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No soy ningún genio de las fugas, pero en mis años mozos me colé en un buen número de casas, cuando mi carrera de púgil se vio truncada por una lesión en una pierna. Por tanto, sabía un par de cosillas sobre el uso de una ganzúa. Abrí el puño y observé el artilugio que la bella desconocida me había puesto en la mano, como si su peso pudiera decirme algo sobre su utilidad. No fue así, pero estaba decidido a que los esfuerzos de la dama no fueran en vano. Cierto, no tenía ni idea de quién podía ser o por qué había querido ayudarme, pero ya pensaría en eso cuando estuviera libre.

Así pues, me puse a la tarea de hurgar en la cerradura de mis esposas. Con las muñecas tan juntas no tenía la destreza de un ladrón de casas, pero tampoco temía que me sorprendieran, así que, con cuidado y esmero, logré introducir la ganzúa en la cerradura y tantear el mecanismo. Me tomó cierto tiempo encontrar el muelle, y algo más activarlo, pero conseguí soltar el cierre en menos de un cuarto de hora. Qué glorioso era el sonido sordo de metal contra metal, ¡la música de las cadenas sueltas! Mis manos estaban libres; tras frotármelas disfrutando unos momentos de mi nueva libertad, empecé a trabajar en los pies.

Aquello fue un poco más difícil, por el ángulo, porque en solo quince minutos la poca luz que entraba en la celda empezó a apagarse y porque mis dedos habían empezado a resentirse por la precisión que requería aquella labor. Pero no tardé en quedar totalmente libre de mis cadenas.

Sin embargo, no tenía muchos motivos para alegrarme. Ahora podía moverme libremente por la celda, pero no podía ir a ninguna parte, y si descubrían que me había soltado, sin duda acabaría en una posición mucho peor que al principio. Tenía que actuar deprisa. Miré a mi alrededor en aquella oscuridad creciente. La llegada de la noche sería una ventaja, por supuesto, pues ocultaría mis acciones, pero acentuó la sensación de melancolía.

¿Por qué había tenido que pasarme aquello? ¿Cómo era posible que me hubieran condenado a la horca por un crimen que no había cometido? Me senté y oculté el rostro entre las manos; estaba al borde de las lágrimas, pero enseguida me reprendí por ceder a la desesperación. Me había librado de las cadenas, tenía herramientas y tenía fuerza. Aquella prisión, me dije con falsa determinación, no me retendría mucho tiempo.

– ¿Quién hace tanto ruido? -Oí que decía una voz espesa y distorsionada a través de los muros.

– Soy nuevo -dije.

– Ya lo sé que eres nuevo. Te oí llegar, ¿no? Te pregunto quién eres, no si estás fresco. ¿Acaso eres un pez? Cuando tu mamá te ponía un pastel humeante delante le preguntabas si era de alcaravea o de ciruela, no cuándo lo había hecho, ¿verdad?

– Me llamo Weaver -dije.

– ¿Y por qué te han traído?

– Por un asesinato en el que no he tenido nada que ver.

– Ah, bueno, eso pasa siempre. Solo los inocentes acaban aquí. Nunca han condenado a alguien que haya hecho lo que decían que había hecho. Excepto a mí. Yo lo hice, y lo reconozco abiertamente porque soy un hombre honrado.

– ¿Y a ti por qué te han condenado?

– Por negarme a vivir según las leyes de un extranjero usurpador, por eso. Ese falso rey que hay en el trono me quitó el pan de la boca, eso hizo, y cuando traté de recuperarlo, van y me meten en la cárcel y me condenan a la horca.

– ¿Y cómo te quitó el rey el pan de la boca? -pregunté, aunque lo cierto es que me interesaba bien poco.

– Yo estaba en el ejército, al servicio de la reina Ana, pero cuando el alemán usurpó el trono, consideró que nuestra compañía era demasiado tory para su gusto y la disolvió. No conozco más oficio que el de soldado, y no podía imaginar otra forma de ganarme la vida. Así que cuando dejé de ser soldado, tuve que buscar otra cosa.

– ¿Que fue…?

– Salir a los caminos y robar a los que apoyan al de Hanover.

– ¿Y te asegurabas de robar solo a los que apoyan al rey Jorge?

El hombre rió.

