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Walter Yate murió, por un golpe que le asestaron en la cabeza con una barra de hierro, solo seis días antes de que se reuniera el Tribunal Supremo, así que, afortunadamente, cuando me arrestaron tuve poco tiempo para reflexionar sobre mi situación antes del juicio. Seré sincero: podía haber empleado el tiempo de forma más provechosa, pero en ningún momento pensé que me condenarían por un crimen que no había cometido… el asesinato de un hombre de quien apenas sabía nada. Tendría que habérseme ocurrido, pero no fue así.

Tan grande era mi confianza que hubo momentos en que ni siquiera escuché las palabras que se pronunciaban en mi propio juicio. No, yo me dediqué a observar a la chusma que se apiñaba en aquella sala de juicios al aire libre. Aquel día de febrero caía una lluvia fina, había niebla y hacía bastante frío, pero la muchedumbre estaba allí de todos modos, apretujándose en los bancos ásperos y astillados, encorvados bajo la lluvia para no perderse los procesos, que habían tenido cierta resonancia en los periódicos. Los espectadores, sentados, comían naranjas, manzanas, pastelillos de cordero, fumaban en sus pipas y tomaban rapé. Orinaban en unos orinales que había en las esquinas y arrojaban las conchas de las ostras a los pies del jurado. Murmuraban, reían y meneaban la cabeza como si todo aquello fuera un espectáculo de títeres montado para su entretenimiento.

Quizá hubiera debido complacerme ser objeto de semejante curiosidad para el público, pero la notoriedad no me resultaba gratificante. No sin la presencia de la mujer a quien más anhelaba mirar en los momentos de dificultad. Si tenían que condenarme, pensé (solo en mi imaginación, puesto que veía tantas posibilidades de que me condenaran como de que me nombraran alcalde), lo único que me importaba era que ella viniera y llorara a mis pies. Quería sentir sus besos y sus lágrimas en el rostro. Que sus manos, ásperas y bastas de tanto retorcérselas, tomaran las mías mientras suplicaba mi perdón, me rogaba que la escuchara y me juraba su amor cien veces. Esto, yo lo sabía, no eran más que fantasías de una mente sobreexcitada. Ella no asistiría al juicio, ni me visitaría antes de mi imaginaria ejecución. No podía.

Miriam, la viuda de mi primo, con quien había tratado de casarme, había contraído matrimonio seis meses atrás con un hombre llamado Griffin Melbury, que en el momento de mi juicio estaba preparándose para ser candidato de los tories en las elecciones que pronto se celebrarían en Westminster. Miriam Melbury, convertida ahora a la Iglesia anglicana y en esposa de un hombre que esperaba erigirse en un eminente político de la oposición, difícilmente hubiera podido asistir al juicio de un rufián judío con quien ya no la unía ningún parentesco. Arrodillarse a mis pies o cubrir mi rostro de besos y lágrimas no eran acciones a las que pudiera sentirse inclinada bajo ninguna circunstancia. Y desde luego, era impensable ahora que se había entregado a otro hombre.

Así pues, en aquel momento de crisis, mi pensamiento estaba más centrado en Miriam que en la posibilidad de una muerte inminente. La culpaba a ella, como si pudiera achacarle aquel absurdo juicio… Después de todo, de haberse casado conmigo quizá hubiera dejado de perseguir ladrones y no me hubiera puesto en la situación que llevó a aquel desastre. Me reprochaba no haberla pretendido con mayor entusiasmo… aunque, desde luego, tres propuestas de matrimonio encajarían con la definición de «entusiasmo» de cualquiera.

Así pues, mientras el abogado de la Corona trataba de convencer al jurado de que me condenara, yo pensaba en Miriam. Y, puesto que aun cuando mi pensamiento está lleno de anhelo y melancolía sigo siendo un hombre, también pensaba en la mujer del pelo de color panocha.

