Imagino que los lacayos con librea no formaban parte de la clientela habitual de la taberna, por eso vi que miraban con curiosidad, aunque no tuve que aguantar ninguna otra molestia. Cuando terminé de comer, bebí la cerveza y, quizá por primera vez, me pregunté seriamente cómo salir de aquella difícil situación, sin duda la peor en la que me había visto en una vida llena de situaciones complicadas. Cuando Elias se presentó, no había llegado a ninguna conclusión. Se acercó a mi mesa, inclinándose como si tuviera miedo de que le echaran una manzana a la cabeza. Pedí una cerveza, cosa que le alegró no poco.
Una vez se hubo remojado los labios con la bebida, se sintió preparado para abordar el asunto que nos ocupaba.
– Explícame otra vez por qué no quieres huir.
– Si de verdad hubiera matado a Yate -dije-, huiría encantado. Adoptaría el papel del fugitivo. Pero yo no he matado a nadie, y no pienso pasar el resto de mi vida como un renegado, temiendo entrar en un país que siempre ha sido mi hogar porque alguien ha querido que así fuera.
– Lo que ese alguien quería era verte muerto. Mientras sigas con vida, habrás derrotado a tus enemigos.
– No puedo aceptar eso. Quiero que se haga justicia. Al menos, necesito saber por qué ha pasado todo esto, y pienso arriesgar mi vida quedándome en Londres para averiguarlo. Además, se lo debo a Yate.
– ¿A Yate? Pensé que no lo conocías hasta una hora antes de su muerte.
– Y así es. Pero en una hora nos hicimos amigos. Durante la refriega, él me salvó la vida una vez y, si puedo evitarlo, no dejaré que su muerte quede impune.
Elias suspiró y se pasó las manos por el rostro.
– Dime qué has averiguado hasta ahora.
Ya le había hablado de mis encuentros anteriores con el señor Ufford y Littleton, aunque volví a recordárselos. Le hablé también de la conversación con Rowley.
Elias no pareció menos sorprendido que yo.
– ¿Y por qué iba a querer Griffin Melbury que te ahorcaran? -preguntó-. Por Dios, Weaver, ¿no se la estarás pegando con su mujer? Porque si todo esto es por un asunto de faldas voy a sentirme muy decepcionado.
– No, no me estoy acostando con la mujer de otro hombre. Hace casi medio año que no veo a Miriam.
– ¿No la has visto, dices? ¿Y le has mandado alguna carta?
Negué con la cabeza.
– No, en absoluto. No he tenido ningún contacto con ella. Hasta me extrañaría que Melbury supiera que la pedí en matrimonio. Dudo que ella le haya hablado de antiguos amores, y desde luego no de forma que pudiera suscitar sus celos.
– Con las mujeres nunca se sabe. A veces hacen las cosas más sorprendentes. Después de todo, ¿no te sorprendió que la señora Melbury se convirtiera al cristianismo?
Aparté la vista. Desde luego que me había sorprendido, y hasta un punto que no acertaba a comprender. Desde que había reiniciado mi relación con mis parientes, sobre todo mi tío y su familia, y había vuelto al barrio de Dukes Place, el hábito y la inclinación me empujaban cada vez más a la comunión con mis correligionarios. Respetaba la celebración del sabbat, decía mis oraciones en la sinagoga casi todos los días festivos y cada vez me resultaba más difícil violar las normas sobre alimentación. Aún no me había decidido a seguir estas leyes al pie de la letra, pero cada vez que pensaba en comer cerdo o carne hervida con leche sentía cierta repugnancia, incluso con el pollo que me habían servido en la taberna. Empezaba a incomodarme llevar la cabeza descubierta; siempre que era posible evitaba hacer negocios en viernes por la noche o sábado. De vez en cuando me sentaba en el estudio de mi tío y hojeaba su Biblia en hebreo, tratando de refrescar ese escurridizo idioma que durante tantos años había estudiado de niño.
No pretendo decir que me hubiera acercado ni remotamente a lo que un verdadero devoto consideraría la plena observancia de las leyes judías, pero me sentía más cómodo si respetaba ciertas normas. Y, tal vez porque, como cualquier hombre, yo también miro en mi interior y tiendo a pensar que el resto del mundo piensa lo mismo que yo, creía que Miriam tendría aquellas mismas inclinaciones. Después de todo, iba a la sinagoga, ayudaba a mi tía en los preparativos para las fiestas y, que yo supiera, jamás había incumplido el sabbat ni las normas de alimentación… ni siquiera cuando se fue de la casa de mi tío. Entonces… ¿por qué se había unido a la Iglesia anglicana?
