– ¿Cómo? ¿Y cómo podría no hacerlo? ¿Creéis lo mismo que él? ¿Su fe es la vuestra?
– Me conocéis desde hace el tiempo suficiente para saber que no tomaría una decisión como esta por mis creencias. De haber querido convertirme al cristianismo por convicción, lo habría hecho hace mucho tiempo.
– Entonces, ¿por qué? -Mi tono era más alto y agresivo de lo que pretendía.
Miriam cerró los ojos un momento.
– Se trata de la felicidad.
Oh, cuánto me hubiera complacido poder destruir sus argumentos, pero ¿con qué podía rebatir sus palabras? ¿Qué podía decir de su felicidad… la felicidad que le proporcionaba un hombre al que no conocía? Hubiera debido irme en ese momento, lo sé, pero, puesto que iba a pasar medio año torturándome, no había razón para no empezar allí mismo.
– ¿Lo amáis?
Ella apartó la mirada.
– ¿Cómo podéis preguntar eso? ¿Por qué queréis trastornarnos a los dos con semejantes preguntas?
– Porque debo saberlo. ¿Lo amáis?
Ella seguía sin mirarme.
– Sí -susurró dándose la vuelta.
Me hubiera gustado creer que mentía, pero no pude. Y no sabía si el motivo estaba en sus palabras o en mi corazón. Solo sabía que ya no teníamos nada de qué hablar. Miriam había disparado el tiro fatal, el que pone fin a la batalla. Había llegado el momento de enterrar a los muertos.
Me puse en pie, apuré mi vaso y lo dejé.
– Os deseo que seáis muy feliz -dije una vez más, y partí.
Más adelante conocí el nombre de aquel hombre: Griffin Melbury. Se casaron unas dos semanas después de nuestra conversación en una ceremonia privada a la que no se me invitó. No había visto a Miriam desde entonces. Al enterarse, mi tío se rasgó las vestiduras. Y más tarde mi tía me dijo en un aparte que jamás volviera a pronunciar el nombre de Miriam ante ellos. El mundo se reorganizaría como si Miriam jamás hubiera existido. O esa era la idea.
Una idea que fracasó, pues había empezado a comprender que durante las elecciones no podría dar dos pasos seguidos sin oír el nombre de su marido, y no podía oír ese nombre sin desear retorcerle el pescuezo hasta que cayera sin vida en mis manos.
El Ganso y la Rueda era más grande de lo que esperaba, una larga sala con docenas de mesas y una barra en la parte de atrás. Y estaba lleno. Había allí trabajadores de toda especie y condición, por supuesto, pero también negros africanos, morenos de las Indias Orientales, y gitanos, que era por lo que yo quería hacerme pasar. El aire apestaba a ginebra, cerveza y carne hervida, a tabaco barato y a orines, y se oía una mezcla escandalosa de gritos, cantos y risas. Yo había estado preguntándome por qué tenía Littleton tantas ganas de ir a una taberna donde sabía que no sería bien recibido, pero al entrar vi que el riesgo era mínimo. El Ganso y la Rueda utilizaba el sebo lo justo para las funciones más básicas del negocio, y los propietarios lo tenían de forma permanente en penumbra. Las pipas sobrepasaban en mucho el número de ventanas del local, que estaba oscuro y lleno de humo, apenas podía ver tres metros delante de mis narices. El extremo más alejado, donde los hombres se sentaban a fumar, parecía un cielo estrellado visto a través de una fina capa de nubes.
Littleton me hizo saber que lo que necesitaba en esos momentos para calmar su ansiedad era una buena pinta de ginebra. A mi entender hubiera sido más prudente que se mantuviera lúcido, pero no estaba allí para hacerle de madre, así que le di el veneno que me pedía… cosa que me obligó a pasar por encima de los cuerpos de unos cuantos tipos inconscientes que habían bebido demasiado. Cuando le pedí al de la espita una cerveza pequeña para mí, casi se echa a reír, como si nadie le hubiera pedido nunca algo tan flojo. Lo más que podía ofrecerme era cerveza de ave, esa perniciosa sopa hecha con cerveza y pollo.
El hombre me sirvió una jarra del citado brebaje y me miró con enfado.
– Si es demasiado fuerte para tu gusto, puedes mearte dentro.
