley divina?
Alguien se arrodilló a su lado. El párroco percibió desasosiego y pecado. ¿Quién era ese hombre al que los guardias de Enrique habían dejado pasar? Se volvió y se topó con Miles Vavasour; había representado a Bolingbroke en varias cuestiones apremiantes sobre feudos y bienes parafernales.
– Padre, estoy muy abatido. Me siento tan solo como cuando nací.
– ¿Desea contármelo in secreta confessione?
– Sí. Que mi última hora sea la mejor.
– Benedicite fili mi Domine. -Antes de iniciar la confesión, se cubrió los ojos con la capucha-. ¿Su arrepentimiento es sincero?
– Lo es, padre.
– ¿Lo consume la pesadumbre por ser un pecador tan condenable?
– Me consume.
– ¿Cree que Jesucristo lo perdonará y en su misericordia lo acogerá?
– Lo creo.
– A partir de ahora, ¿se compromete a pagar por sus pecados y a enmendarse realizando santas obras en honor de Dios?
– Sí, padre.
– En ese caso, hijo mío, confiésese con corazón contrito.
– Ay, santísimo y devoto padre… -Vavasour inclinó la cabeza-. He estado en tratos y contactos con malvados.
El magistrado mencionó al párroco las actividades de los predestinados. Se refirió a su jefe, William Exmewe, subprior de San Bartolomé. Explicó que con anterioridad no había dicho nada en virtud de su amistad con Exmewe. Sin embargo, no aludió a la asamblea conocida como Dominus, que había provocado inquietud y sacrilegios con tal de conseguir la victoria para el nuevo monarca.
Esa mañana, mientras se trasladaba a Westminster Hall para participar en el debate, Vavasour no tenía la menor intención de confesar, pero Emnot Hallyng, el erudito, lo había detenido antes de que llegara a la sala capitular. Había corrido junto a su caballo y gritado:
– ¡Lo han cercado enemigos que no puede ver!
El abogado frenó su montura.
– ¿Cómo dice?
– Sir Miles, juro que la esencia de esta información es verdadera. Un hombre ha organizado una conjura contra usted.
– ¿Habla en serio?
– Con toda la seriedad del mundo.
– ¿A qué hombre se refiere?
– A William Exmewe.
– ¿A Exmewe? Pero si es…
– ¿Uno de los integrantes de su confederación? Me lo temía.
Mientras el abogado desmontaba, Emnot Hallyng establecía la relación existente entre Exmewe y los que se habían reunido en la torre redonda.
– La compañía no es un vicio -declaró Vavasour-. Y de cada prueba deben existir, como mínimo, dos testigos.
– Sé que está inmerso en las leyes, pero la verdad es todavía más profunda. Exmewe me ha encomendado que le provoque la muerte con veneno. No confía en que usted guarde su secreta secretorum.