No puedo hacerlo, pensé cuando una piedra me cayó contra el pecho. Al menos no ahora. Mejor será que vuelva atrás, me asee como pueda y me plantee la huida de otra forma. Pero cuando traté de bajar, me di cuenta de que no podía. No tenía donde ejercer presión para impulsarme hacia abajo. Cortantes fragmentos de ladrillo parecían materializarse debajo de mí y me laceraban brazos y piernas. No podía ver el motivo, ni volver la cabeza para escudriñar el camino. No tenía más remedio que seguir avanzando, pero cuando tanteé con la mano, me di cuenta de que tampoco podía subir. Encontré un saliente, pero no pude impulsarme.
Estaba realmente atascado.
El pánico empezó a dominarme. Remolinos de terror bailaban ante mis ojos como fuegos de artificio. Aquel era mi espantoso destino, más espantoso que el que la justicia de su majestad quería para mí el día de los ahorcamientos. Me retorcí, empujé y tiré, pero únicamente lograba moverme dos o tres centímetros.
No me quedó más remedio que utilizar el barrote de metal. Haría mucho más ruido de lo que me convenía, pero no estaba dispuesto a quedarme esperando el rescate de mi carcelero. Con el escaso espacio que tenía, empecé a golpear la pared de la chimenea. Mi mano estaba por encima de mi cabeza, así que una lluvia de polvo y piedras me cayó en la cara. Me giré cuanto pude y volví a golpear. Y otra vez.
¿Estuve dando golpes cinco minutos, una hora, dos horas? No sabría decirlo. Me movía perdido en un frenesí de pánico. Golpeé la pared con la barra de hierro, una y otra vez. Tosía hollín, fango y polvo de ladrillo. Cerré los ojos con fuerza, golpeé con el puño y noté que la barra vibraba en mi mano. Recé para que no se me cayera.
Por fin, noté el aliento del aire fresco; cuando me atreví a abrir los ojos, vi que había hecho un pequeño agujero, del tamaño de una manzana, aunque sería suficiente. El aire olía a estancado, pero a mí me pareció el aroma más delicioso del mundo, porque creí que ya no volvería a respirar; golpeé con más energía.
No tardé en tener un agujero lo bastante grande para meterme por él, aunque lo hice muy despacio, pues la habitación donde iba a entrar estaba tan negra como la chimenea. Cuando salí de mi agujero, descubrí que solo estaba a unos treinta centímetros por encima del suelo. De haber golpeado con la barra de hierro un poco más abajo no hubiera podido escapar.
Newgate es una vieja prisión, con muchas secciones en desuso. Evidentemente, aquella era una de ellas. La estancia era bastante grande, como tres veces mi celda tal vez, y había grandes montones de mobiliario roto que en algunos lugares casi llegaban al techo. Bajo mis pies notaba desechos que hacía ya mucho se habían convertido prácticamente en polvo. Cada movimiento traía a mis ojos, mi boca y mi nariz una nueva maraña de telarañas.
Tras unos momentos, mis ojos se adaptaron a la oscuridad y vi que aquella habitación sin ventanas tenía una puerta con un candado que dio muy poco trabajo a mi querida barra de metal. Salí a otra habitación y, aunque tenía barrotes en el otro extremo, después de examinarla unos minutos, descubrí una escalera que subía.
En la planta de arriba, mi huida se vio frenada por más barrotes. Cuando pasé por la puerta me encontré con otro tramo de escalera. Así que subí, volví a subir. No podía alegrarme de estar alejándome tanto del nivel de la calle, pero al menos también estaba alejándome de mi celda.
Finalmente, me encontré en una gran estancia, oscura y abandonada. Sin embargo, pude ver una luz a lo lejos y, tras avanzar con tiento hacia ella, me encontré una ventana con barrotes. Normalmente, aquello hubiera hecho desesperar a cualquiera, pero había llegado tan lejos que, para mí, una ventana con barrotes no era distinta de una sin ellos tras la que hubiera una bella jovencita para ayudarme a pasar. Los barrotes eran viejos y estaban muy oxidados, así que en una hora ya los había roto y pude deslizarme entre ellos y salir al tejado de un edificio vecino.