No debe sorprender que mi mente se volviera hacia otra mujer. En el medio año que había pasado desde que Miriam se casó, había buscado distracciones, no para olvidar, espero que el lector lo comprenda, sino con el propósito de hacer que la sensación de pérdida resultara más intensa… y lo hice sobre todo permitiéndome algunos vicios, principalmente las mujeres y la bebida. Lamenté no ser hombre dado al juego, pues la mayoría de los que conozco consideran que este vicio distrae tanto como los dos que yo ya practicaba, si no más. Pero en el pasado ya había pagado un alto precio por perder dinero en el juego, y no acababa de encontrarle el gusto a ver que dos ávidas manos se llevaban un montón de plata que me había pertenecido.

Bebida y mujeres; con esos vicios me distraía. Y no era necesario que fueran de excepcional calidad; no estaba de humor para mostrarme quisquilloso. Sin embargo, sentada en el borde de uno de los bancos, había una mujer que atraía mi atención tanto como era posible en aquellos momentos de oscuridad. Tenía el pelo de un amarillo claro y sus ojos eran del color del sol. No era hermosa, pero sí atractiva; su nariz puntiaguda y el mentón afilado le daban cierto aire de desparpajo. No era una gran dama; vestía como una mujer de clase media, correctamente, sin un determinado estilo ni concesiones a la moda. No, ella prefería que la naturaleza hiciera lo que su sastre no hacía, exhibía su deslumbrante pecho en un corpiño con un pronunciado escote. En resumen, nada hubiera podido impedir que me pareciera una delicia en una taberna o cervecería, si bien no había ninguna razón en particular para que me llamara la atención durante un juicio en el que me jugaba la vida.

Salvo que ella no me quitaba los ojos de encima. Ni por un momento.

Otros me miraban, por supuesto: mi tío y mi tía, que lo hacían con piedad y tal vez con reproche; mis amigos, con miedo; mis enemigos, con regocijo; los desconocidos, con una curiosidad despiadada… pero aquella mujer me observaba con una mirada desesperada y ávida. Cuando nuestros ojos se encontraron, no sonrió ni torció el gesto, se limitó a mirarme como si hubiéramos compartido la vida y no hubiera necesidad de decir nada. Cualquiera hubiera pensado que estábamos casados o comprometidos, pero, que yo recordara -y mi memoria no había perdido facultades en aquellos seis meses de beber a conciencia-, no la había visto en mi vida. El enigma de su mirada monopolizaba mi pensamiento mucho más que el enigma de cómo había llegado a un juicio por la muerte de un trabajador de los muelles del que no había oído hablar hasta dos días antes de mi arresto.

La lluvia helada había empezado a caer con más fuerza cuando el abogado de la acusación, un individuo algo mayor llamado Lionel Antsy, llamó a Jonathan Wild al estrado. En aquel año de 1722, aún existía la creencia popular de que este notable criminal era el único auténtico baluarte frente a los ejércitos de ladrones y bandidos que merodeaban por la ciudad. Él y yo habíamos sido rivales durante mucho tiempo en nuestros esfuerzos por atrapar ladrones, pues nuestros métodos no podían ser más distintos. Yo pensaba que si ayudaba a la buena gente a recuperar sus propiedades perdidas recibiría una bonita recompensa por mi trabajo. Evidentemente, no siempre me guiaba por principios tan loables. Siempre estaba dispuesto a seguir la pista a deudores esquivos, a utilizar las habilidades que había aprendido en el boxeo para dar una lección a algún bribón (si lo merecía), a intimidar, asustar y espantar a hombres que requirieran tales usos. Sin embargo, no hacía daño a quien no creía que lo mereciera, y hasta se sabe que dejé escapar a uno o dos deudores -disculpándome siempre con alguna mentira ante quien me pagaba- si me habían contado una historia creíble sobre una esposa que desfallecía de hambre o sobre criaturas enfermas.