– Creo que deberíais estar más que contento con lo que os han dado y os han prometido.
– Y lo estoy -dijo el otro, y sonrió para demostrarlo-. Solo que sería más feliz si me dieran lo que es justo.
– ¿Cómo podéis saber lo que es justo hasta que el asunto esté resuelto?
– Bueno, si todo sale bien, creo que deberíais darme dos libras y media. Eso es todo.
– Digamos que hablo con Greenbill y decido que es nuestro hombre. ¿Qué debo hacer entonces? ¿Cómo vais a ganaros vuestras dos libras y media?
Littleton dejó escapar una risa despectiva… para disimular su confusión.
– Ya veremos.
En aquel momento, pasamos ante un callejón a oscuras. Yo me giré hacia él, lo agarré y lo arrastré al interior del callejón. Cuando el hombre dio un traspié, aproveché para sacar una pistola de mi bolsillo y le apunté, apenas a cinco centímetros de la cara.
– Se me paga por lo que hago porque, si es necesario, no vacilaré en descargar mi plomo en el cuerpo de Greenbill. Quizá tenga qué estrangularlo, o destrozarle los pies, o ponerle la mano en el fuego. ¿Haréis vos esas cosas, señor Littleton?
Para mi sorpresa, no pareció asustado ni horrorizado, solo algo desconcertado.
– Señor Weaver, debo decir que sabéis haceros entender. Me quedaré con mi chelín y muy contento de no tener que poner a nadie a asar.
Devolví la pistola a mi bolsillo y seguimos caminando. Littleton pareció olvidar instantáneamente nuestro pequeño intercambio. Era como un perro que un cuarto de hora después de recibir un palo de su amo se echa satisfecho a sus pies.
– Si queréis mi opinión, Ufford se ha buscado esto -me dijo-. Con el cuento ese de la política y demás.
Noté que me ponía tenso.
– ¿Y qué tiene que ver la política en esto?
– No creeréis que de repente se ha interesado por el bienestar de los pobres porque sí, ¿no? Las elecciones están cerca, y él hace lo que puede por los tories.
Aquello era nuevo. Yo pensaba que se trataba solamente de un cura de buen corazón que estaba metiendo las narices donde no debía. Sin embargo, si los problemas de Ufford tenían relación con las elecciones, las cosas seguramente eran más complicadas de lo que había imaginado.
– Explicadme la relación que hay entre los estibadores y las elecciones -dije. Yo sabía muy poco de tales asuntos; únicamente que los whigs eran el partido de los nuevos ricos, hombres sin títulos ni historia, y que no querían que la Iglesia o la Corona les gobernaran. Los tories eran el partido de las antiguas familias y los tradicionalistas, los que querían que la Iglesia recuperara su antigua fuerza, que el poder de la Corona se reforzara y que el Parlamento se debilitara. Los tories decían querer destruir la corrupción de los nuevos ricos, pero muchos creían que lo que en realidad querían era que los nuevos ricos desaparecieran para que su dinero pudiera volver a las familias más antiguas. Yo tendía a confundir los partidos hasta que mi buen amigo Elias me explicó, con su cinismo habitual, que los whigs eran unos gusanos y los tories unos tiranos.
Sin embargo, me sorprendía el apoyo que encontraban los tories entre los pobres y los descontentos. Puede que los whigs ofrecieran al trabajador el sueño de prosperar. Los whigs habían luchado por eliminar las restricciones al progreso, habían modificado los juramentos de lealtad para ocupar cargos gubernamentales o municipales y, gracias a eso, ahora cualquier protestante podía ocupar esos cargos, no solo los miembros de la Iglesia anglicana. Debilitaron el poder de la Iglesia y de los tribunales eclesiásticos para que los religiosos ya no pudieran controlar a los comerciantes. Pero los tories seguían siendo el baluarte de la tradición frente a la marea del cambio. Promovían el regreso a unos tiempos más sencillos y benevolentes en que los hombres con poder protegían al débil. Hacían la vista gorda ante viejas creencias y supercherías, o ideas como que el rey podía curar la escrófula con su mano. Sí, los whigs podían hacer que un hombre pensara que podía ser algo más, pero los tories hacían que se sintiera feliz por ser inglés.
