Escribo ahora con un conocimiento de la política que no poseía entonces, aunque sabía lo suficiente del descontento del pueblo hacia el rey y sus ministros whigs para entender por qué sus inclinaciones políticas habían resultado tan perjudiciales a aquel ladrón. Los ladrones, los contrabandistas y los hombres que habían caído en la pobreza tendían a inclinarse hacia la causa de los jacobitas, a quienes veían como unos parias tan osados como ellos. Tras el escándalo de la South Sea había más hombres que nunca luchando por ganarse el pan, y el número de ladrones y bandoleros aumentó enormemente.
– Es muy duro -le dije- que un hombre sea ahorcado por decir lo que los hombres siempre han dicho.
– Yo también lo pienso. Yo no he matado a nadie, como tú.
– Yo tampoco he matado a nadie -repuse-. O al menos no a la persona de cuyo asesinato se me acusa.
Al oír esto el hombre rió.
– Mi nombre es Nate Lowth. ¿Cómo has dicho que te llamas?
En ese momento me puse en pie. Con tanta cháchara, el tal Lowth me ayudó a encontrar el empuje que necesitaba para moverme. Me acerqué a las ventanas que daban al corredor. Tenían barrotes, por supuesto. Examiné cada uno de ellos para ver si alguno estaba suelto.
– Weaver -dije-. Benjamin Weaver.
– ¡Que me aspen! -exclamó él-. Benjamin Weaver, el luchador, en la celda de al lado. ¡Qué suerte más negra la mía!
– ¿Por qué?
– Pues porque el día de los ahorcamientos, que es cuando un hombre podría disfrutar de su minuto de gloria, nadie dará una higa por el pobre Nate Lowth. Todos irán a ver cómo ahorcan a Weaver. Yo solo seré un pequeño refrigerio para que vayan abriendo boca.
– No tengo intención de hacerme notar -le dije.
– Aprecio tu gesto de compañerismo, pero no es algo que esté en tus manos. Habrán oído la noticia, y será tu muerte la que querrán ver.
Ninguno de los barrotes estaba tan flojo como hubiera querido, así que cogí la lima que me había dado la mujer y volví a examinar el metal que me cerraba el paso. Los barrotes eran demasiado gruesos. Serrarlos me hubiera tomado al menos toda la noche, no tenía intención de estar en aquella celda cuando el sol saliera. Así que me puse a arrancar la piedra que rodeaba la base de los barrotes. La lima era lo bastante fuerte para no doblarse ni partirse. Utilicé una sábana para amortiguar el ruido lo mejor que pude, pero el frío sonido del metal contra la piedra seguía resonado por el corredor.
– ¿Qué es ese ruido? -preguntó Nate Lowth.
– No sé -le dije entre golpe y golpe-. Yo también lo oigo.
– Pagano mentiroso. Estás intentando escaparte, ¿a que sí?
– Por supuesto que no. Por encima de todo yo respeto la ley. Mi deber es dejar que me cuelguen si así lo dicta. -Ya había despejado unos tres centímetros de piedra en la base de uno de los barrotes; estaba bastante suelto, aunque todavía no sabía si se adentraba mucho en la piedra ni cuánto tiempo tendría que prolongarse mi labor.
– No tienes que preocuparte por mí -dijo-. No daré la voz de alarma. Te lo he dicho… personalmente, preferiría que no estuvieras el día de los ahorcamientos.
– Bueno, espero estar ausente, pero no es probable.
– Ahora entiendo qué eran esos ruidos.
– Puedes creer lo que quieras -le dije-. No me importa en absoluto.
– No te pongas antipático. Solo trato de darte conversación.
Di un buen tirón al barrote y la piedra de la base empezó a agrietarse. Volví a tirar e hice girar el barrote con un movimiento circular, ensanchando la zona donde encajaba en la base. Una lluvia de polvo cayó de la parte de arriba, y se pegó a mis manos, que estaban pegajosas por el sudor. Me las limpié en los pantalones y me puse de nuevo con los barrotes.
