Después de los saludos al uso, Perkin dijo al párroco:
– El tiempo de rupturas está cumplido. Debemos empezar a construir.
– Hasta que el final del tiempo lo deshaga todo.
– Vaya, señor John, habla de forma muy misteriosa. Anímese. El mañana no ha nacido.
– Y después, el mañana se trocará en el ayer.
– Mi buen párroco, parece que se le ha estropeado el ingenio. Se le ha metido la niebla en la cabeza. -Perkin se acercó al sacerdote-. Encárguese de que no nuble el entendimiento de Enrique. Su voluntad debe ser recta y fuerte. El hombre que pide brasas prestadas para encender el fuego debe salvar a trancas y barrancas todos los obstáculos.
– Perkin, lo ayudaré tanto como pueda. Que Jesucristo lo acompañe.
En su fuero interno, el párroco estaba convencido de que Enrique Bolingbroke estaba plagado de humores corruptos. Cuando el pabilo de la candela tapa la luz y no arde claro, el humo se añade a los vapores existentes. Tropezó con una piedra suelta, cayó pesadamente al suelo y experimentó un intenso dolor.
– Vaya, te has caído como la humanidad. -Enrique Bolingbroke en persona lo ayudó a ponerse en pie-. Deberías fijarte por dónde caminas.
– Señor, representáis la gracia después de la caída.
– Dicen que la niebla no es más que nube en descomposición, aunque yo creo que esta bruma mana de la tierra.
– Es descomposición, sin lugar a dudas. Para mí se trata de la alegoría del pecado.
– ¡Bien dicho! -Enrique palmeó la espalda de su confesor-. No debemos olvidar nuestra fragilidad. -Su aliento caliente se mezcló con la niebla-. Estás en la puerta de mi conciencia. En este día triunfal, hablaremos de cosas espirituales.
– Señor, antes debo mencionar otras cuestiones que tal vez os preocupen intensamente. Tenemos que asimilar sombrías nuevas.
La niebla ya se había desplegado a lo largo del río y entrado en la ciudad amurallada [23].
Capítulo XXII
Diez días después de que Enrique Bolingbroke conociera la existencia de los predestinados, sor Bridget permanecía junto a la monja de Clerkenwell en una galería de la abadía de Westminster. A través de un hagioscopio, sor Clarice miraba la ceremonia que se celebraba más abajo, en el presbiterio. Enrique estaba sentado junto al altar mayor, envuelto en paño de oro; el trono era de alabastro, suntuosamente adornado con piedras preciosas, y la alfombra extendida a sus pies estaba bordada con hilo de oro y plata y representaba la historia de Samuel y Saúl.
– He visto la corona -susurró Clarice a Bridget-. Tiene arcos con forma de cruz. Es un trabajo hermoso que cubrirá una cabeza impía. Han asaltado el templo y robado el vaso de la gracia. -Se oyó la voz de Enrique, que recitó en inglés el juramento de la coronación. Clarice volvió a mascullar impetuosamente, pero ya no se dirigió a Bridget-. Venderá las almas de los corderos al lobo que los estrangula. Jamás tendrá parte de los pastos de los corderos, que es la gloria del cielo. No hay óleo santo que lo levante de allí.
Clarice sabía que el óleo de la unción del nuevo monarca procedía de un frasco milagroso que la Virgen María, en una aparición, había entregado a Tomás Becket. El rey Ricardo lo había encontrado hacía dos años, mientras registraba el guardarropa de la Torre en busca de un collar que había lucido el rey Juan. La monja lo sabía porque Ricardo en persona se lo había contado.
Hacía tres días, en compañía de Bridget, Clarice había visitado al monarca depuesto. Habían informado a Ricardo de las profecías que la monja había hecho sobre su destitución y muerte, y éste había manifestado su deseo de verla. Cuando la condujeron a su presencia, la monja se dio cuenta de que Ricardo no estaba en su sano juicio. Llevaba un vestido blanco que le llegaba a los pies, descalzos; se cubría la cabeza con un casquete negro y, cuando la religiosa se acercó, le ofreció unos papeles.
– Señora Clarice, dame alegría y consuelo. Soy el tonto de Dios. -Estaba sentado en un hueco tallado en una de las paredes de piedra de su celda-. Vaticinaste mi final, pero no puedes profetizar mi principio.
– ¿Cuál es vuestra gracia?
– Debes conseguir ocho millas de luz de luna y tejer con ellas una bolsa. Debes coger ocho canciones galesas y colgarlas de la escalera. Debes mezclar el pie izquierdo de una anguila con el chirrido de la rueda de un carro. ¿Es acaso tan imposible como destituir a un monarca, al ungido de Dios?
– Para que el espejo sea brillante, hay que taparlo con azogue.
– Doncella, estás más loca que yo. ¿Me dirás ahora que la beatitud del santificado algún día volverá a brillar? -Se puso de pie e hincó la rodilla ante Bridget-. Monja, ¿cómo me ves?
– Señor, lo que veo es que sois pobre. -La pobreza es el anteojo a través del cual vemos a nuestros amigos. -Se volvió hacia Clarice-. He acabado por amar el llanto. Las lágrimas gotean por mis mejillas. Soy la fuente de todas las aguas. ¿Cuándo coronan a esa sabandija?
– El decimotercer día de este mes, festividad de san Eduardo.
– La festividad del buen rey que construyó la abadía. Las piedras se aplastarán y chocarán entre sí. La tierra se estremecerá…
– Si es el enemigo de Dios…
– La lluvia caerá sobre los altares. Monja, ésta es mi profecía. -Recorrió a toda velocidad su celda de piedra. Había otro hueco en el que podía sentarse, por cuya ventana, delgada como una rendija, se avistaba el Támesis-. Interpreta mi sueño y diré que eres la compañera de Dios. Soñé que el monarca daba un gran festín al que asistían tres reyes y los tres comían de un único plato de gachas. Comían tanto que les reventaban los testículos, y de éstos salían veinticuatro bueyes que tocaban la espada y el broquel, y los dejaban vivos sólo con tres arenques blancos. Esos tres arenques sangraban durante nueve días con sus noches, hasta parecer herraduras usadas. ¿Qué significa este sueño?
Aunque confundida, Clarice mantuvo la compostura.
– Señor, supera mi entendimiento.
– Y el mío. -Ricardo no dejó de deambular de aquí para allá, con los pies sobre la piedra fría-. Dicen que tienes pergaminos y que eres hechicera.
– Lo que dicen no es verdad. Los únicos pergaminos que llevo son oraciones al Señor.