Por la expresión de Littleton, no estaba muy seguro de que entendiera estas cosas.
– Bueno, si tengo que seros sincero, no conozco muy bien los intereses de Ufford -me dijo-. Para mí los estibadores son estibadores y los hombres del tabaco son hombres del tabaco, pero para Ufford todo es política. Le he oído decir que quiere que los tories recuperen Westminster y que preferiría enfrentarse al diablo que ver a los whigs ganar. Ya sabéis cómo son estos de la Iglesia. Los tories les han prometido que les devolverán el poder, que tendrán el derecho de decirnos cuándo podemos mear o cagar. No hay cosa que le guste más a un cura que la causa de los tories.
Yo escupí. Uno de los tories que se presentaban en Westminster era Griffin Melbury, el marido de Miriam. Poco me preocupaban los detalles políticos y, puesto que no vivía en las proximidades de Westminster, las elecciones me interesaban menos aún, pero una cosa sabía: deseaba que Melbury fracasara. ¿Por qué se había casado Miriam con él? ¿Por qué había abandonado a su nación -y a mí- por un hombre que la había obligado a cambiar de religión? Si los esfuerzos de Ufford por ayudar a los trabajadores ayudaban a que Melbury saliera elegido, prefería mil veces ver a Ufford acosado y a los pobres depauperados.
Todavía pestañeaba cuando me imaginaba a Miriam casada con ese hombre. Nunca había hablado con él, ni le había visto, pero tenía una imagen muy definida en mi cabeza: alto, bien proporcionado, rostro elegante, pantorrillas fuertes. Encantador y desenvuelto a la manera de los ingleses. Sabía algunas cosas de éclass="underline" procedía de una antigua familia de tories propietarios de tierras, su padre y sus tíos siempre habían tenido un escaño en el Parlamento, y tenía dos hermanos en la Iglesia. Anteriormente había ocupado un puesto en un burgo donde se compraban los votos y, dado que tenía buena relación con ciertos obispos de la Iglesia anglicana con influencia en Westminster, le animaron a que se presentara por un escaño en aquel burgo… quizá el más importante de la nación.
Debía de ser encantador, sin duda. Había logrado convencer a Miriam para que se convirtiera a su Iglesia. Ella se había casado muy joven con el hijo de mi tío Miguel, un crío muy austero que murió en el mar sin haber conocido apenas a su esposa. Yo la había tratado bastante cuando intentaba aclarar los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre, y ciertamente creía que ella sentía por mí el mismo cariño que yo sentía por ella. Pero, a pesar de lo que digan los escritores, vivimos en un mundo más inclinado a las acciones prácticas que a los ideales novelescos. Podemos sentarnos con nuestros pequeños libros e imaginar un amor dichoso en una casita en el campo, pero tales ideas no son más que quimeras. No podemos realizarlas. Al contrario, debemos comer y vestir y convivir con compañeras que sean de nuestro agrado. Y, a ser posible, sin miedo a que te asalten los acreedores.
Aun sabiendo todo esto, pedí a Miriam que se casara conmigo, pero ella me dijo que nuestras vidas no eran compatibles. Yo sabía que tenía razón, lo cual no impidió que volviera a pedírselo. Después del tercer intento me rendí, convencido de que si insistía solo conseguiría quedar como un necio ante ella y sentirme humillado.
De todos modos, Miriam y yo nos habíamos acostumbrado a estar juntos. Yo había dejado de pedir su mano, pero el deseo seguía ahí, sin articular pero palpable. Ella lo sabía -tenía que saberlo-, y a pesar de ello buscaba mi compañía. Una tarde, vino a casa de mi tío para la havdalah, la clausura del sabbat. Yo sentía que había algo distinto en las atenciones que me dedicaba y, a la luz de la vela trenzada, con la cabeza embriagada por el dulce aroma del especiero, noté el calor de su mirada en mi rostro.