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No nos habríamos alejado más de medio metro de la taberna cuando dos hombres volvieron a atacar a Walter Yate. Me hubiera parecido estúpido salvarlo una vez de la muerte y luego dejarlo a su suerte, así que intervine y propiné un buen swing a uno de sus atacantes. Mi puño golpeó con fuerza un lado de su cabeza y vi con cierto regocijo cómo caía, pero entonces otros dos hombres se unieron a la escaramuza y me encontré bloqueando y golpeando solo para evitar los golpes.

Hubo un momento en que, al levantar la mirada, vi un ladrillo agarrado con fuerza por unos dedos blancos que venía directo contra mi cabeza. De no haber levantado Yate su brazo para hacer caer el ladrillo, exponiéndose a los golpes del hombre con el que estaba luchando, no sé si hubiera podido evitar el impacto, sin duda fatal. Derribé a aquel bestia de un puñetazo en la cara, y le di las gracias con un gruñido a Yate, a quien empezaba a ver con otros ojos. Aunque hablaba maravillas del esposo de Miriam -la peor ofensa imaginable-, ahora él y yo estábamos unidos por la hermandad del combate.

Yo aún tenía la habilidad de un púgil, aunque la herida de la pierna que acabó con mis días de boxeador empezó a dolerme mientras brincaba de un lado a otro defendiéndome y tratando de encontrar una salida por donde pudiéramos huir. Pero no había salida. Alguien se me plantaba delante con los puños en alto, y yo repelía su ataque, o lo derribaba o lo esquivaba, solo para encontrar un nuevo atacante detrás. Yate, por su parte, luchaba bien, pero, al igual que yo, lo único que podía hacer era esquivar los golpes.

Aunque estaba muy ocupado protegiendo mi vida, me daba cuenta de que la refriega estaba tomando un giro extrañamente político. Ahora había grupos de estibadores que coreaban «¡Fuera jacobitas! ¡Fuera tories! ¡Fuera papistas!», dirigidos por el rival de Yates, Greenbill Billy. Era frecuente que las refriegas adoptaran un tono de protesta, sobre todo en época de elecciones, pero me pareció curioso que en aquella ocasión hubiera sucedido tan deprisa.

Sin embargo, tenía otras preocupaciones en la cabeza, pues, aunque muchos de los estibadores estaban ocupados coreando consignas y rompiendo ventanas, otros muchos manifestaban una notable afición por pelearse… sobre todo con nosotros. No sabría decir cuánto tiempo estuvimos peleando. Más de media hora, supongo. Yo daba y recibía puñetazos. Mi rostro estaba cubierto de sudor y de sangre. Y seguía luchando. Si alguna vez veía un espacio libre, allá que saltaba, pero enseguida recibía nuevos ataques. Durante los primeros minutos, miraba continuamente para ver cómo le iba a mi compañero, pero no tardé en quedarme sin energías. Lo único que podía hacer era protegerme a mí mismo. Hubo un instante en que conseguí reunir la fuerza para volverme y me sorprendió comprobar que Yate no estaba. O había escapado o la chusma nos había ido separando sin que nos diéramos cuenta. Supuse que sería más bien esto último y, aunque no sabría decir por qué, este pensamiento me llenó de temor. Yo había salvado a Yate y él me había salvado a mí. Su bienestar me preocupaba. Cambié de posición para poder ver mejor, pero no había rastro de él. Noté una extraña sensación de pánico, como si hubiera perdido a un niño pequeño que hubiesen dejado a mi cargo.

– ¡Yate! -grité por encima del alboroto de gruñidos, vítores y el ruido de los puños contra la carne. No hubo respuesta.

Y entonces se acabó. Hacía un momento estaba luchando, llamando a gritos a Yate, y al siguiente se hizo un terrible silencio y me encontré dando golpes al aire, girando como un loco en busca del siguiente atacante anónimo. A mi alrededor se congregó una multitud, dejando un espacio de un par de metros. Me sentía como un animal atrapado, peligroso, enajenado. Me quedé allí, respirando con dificultad, medio inclinado, esperando a reunir la fuerza necesaria para preguntar por qué me miraban así.

Entonces, dos guardias se adelantaron y me cogieron de los brazos.