– ¿Sigues ahí o ya te has ido, Weaver?
– Sigo aquí -dije, gimiendo mientras hablaba-. ¿Adónde quieres que vaya? -Di un fuerte tirón al barrote y la piedra de la base se agrietó ligeramente. Uno o dos tirones más y estaría libre.
– ¿Puedes mandarme algo bueno cuando salgas? Vino y unas ostras.
– Estoy aquí, ya te lo he dicho.
– Bueno, pues digamos que si por casualidad salieras, me gustaría que me mandaras algo. Después de todo, no he llamado a los guardas, como harían muchos por despecho. Ni te estoy amenazando. Solo digo que soy un buen amigo.
– Si por casualidad salgo fuera de estos muros, te mandaré vino y ostias.
– Y una ramera -dijo.
– Y una ramera. -Otro tirón. Más piedrecillas.
– Una ramera muy voluntariosa, si no te importa.
– Me aseguraré de examinar a las candidatas con atención -dije-. Solo la más entusiasta conseguirá mi aprobación. -Contuve la respiración y tiré con todas mis fuerzas. La piedra de la base se resquebrajó totalmente y pude soltar el barrote. Tendría unos sesenta centímetros de largo; sabía muy bien para qué lo iba a utilizar.
– Fingiré que no he oído nada -dijo Nate Lowth.
Caminé hasta la chimenea y la examiné. Era estrecha, pero parecía manejable.
– Ahora voy a dormir -le grité a Lowth-. No más conversación, por favor.
– Que duermas bien, amigo -me dijo-. Y no te olvides de mi ramera.
Me incliné y me metí en la chimenea. Dentro hacía frío, y faltaba el aire; no tardé en notar que mis pulmones se llenaban de hollín. Volví a salir y, ayudándome con la lima, desgarré un trozo de sábana de la cama, me lo sujeté sobre la nariz y la boca y entré de nuevo en la chimenea.
Cuando palpé el interior con las manos, encontré un reborde lo suficientemente ancho para sujetarme y permitirme impulsarme ligeramente hacia arriba. No más de cincuenta o sesenta centímetros, pero algo es algo. El interior de aquella chimenea era más estrecho de lo que había pensado, y desplazarse requería una interminable cantidad de tiempo. En aquellos momentos tenía los brazos levantados; sujetaba con uno de ellos el barrote, pero no tenía suficiente espacio para bajarlos. Sentía la presión de la piedra contra mi pecho, y el borde irregular de un saliente que traspasó la ropa y la piel. El pedazo de sábana que me había colocado sobre la nariz y la boca me asfixiaba.
¿Y si no puedo salir?, pensé. Por la mañana vendrán y pensarán que me he fugado; mientras, mi cuerpo empezará a pudrirse atrapado en la chimenea.
Sacudí la cabeza, en parte para ahuyentar aquel pensamiento, y en parte para hacer caer la mordaza. Mejor respirar polvo que no respirar nada, pensé. El pequeño nudo que había hecho no tardó en aflojarse, pero enseguida me arrepentí, porque en cuanto la mordaza se cayó, la boca y la garganta se me llenaron de polvo y noté que respiraba peor que antes. Tosí con tanta violencia que pensé que iba a vomitar los pulmones; el sonido resonó por el conducto de la chimenea y sin duda también por la prisión.
Aun así, no tenía más remedio que seguir. Tanteé la pared con la mano; encontré otro saliente y me impulsé otros cincuenta o sesenta centímetros más. Mi sudor se mezclaba con el hollín y había formado un fango repugnante que me cubría las manos y el rostro y me taponaba la nariz. Un pequeño grumo se había instalado cerca de una de las fosas nasales, y cometí el error de tratar de quitarlo restregando la nariz contra la pared. Con esto lo único que conseguí fue que me entrara más porquería en la nariz. No podía respirar.