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Consideré sus palabras un momento y luego actué con una rapidez que a mí mismo me sorprendió. Con una mano cogí su oreja derecha y con la otra empleé mi cuchillo para rebanarle una buena parte de ella. Sostuve aquella cosa sanguinolenta entre los dedos y se la mostré antes de arrojarla encima de su mesa, donde aterrizó sobre un montón de correspondencia con un ruido sordo. Rowley, que estaba demasiado perplejo para gritar o aun moverse, se quedó mirando los pequeños pedazos de carne.

– ¿Dónde guardáis el dinero? -volví a preguntar.

Para mi regocijo, descubrí que el señor Rowley tenía más de cuatrocientas libras de billetes negociables, además de otras veintitantas en efectivo; pude reunirías todas y abandonar la casa antes de que la moza regresara con quien fuera que había ido a buscar. Aunque era una flaca recompensa por el daño que me había hecho, me satisfizo arrebatarle tan elevada suma.

No tenía una idea muy clara de qué hacer con la información que Rowley me había dado, qué camino seguir, ni dónde encontraría un lugar seguro donde esconderme. Sin embargo, sabía adónde quería ir a continuación.

6

Jamás había imaginado cómo era la vida de un lacayo, pero de camino hacia Bloomsbury Square recibí el saludo de rameras, fui abucheado por otros hombres con librea que veían que algo faltaba en mi indumentaria, fui vilipendiado por mozos de linterna y algunos aprendices me ofrecieron de beber. El lacayo vive en la frontera entre el privilegio y la ausencia de privilegios, vive en ambos territorios y recibe las mofas de ambos si se atreve a aventurarse demasiado en uno u otro lado.

Evité a estos torturadores lo mejor que pude, pues ignoraba lo convincente que resultaría si alguien se me acercaba demasiado. La mayoría de lacayos eran más jóvenes que yo, aunque no todos, y seguramente la edad no hubiera sido mi rasgo más traidor. La peluca hizo mucho más daño, pues aunque me había tomado muchas molestias por ocultar mis rizos debajo, quedaba rara y abultada en mi cabeza y yo sabía que si alguien se fijaba bien no pasaría la prueba.

Me acerqué a los alojamientos de mi amigo Elias Gordon en un estado de cierta exaltación. Suponía que a esas alturas ya se habría descubierto mi fuga y cualquiera mínimamente familiarizado con mis hábitos sabría que Elias, que a menudo me ayudaba en mis pesquisas, sería la primera persona a quien acudiría. Si su casa estaba vigilada, seguramente también lo estaría la de mi tío, y las de la media docena de amigos y parientes más próximos. Pero de todos mis conocidos, Elias era en quien más confiaba, no solo porque sabía que me protegería, sino porque consideraría mi problema con la mente clara y abierta.

Elias era cirujano de profesión, pero era todo un filósofo. Durante mis intentos por desenmarañar el secretismo que rodeó la muerte de mi padre, fue él quien me introdujo en el misterioso funcionamiento dé las grandes instituciones financieras de este reino. Y lo más importante, él me enseñó a comprender la teoría de la probabilidad -el motor filosófico que impulsaba la maquinaria de las finanzas- y a utilizarla para resolver un crimen sin pruebas ni testigos. Mis problemas actuales parecían más serios, pero tenía la esperanza de que Elias vería lo que yo no sabía ver.

Por tanto, me arriesgué a visitarle, confiando en mi disfraz, mi agudeza mental y -aunque algo mermada- mi fuerza física. Me convencí a mí mismo de que, a menos que hubiera un ejército esperándome, podría despachar con relativa rapidez a cualquier hombre que se me pusiera por delante.

La lluvia había aflojado, aunque no paró del todo, y las calles estaban oscuras y cubiertas de fango. Cuando me acercaba a la casa de Elias, vi a dos hombres haciendo guardia en la calle, encorvados para resguardarse de la llovizna. Tendrían más o menos mi edad, pero ninguno de ellos parecía especialmente fuerte. Llevaban las ropas oscuras de los respetables hombres de clase media, peluca corta y sombrero pequeño, todo empapado. No era lo mismo que una librea pero se acercaba. No imaginaba quiénes podían ser, aunque se notaba que no eran ni guardias ni soldados. Sin embargo, iban bien armados. Vi que cada uno llevaba una pistola en la mano y tenía los bolsillos llenos, seguramente de perdigones. Yo, por mi parte, no tenía más armas que el cuchillo, que había ocultado en el interior de mi librea.

Pensé en dar un rodeo y entrar por la parte de atrás, pero uno de los hombres me vio y me llamó.

– Eh, amigo -dijo-. ¿Qué buscas?

– Vengo a ver al señor Jacob Monck, que vive aquí -dije, utilizando el nombre de un inquilino que sabía que vivía allí. También imité el marcado acento de Yorkshire, con la esperanza de que los despistara.

Los dos se acercaron.

– ¿Y qué negocios tienes con ese Monck? -preguntó el que me había llamado.

– Le traigo un mensaje. -Me adelanté un paso.

– ¿Un mensaje de quién? -El tipo se limpió la lluvia de la cara.

No me demoré ni un instante.

– De mi señora -le dije, con la esperanza de que no hubiera hecho su trabajo lo bastante bien para saber que Monck era un septuagenario y no estaba para intrigas amorosas.

– ¿Y quién es tu señora?

Yo le dediqué una sonrisa afectada e hice rodar los ojos como había visto hacer a un lacayo muy picarón cientos de veces.

– No es de vuestra incumbencia. ¿Y quiénes sois que os interponéis en mi camino con tanta insolencia?

– Estos pelmazos se tienen por grandes caballeros -dijo uno de los centuriones-. Somos de la guardia aduanera. Y tú no eres más que un pringado. No deberías olvidarlo.

– Marchaos y entregad vuestro mensaje, señor -dijo el otro-. Y perdonad si os hemos importunado en vuestra importante tarea. No quisiera pensar que me he interpuesto entre el señor Monck y el conejo de vuestra señora.

Sonreí con desprecio al que había hablado y llamé a la puerta; a pesar de mi altanería, estaba muy inquieto: guardias aduaneros, los agentes encargados de hacer cumplir la ley de aranceles aduaneros. ¿Qué hacían unos hombres cuya misión era perseguir a los contrabandistas y a quienes burlan las aduanas buscando a un supuesto asesino huido de Newgate? No tenía sentido, pero aquello parecía indicar que detrás de mi condena había mucho más de lo que imaginaba.

Cuando oí que abrían, me asusté. Sin duda, la señora Henry, la casera de Elias, me reconocería, y no estaba seguro de poder contar con su silencio. Siempre me había mirado con afabilidad, pero ahora se me consideraba un asesino, y sabía que habría quienes no verían mi actuación en casa del señor Rowley con buenos ojos.

Por suerte, no había motivo para asustarse. La señora Henry abrió la puerta, me miró a la cara y, como si no tuviera ni idea de quién era yo, me preguntó qué quería. Yo me limité a repetir lo que había dicho a los centuriones y ella me hizo pasar.

Pensé que la mujer querría preguntarme algo, o suplicarme que volviera a la prisión y tuviera fe en la ley y en el Señor, pero no fue así. Con una sonrisa cordial y un gesto de la cabeza, me dijo:

– Suba. Está arriba.

Elias abrió la puerta en cuanto llamé. Sus ojos se abrieron con desmesura por un momento, y luego me agarró del brazo y me arrastró al interior.

– ¿Estás loco? Abajo hay hombres que te buscan.