– Quizá no fui tan cuidadoso como debiera, pero reconozco el carruaje de un whig cuando lo veo. Y no es que no tratara de ganarme la vida de una forma más honrada. Pero no hay trabajo; la gente muere de hambre en las calles. No tenía intención de dejar que me pasara a mí también. El caso es que me pillaron con un reloj robado en el bolsillo y ahora van a ahorcarme.

– Es un delito pequeño. Quizá se muestren indulgentes.

– No conmigo. Cometí el error de dejarme atrapar en una pequeña taberna en la que sirven ginebra, y el policía que me detuvo me oyó brindar por el verdadero rey antes de llevarme preso.

– No fue un gesto muy prudente.

– Además, la taberna se llamaba la Rosa Blanca.

Todo el mundo sabía que la rosa blanca era el símbolo de los jacobitas. Era el peor lugar donde te podían arrestar, pero los hombres que violan la ley con frecuencia actúan de forma absurda.

Yo sabía que el apoyo al Pretendiente era algo habitual entre los ladrones y los pobres… Muchas veces había estado en compañía de hombres de baja estofa que levantaban alegremente una copa llena en honor al hijo del rey depuesto… pero tales brindis no podían tomarse muy en serio. Individuos como aquel, que habían perdido su posición en el ejército, con frecuencia se dedicaban a robar en los caminos y al contrabando, o se incorporaban a bandas de otros ladrones jacobitas que justificaban sus actos diciendo que eran justicia revolucionaria.

Mientras escribo esto, muchos años después de los sucesos que narro, sé que algunos lectores quizá sean demasiado jóvenes para recordar la rebelión del cuarenta y cinco, cuando el nieto del monarca expulsado estuvo a punto de marchar sobre Londres. Ahora la amenaza de los jacobitas no da más miedo que la del coco o la del hombre del saco, pero mis jóvenes lectores deben saber que, en los días sobre los que estoy escribiendo, el Pretendiente era mucho más que un cuento para asustar a los críos. Había lanzado una osada invasión en 1715, y desde entonces se habían urdido numerosos planes para devolverlo al trono o incitar una rebelión contra el rey. Cuando yo entré en prisión, se acercaban unas elecciones generales, las primeras desde que Jorge I había accedido al trono, y la opinión general era que las elecciones aclararían hasta qué punto los ingleses amaban u odiaban a su monarca alemán. Por tanto, nos parecía muy probable que en cualquier momento hubiera una invasión en la que el Pretendiente tomara las armas para reclamar el trono de su padre.

Por primera vez en siete años, los jacobitas, los seguidores del hijo del depuesto Jacobo II, veían una ocasión inmejorable para recuperar el trono para su señor. La indignación hacia el ministerio y, menos abiertamente, hacia el rey, había ido en aumento desde el colapso de la South Sea en otoño de 1720. Y con la caída de la compañía cayeron los incontables proyectos que habían arraigado en el terreno aparentemente fértil de hinchar los precios en la Bolsa. En un instante, no solo se hundió una compañía, sino un ejército entero de compañías.

Mientras la ruina financiera se extendía en nuestro país, mientras los disturbios a causa de la escasez de alimentos y los bajos salarios prendían como la hierba en tiempo de sequía, mientras hombres de fortuna perdían sus riquezas en un soplo, el descontento contra el gobierno de nuestro rey extranjero no dejaba de aumentar. Más adelante se dijo que en los meses que siguieron al escándalo de la South Sea, el Pretendiente podría haber entrado en Londres sin ejército y haber sido coronado sin necesidad de que se derramara una gota de sangre. Ignoro si hubiera podido ocurrir así, pero puedo asegurar a mis lectores que jamás he visto un odio tan explosivo hacia el gobierno como el de aquellos tiempos. Ávidos parlamentarios se apresuraban a proteger a los responsables de la South Sea -para proteger los beneficios que ellos mismos habían logrado con el fraude de la empresa-, y la chusma estaba cada vez más indignada y enfervorecida. En el verano de 1721, una multitud se concentró ante el Parlamento para exigir justicia, una masa desordenada que no se dispersó hasta que se leyó tres veces el acta contra disturbios. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, los whigs, que controlaban el ministerio, se dieron cuenta de que estaban perdiendo el control sobre el gobierno; la opinión general era que si los tories recuperaban la mayoría el rey Jorge no sería nuestro monarca por mucho tiempo.