Al principio pensé que solo era para complacer a Melbury, a quien imaginaba como un hombre meloso y zalamero, un atractivo galán con más educación que medios. Pero después, cuando medité la decisión de Miriam, se me ocurrió otro motivo. En más de una ocasión me había dicho que envidiaba mi habilidad de ser como los ingleses. Yo sabía que era algo que ella deseaba, pero era imposible, pues era judía. Qué ironía, como judío, yo nunca podría ser inglés, como mucho sería como los ingleses. En cambio Miriam, aun siendo judía, sí podía ser inglesa.
Solo hay que mirar las obras de los poetas. Siempre está el «judío», y la «hija del judío» o «la mujer del judío». Quizá donde más claramente se ve es en la famosa El judío de Venecia, del señor Granville, donde la bella Jessica solo tiene que dejar a su padre, un vil judío, y abrazar a su amado cristiano para dejar atrás cualquier vestigio de su pasado hebreo. En la terminología de quienes se dedican a la ciencia natural, en tanto que mujer, Miriam no era más que un cuerpo en la órbita del hombre al que estaba sometida. Casarse con un cristiano le permitió convertirse en inglesa; es más, era necesario. Sin embargo, cuando un judío se casa con una inglesa, cada uno conserva su religión. Con una mujer judía no sucede así, y no sucedió con Miriam.
Sin embargo, Elias estaba mucho más interesado en saber por qué Melbury podía querer hacerme daño.
– Si no le has hecho nada y, suponiendo que tengas razón y su mujer no haya incitado su odio hacia ti, ¿por qué iba a querer destruirte? Y lo más importante, ¿qué poder tiene para decirle a Piers Rowley lo que tiene que hacer?
– Me imagino que Rowley debe algún tipo de lealtad a los tories, y que Melbury tiene cierta influencia. El juez dejó muy claro que, ahora que se acercan las elecciones, deben gravitar según lo exija su filiación y actuar en consecuencia.
– Desde luego. -Elias irguió la cabeza-. Había olvidado que no te interesa la política, que es la razón por la que todo esto no tiene sentido. Rowley no debe nada a los tories. Es whig, señor mío. Y un whig reconocidamente vinculado a Albert Hertcomb, el adversario de Melbury en las elecciones.
– Ya sé quién es Hertcomb -dije muy sombrío y dando un sorbo a mi cerveza, aunque si sabía quién era se debía a que había oído un artículo sobre él que alguien leyó en voz alta en una taberna unos días antes de mi arresto-. Rowley insistió en que mi arresto y ahorcamiento eran de vital importancia para la causa tory… Entonces, ¿por qué…? -Yo mismo me interrumpí al recordar el contenido de aquel artículo que había oído-. Un momento. ¿No había una relación entre el candidato whig, Hertcomb, y Dennis Dogmill, el comerciante de tabaco al que los estibadores odian tanto?
Elias asintió.
– Me sorprende que lo sepas. Sí, Dogmill es el patrocinador de Hertcomb y, por tanto, la intervención de Hertcomb ha sido fundamental para la aprobación de varios proyectos de ley que favorecían el comercio de tabaco en general y a Dogmill en particular. También es su representante electoral.
Golpeé la mesa con el puño.
– Utilicemos tus increíbles conocimientos sobre probabilidad y veamos qué sale. Un cura habla a favor de los derechos de los estibadores que descargan el tabaco de Dogmill y recibe amenazas. Uno de los cabecillas de los agitadores muere asesinado y me arrestan a mí por el crimen. En el juicio, el juez, que es whig, hace lo posible para que me condenen, pero cuando lo pongo entre la espada y la pared acusa a un importante tory. Acudo a un lugar donde sé con total seguridad que irán en mi busca y descubro que hay oficiales de aduanas vigilando, oficiales que tendrían que dedicarse a buscar cargamentos de contrabando en lugar de asesinos fugados. Dada la reconocida corrupción de la mayoría de los agentes de aduanas, de quienes se dice que están al servicio de los comerciantes más poderosos, creo que puedo emplear los mecanismos de la probabilidad y determinar la identidad del villano.