Caía una lluvia fría, casi helada, y me estremecí en la oscuridad mientras el agua gélida se encharcaba en torno a mis pies. Pero fue agradable que el agua limpiara el fango de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia la oscura masa de nubes y dejé que el agua se llevara el hollín de mi piel y liberara mis narices del hedor de la prisión.
Sí, mi cuerpo era libre. Pero no podía bajar hasta la calle. Tras recorrer varias veces el tejado, descubrí que no había forma de bajar, y si saltaba desde tan gran altura no era probable que sobreviviera… como poco me habría roto las piernas. Había logrado escapar de la fortaleza, pero no había manera de salvar aquellos tres pisos de forma segura.
Sabía que no debía demorarme mucho tiempo. Si se descubría mi ausencia mientras estaba en el tejado, me capturarían sin esfuerzo. Así que llegué a una conclusión muy poco ortodoxa. Aunque por naturaleza soy una persona pudorosa, me quité todas mis ropas y con ellas hice una cuerda. Las sujeté a un clavo que sobresalía del tejado y me descolgué por ella hasta quedar a unos dos metros sobre la calle. Salté y caí sobre los pies (aún llevaba los zapatos); noté el gélido aguijón de la nieve. Me dolía terriblemente la pierna izquierda, que me había roto en mis tiempos de luchador, pero por lo demás estaba ileso, y era totalmente libre.
Así pues, eché a andar cojeando y desnudo en la fría noche londinense.
4
Sé que es una descortesía dejar al lector en suspenso mientras recorro las calles de Londres desnudo, muerto de frío y acosado por las fuerzas de la ley, pero una vez más debo volver atrás si deseo que el lector comprenda exactamente cómo fue que me encontré en un juicio por la muerte de Yate.
Mi intención era valerme del obsequioso John Littleton, el estibador a quien Ufford me había presentado para que me ayudara, pero antes de seguir tan valiosa pista, decidí investigar por mi cuenta. Littleton había mencionado al señor Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco cuya avaricia le había llevado a manipular a los estibadores y dividirlos en bandas rivales. Si Ufford utilizaba sus sermones para hablar en favor de los estibadores y trataba de provocar disturbios, lo más lógico era que Dogmill lo supiera. No creía que él hubiera escrito aquella nota, pero intuía que, o bien tenía algo que ver en aquella extorsión, o se había propuesto averiguar quién lo había hecho para poder defender su inocencia.
En mis andanzas por la ciudad, yo había descubierto que los comerciantes de tabaco frecuentaban el café de Moore, cerca de los muelles, y, dado que en el pasado había hecho ciertos trabajos para el señor Moore, supuse que podría contar con su ayuda en este asunto. Le mandé una nota preguntando si Dogmill frecuentaba su local. Él contestó casi enseguida: sí, ciertamente Dogmill tenía por costumbre visitar su negocio, aunque últimamente se le veía menos por allí porque era el representante del candidato whig para Westminster. Sin embargo, esa tarde Dogmill iría para reunirse con unos socios.
Así pues, fui al café de Moore y me acerqué al propietario, que era muy joven para ser dueño de nada y había heredado el negocio de su padre haría unos dos años. No tendría más de veintitrés o veinticuatro; sin embargo, tenía una perspicacia para el negocio poco común a sus años, y sabía supeditar siempre sus deseos a los de sus clientes. Abría temprano y cerraba tarde, limpiaba las espitas con sus propias manos y supervisaba la preparación del café, la adquisición de la cerveza o la preparación de las pastas. Aunque vestía un traje oscuro de buena calidad, propio de un próspero comerciante, sus ropas estaban arrugadas y manchadas, y su rostro se veía cubierto de sudor.
– Buenos días, señor Weaver -dijo, cogiendo mi mano con cordialidad-. Siempre es un placer ayudaros… después de todo lo que habéis hecho por mí.
Todo lo que yo había hecho por él era encontrar a la gente que le debía dinero y obligarles a pagar… quedándome un generoso porcentaje. Yo no lo veía como un favor, sino como un negocio, pero no tenía intención de explicárselo a Moore.