En cambio, Wild era un granuja despiadado. Mandaba a sus ladrones a robar cosas que luego volvía a vender a sus propietarios y se hacía pasar por la única voz de Londres que se alzaba para defender a las víctimas. Reconozco que estos métodos eran mucho más provechosos que los míos. Difícilmente podía encontrarse en Londres a un ratero que se llenara los bolsillos sin que Wild tuviera su parte. Ningún asesino podía ocultar sus manos manchadas de sangre a Wild, incluso si el gran cazador de ladrones había ordenado el asesinato personalmente. Tenía barcos de contrabando que visitaban todos los puertos del reino y agentes en todas las naciones de Europa. Los agiotistas de Change Alley casi no se atrevían a comprar o vender sin su consentimiento. En resumen, era un hombre considerablemente peligroso, y no me tenía ningún aprecio.
En nuestros esfuerzos incompatibles, habíamos chocado en más de una ocasión, aunque estos encontronazos tendían más hacia lo frío que hacia lo caliente. Dábamos un rodeo, como perros, más deseosos de ladrar que de pelear. Sin embargo, no tenía ninguna duda de que Wild aprovecharía aquella oportunidad para destruirme. Dado que había hecho carrera perjurando, la única duda era si sería muy severo y con cuánto entusiasmo me denostaría.
El señor Antsy fue cojeando hasta el testigo, con la cabeza gacha para evitar que la lluvia helada cayera sobre su rostro. Andaría entre los cincuenta y los cien años de edad; estaba demacrado como la mismísima muerte, la piel le colgaba alrededor del rostro como una bota de vino vacía, y la cabeza se bamboleaba sobre la mole de su gabán. Su peluca, apelmazada por la lluvia, estaba torcida y en un estado tan lamentable que supuse que solo podía haberla comprado en los tugurios de Holborn, donde un hombre paga tres peniques por sacar a ciegas una peluca usada de una caja. Como esa mañana no se había molestado en afeitarse, y puede que tampoco la anterior, su cara estaba poblada de cerdas blancas que brotaban de la tierra rugosa de su cara.
– Bien, señor Wild -dijo con voz chillona y temblorosa-, habéis sido llamado a este estrado para testificar sobre el carácter del señor Weaver, porque en cierto modo se os considera un experto en asunto de crímenes… un estudioso de la filosofía del crimen, por así decirlo.
– En efecto, me gusta pensar que lo soy -dijo él, con un acento de campo tan marcado que el jurado se inclinó hacia delante, como si acercándose fueran a entenderle mejor. Wild, sobre quien la lluvia apenas se atrevía a caer, se mantenía muy derecho y sonreía casi con lástima al señor Antsy. ¿Cómo podía un viejo picapleitos como Antsy inspirar algo que no fuera desprecio en un hombre que solía enviar a sus propios ladrones a la horca para cobrar las cuarenta libras de recompensa que ofrecía el Estado?
– Se os considera el agente más eficaz de la ciudad en la captura de ladrones, ¿me equivoco?
– No -dijo Wild con un orgullo espontáneo. Se acercaba ya a la madurez, pero no por ello se lo veía menos atractivo y enérgico con su elegante traje y su peluca. Su rostro era engañosamente amable: ojos grandes, mejillas regordetas y una sonrisa cordial y paternalista que gustaba a la gente y hacía que confiara en él de forma instantánea-. Se me conoce como el Cazador General de Ladrones, y es un título que llevo con orgullo y honor. -Y es como tal que conocéis los distintos aspectos del mundo del crimen, ¿no es así?
– Exacto, señor Antsy. La mayoría de la gente sabe que, si pierde un artículo de cierta importancia o desea seguirle la pista a quien ha cometido el delito, por muy abyecto que sea, yo soy el hombre que buscan.
Nunca hay que desaprovechar la ocasión de hacerse publicidad, pensé yo. Wild tenía intención de hacer que me colgaran y de paso conseguir publicidad en la prensa.
– Entonces, ¿os consideráis un entendido en lo referente a los criminales de nuestra ciudad?
– Ya hace unos cuantos años que me dedico a esto -repuso Wild-. Hay pocos delitos que escapen a mi conocimiento.
Olvidó mencionar que tenía conocimiento de esos delitos porque, normalmente, eran él o sus secuaces quienes los preparaban.