Yo les dejé hacer. No me resistí. Me incliné hacia delante para descansar mientras me tenían sujeto y, en mi agotamiento, oí una voz que no reconocí que decía:

– Ese es. Ese. Ese es el sucio gitano que ha matado a Walter Yate.

Tras esto, me llevaron a la oficina del magistrado.

5

Cuando anochece, Londres no es lugar para el débil, por no hablar de alguien que va desnudo, pero había escapado de la prisión más temible del reino, y di gracias porque aún tenía mis zapatos conmigo. De otro modo, además de humillante, mi situación hubiera sido insalubre, pues me dirigí hacia el sur y, en consecuencia, pasé cerca de Fleet Ditch. Por estas calles es frecuente andar pisando bostas, o los miembros putrefactos de un perro muerto o un tumor que algún cirujano ha extirpado y luego desecha. Sin embargo, después de escapar de la cárcel y estar a punto de morir en una angosta tumba, no era cosa de hacerse el escrupuloso porque algún pedazo de carne de perro o alguna carne amputada me rozara las piernas, sobre todo con aquella lluvia gélida tan purificadora. En cuanto a mi desnudez, aunque hacía frío y llovía, también estaba oscuro -sin duda la mejor de las circunstancias para escapar de una prisión-, y no dudaba que en aquella ciudad, que tan bien conocía, sabría moverme entre las sombras.

Pero no eternamente. Tenía que conseguir ropa, y deprisa, pues, aunque la alegría de haber conseguido mi libertad me corría por las venas haciéndome estar tan despierto como si me hubiera tomado una docena de cafés, notaba una inquietante sensación de frío y empezaba a notarme las manos entumecidas. Los dientes me castañeteaban, y temblaba con tanta fuerza que temí perder el equilibrio y caer al suelo. No me entusiasmaba la perspectiva de arrebatar a otro lo que deseaba para mí, pero la necesidad venció cualquier recelo. Además, no tenía intención de quitarle a nadie toda su ropa y dejarlo como su madre lo trajo al mundo. Solo necesitaba convencerle, por los medios que fuera, para que compartiera conmigo una pequeña parte de sus bienes.

Hay algo en el hecho de haber estado en prisión, y más incluso en el de haber escapado de ella, que hace que un hombre vea las cosas que conoce con otros ojos. Mientras me dirigía hacia el sudoeste, reparé en el hedor del Fleet como si fuera un presuntuoso recién llegado del campo. Oía los extraños gritos de los vendedores de pasteles, los polleros, las mozas que vendían camarones. «¡Camarones, camarones, camarones!» gritaban una y otra vez como aves de los trópicos. Las palabras deslavazadas que la gente garabateaba en las paredes y en las que nunca había reparado -WALPOLE VETE AL CUERNO O JENNY KING ES UN PUTA Y UNA PERRA O VEN A VER LA SENIORITA ROSE Y EL PECADO DE LOS DOS OBISPOS- se me antojaban ahora los garabatos de un alfabeto misterioso. Pero aquella extrañeza con que veía la ciudad apenas aplacaba la sensación de frío; el hambre, tanta que me mareaba, y los gritos de los vendedores de pastel, pescado en salmuera y nabos asados me alteraban grandemente.

Mis andanzas por esta parte más desagradable de la ciudad adoptaron los tintes sombríos e inconexos de una pesadilla. De vez en cuando algún mozo de linterna o algún mendigo me veía y silbaba, pero, para bien o para mal, en una ciudad como aquella, donde la pobreza campa a sus anchas, no es raro ver a algún pobre desgraciado sin vestimenta, y me tomaron simplemente por alguna víctima desesperada de la pobreza que asolaba a la nación. Pasé ante algunos mendigos, que se abstuvieron de pedirme limosna, pero por la mirada vacía de sus ojos vi que sabían que estaba bien comido y por tanto tenía más suerte que ellos. Unas cuantas damas de virtud fácil me ofrecieron sus servicios, pero les expliqué que, en aquellos momentos, no llevaba dinero.

Cerca de Holborn vi a la clase de hombre que necesitaba. Un borracho de clase media que había dejado a sus amigos en alguna taberna de cerveza y había salido a buscar carne barata. Para un hombre ebrio y tambaleante -esto es, que no se muestra excesivamente exigente-, es fácil encontrar carne barata, sobre todo porque, en su estado, es una presa fácil para la mujer que pone el ojo en su bolsa, su reloj o su peluca.