Pensé en contestarle adecuadamente, pero contuve mi lengua, pues preferí no meterme en líos hasta haber solucionado mis asuntos. Así que le di las gracias por su amabilidad y volví con Littleton, que se había calado la gorra sobre los ojos para pasar inadvertido.
– ¿Qué más sabéis de las dimensiones políticas de este asunto? -le pregunté cuando le di su pinta-. Nadie me había dicho nada de política y partidos, y temo que eso complique bastante las cosas.
Él se encogió de hombros.
– Yo de eso no sé nada. Yo no tengo voto, y los partidos o los candidatos para mí no significan nada. Iré a verlo por si cae algo de comer o beber, y puede que alguna moza bonita me dé un beso si cree que tengo derecho a voto, pero para mí tories y whigs son lo mismo. Los dos creen que saben cómo ponernos a los pobres en nuestro sitio. No saben una mierda, eso es lo que yo creo. Nosotros tenemos otras cosas de que preocuparnos.
– ¿Como por ejemplo?
– Como que estamos en febrero y no hay trabajo en los muelles. Solo las barcazas de carbón. Y hasta primavera no hay nada más. Estamos acostumbrados a que nos paguen más que a los otros estibadores; eso nos ayuda a pasar los meses malos, pero ahora que las bandas están a la que saltan y se pelean por el poco trabajo que hay, no sacamos más de lo que sacaríamos llevando cajas de manzanas en un puesto de frutas. Y nuestro trabajo es más peligroso. La semana pasada uno que conozco murió aplastado porque se le cayó un tonel de carbón encima. Le aplastó las piernas, sí señor. Se murió dos días después, y el pobre no dejaba de gritar.
– ¿Y Ufford cómo espera mejorar las cosas?
– No sé. He oído sus sermones, pero no los entiendo muy bien. Dice que había un tiempo cuando el rico cuidaba del pobre, y que los pobres trabajaban mucho pero se ganaban bien la vida y eran felices. Y dice que a los whigs les da igual cómo eran las cosas antes, que solo les importa su dinero, y que prefieren matar a los pobres a trabajar antes que darles un buen salario.
– ¿Y quiere que creáis que los tories serán unos amos amables porque están acostumbrados a mandar y los whigs serán malos porque no están acostumbrados al poder?
– Más o menos.
– ¿Y es verdad?
Littleton se encogió de hombros.
– Dennis Dogmill es whig, dicen, y la mayoría del trabajo que hacemos es para él. Puedo aseguraros que si cada uno de sus hombres la palmara después de descargar, a él plim, siempre que haya otros para hacer el trabajo. ¿Tiene el corazón negro porque es whig o es porque ha salido así y ya está? Para mí, que la política no tiene nada que ver.
Littleton se encasquetó más la gorra, una clara señal de que quería menos cháchara y más ginebra. Por tanto me entretuve observando a la gente durante casi una hora, hasta que empezó el jaleo cerca de la parte de atrás. Alguien encendió unas cuantas velas mientras un hombre subía a un barril. Era de mediana estatura, corpulento, de unos cuarenta años tal vez, con la cara muy fina y unos ojos muy separados que le daban un aire de sorpresa o confusión. Dio unos golpes con los pies y el ruido de la sala empezó a apagarse.
Littleton despertó de su sopor.
– Ahí está. Ese es Billy.
El hombre del barril levantó en alto una jarra.
– Un brindis -exclamó- por Danny Roberts el Sucio, que se murió la semana pasada porque un barril de carbón se descalabró sobre su persona. Era uno de los chicos de Yate. -Entre la multitud se oyeron murmullos de desprecio, así que Greenbill levantó la voz-. Sí, puede que fuera uno de los chicos de Yate, pero no por eso dejaba de ser un estibador, y tenemos algo en común con esos chicos, por mucho que estén a las órdenes de un enemigo. Que sea el último que nos deja.
No hace falta insistir mucho para que un local lleno de estibadores se echen el vaso al coleto. Tras unos instantes de alboroto, ignoro si porque estaban de acuerdo o porque no, Greenbill continuó.
– He convocado aquí una reunión de nuestra banda porque hay una cosa que tenéis que saber, chicos. ¿Os digo qué es? La semana que viene llega un cargamento de carbón y Yate y sus chicos os lo quieren quitar.