– Habladnos, si os parece, de la relación del señor Weaver con la muerte de Walter Yate.
Wild calló un momento. Yo lo miré, furibundo, tratando de hacerle entender sin palabras que jamás me condenarían, y que si se enfrentaba a mí, no dejaría pasar el asunto. Sigue adelante, le dije con los ojos, e irás directamente hacia tu propia muerte. Wild cruzó su mirada con la mía apenas un instante y asintió imperceptiblemente, aunque no entendí qué podía querer decir con aquello. Entonces se volvió hacia Antsy.
– No puedo contaros gran cosa -dijo.
Antsy abrió la boca, pero entonces se dio cuenta de que aquella no era la respuesta que esperaba. Se oprimió el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como si tratara de sacar la respuesta de Wild de su carne, igual que se exprime el jugo de la manzana para hacer la sidra.
– ¿Qué queréis decir, señor? -preguntó con una voz chillona más temblorosa de lo habitual.
Wild sonrió apenas.
– Solo que no tengo conocimiento de las circunstancias que rodean la muerte del señor Yate o de la supuesta implicación de Weaver… aparte de lo que he leído en los periódicos. Es mi objetivo descubrir lo que se esconde detrás de todos los crímenes terribles, pero no puedo saberlo todo. Aunque lo intento, tenéis mi palabra.
Por la flacidez que adquirieron sus facciones, todos los espectadores que había en el Tribunal Supremo supieron que Antsy esperaba algo muy distinto de Wild. Un discurso sobre el peligro que mi presencia suponía para Londres, tal vez. Un relato de mis crímenes pasados. Una lista de atrocidades en las que sospechaba de mi participación. Pero Wild tenía otro juego en mente… un juego que se me escapaba por completo.
Antsy levantó la vista y sonrió. Respiró tan hondo que su pecho casi alcanzó el tamaño del pecho de un hombre normal y rechinó los dientes formando una sonrisa mortífera.
– ¿No consideráis a Weaver un hombre malvado, capaz de matar a cualquiera, incluso a un completo desconocido, sin ninguna causa? ¿Y, en consecuencia, capaz de matar a Walter Yate? ¿No es correcto decir que sabéis con certeza que él mató a Walter Yate?
– Al contrario -contestó Wild alegremente, como un maestro de anatomía a quien piden que hable sobre los misterios de la respiración-. Creo que Weaver es un hombre de honor. Él y yo no somos amigos; en realidad, con frecuencia nuestros intereses se oponen. Si se me permite decirlo, creo que es un miserable cazador de ladrones que hace al Estado y a quienes le pagan un flaco servicio. Pero que sea un miserable en su oficio no significa que sea más malvado de lo que sería un zapatero por hacer los zapatos muy estrechos. No tengo motivos para creer que Weaver sea más responsable de este crimen que cualquier otro. Por lo que a mí respecta, vos podríais ser tan culpable como él.
Antsy se volvió hacia el juez, Piers Rowley, que miraba a Wild tan perplejo como él.
– Señoría -se quejó Antsy-, este no es el testimonio que esperaba. El señor Wild debía hablar de los crímenes y la crueldad de Weaver.
El juez se volvió hacia el testigo. Al igual que Antsy, él también estaba en sus últimos años de vida, pero aquella cara grande y sus facciones rubicundas hacían pensar que llevaba la edad mucho más cómodamente que el abogado. Antsy parecía falto de alimento, en cambio el juez parecía recibir más de lo que le correspondía. Sus enormes mandíbulas estaban ensanchadas a causa de la carne asada y la cerveza, hinchadas como las de un niño gordo.
– Señor Wild -dijo Rowley al testigo-, proporcionaréis al señor Antsy el testimonio que desea.
Yo no esperaba aquella respuesta. No conocía muy bien a Rowley, pero le había observado en el pasado -cuando se me llamó para que testificara contra individuos que había ayudado a llevar ante la justicia- y siempre había visto en él tanta justicia y honradez como puede esperarse de un hombre de su profesión. Aceptaba sobornos con moderación, y solo para asegurar un fallo que ya había decidido sin necesidad de ningún incentivo económico. Hasta se tomaba su papel de protector del acusado en serio, así que sentí cierto alivio cuando supe que él presidiría el juicio. Ahora parecía que mi optimismo había sido prematuro.