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– Señor, lamento decir que el asunto que me trae aquí os atañe a vos, como decís, pero espero que en el futuro nuestros intereses comunes se extiendan a otras cosas.

Se me quedó mirando un momento, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír. Su rostro era ancho e infantil, salvo por la pesadez y oscuridad que rodeaban sus ojos. Su apariencia sin duda podía calificarse de atractiva, pero dudo que las mujeres se pararan a mirarlo una segunda vez. Hay hombres que, por muy agradable que sea su semblante o su figura, revelan su crueldad y dureza sin necesidad de palabras. Dogmill era de esos hombres, y confieso que sentí la inquietante necesidad de no seguir con mi plan.

– Acompañadme, por favor -me dijo secamente.

Me incliné una vez más ante la señorita Dogmill le sonreí y seguí a su hermano a la habitación contigua, donde había otro caballero hojeando periódicos y bebiendo de una copa de plata, Dogmill estudió a ese individuo un momento con expresión de desagrado.

– Pensé que ya habíamos concluido nuestros asuntos -dijo.

El caballero levantó la vista. Era joven, probablemente de veintipocos, con aspecto algo afeminado y una expresión de confusión que no hubiera sabido decir si era permanente o solo momentánea. Esbozó una amplia sonrisa, pero sin mirarlo.

Oh, solo estaba comprobando algunas cosas -dijo, visiblemente incómodo-. No pensé que volveríais tan pronto. -El hombre reparó en mí y se levantó para inclinarse, como si creyera que yo podía ahorrarle parte del bochorno-. Albert Hertcomb, a vuestro servicio.

A raíz de mis lecturas, yo sabía que Albert Hertcomb era titular en Westminster, el whig que se enfrentaría a Melbury en la carrera por el escaño. Los tories lo criticaban por considerarlo un mero juguete de Dogmill. No vi nada en su rostro franco y desenfadado que me hiciera pensar lo contrario.

Correspondí con otra reverencia.

– Matthew Evans. Tengo entendido que os presentáis una vez más para los comunes bajo el estandarte de los whigs.

Él hizo una nueva reverencia.

Y me siento muy honrado. Espero poder contar con vuestro voto, señor.

No esperéis nada de él -dijo Dogmill-. Acaba de volver de las Indias Occidentales y no tiene propiedades aquí. No tiene derecho a voto en estas elecciones.

– Entonces quizá en las siguientes, de aquí a siete años -apuntó el hombre, y rió como si fuera un chiste muy gracioso.

Ya veremos cómo estamos todos entonces -contesté yo alegremente.

– Muy bien, muy bien.

– Señor Hertcomb, tal vez podríais marcharos y dejarnos solos a mí y al señor Evans -propuso Dogmill, con no poca irritación.

– Oh, por supuesto, por supuesto -dijo el otro, sin reparar en la impaciencia de Dogmill-. Solo quería haceros un par de comentarios sobre este discurso que me habéis dado. Es grandioso. Sí, la viva imagen de la grandeza. Sí, supongo. Pero hay uno o dos puntos que no veo muy claros. Y… bueno, ¡a fe mía!, mal asunto si tengo que dar un discurso y no entiendo qué quiere decir.

Dogmill se quedó mirando a Hertcomb como si el hombre hablara algún extraño idioma de la América interior.

– No tenéis que dar el discurso hasta dentro de casi dos semanas -dijo al fin-. Creo que en ese tiempo habréis conseguido desentrañar su significado. Si no es así, podemos hablar más adelante. Dado que este último mes hemos hablado a diario, es probable que volvamos a vernos.

Hertcomb rió.

– Oh, muy probable, sí. No es necesario ser desagradable, señor Dogmill. Solo quería haceros una o dos preguntas.

– Podéis hacerlas mañana -dijo mientras ponía una de sus fuertes manos sobre el hombro de Hertcomb. Con movimientos enérgicos, pero sin ser del todo rudo, fue empujando al parlamentario hacia la puerta de la habitación, pero entonces se detuvo y tiró de él para que volviera atrás-. Un momento. -Lo soltó y señaló con un dedo largo, grueso y extrañamente plano, como un bate de críquet-. ¿Os habéis bebido todo eso?

Hertcomb sonrió como si le hubieran pillado robando pasteles.

– No -contestó tímidamente.

– Maldito sea -espetó Dogmill, aunque no se lo decía a Hertcomb; no se lo decía a nadie en particular. Hizo sonar una campanilla y casi al momento apareció el mismo sirviente que había abierto la puerta.

– George, ¿no te he dicho que llenaras esa garrafa?

El sirviente asintió.

– Sí, señor Dogmill. Me lo habéis dicho. Pero ha habido un poco de revuelo en la cocina porque se ha volcado una alacena llena de ollas, y he pensado que debía ayudar a recoger el destrozo a la señorita Betty, que se ha hecho un poco de daño.

– Puedes meterte bajo las faldas de Betty en tu tiempo libre, no en el mío -dijo Dogmill-. Haz lo que pido cuando lo pido o tendré que enfadarme. -Y dicho esto se volvió y, con la misma naturalidad con la que el lector o yo podríamos mostrar al cerrar una puerta o coger un libro, le dio una patada en el culo al pobre sirviente.

Literalmente. La cuestión es que con frecuencia hablamos de darle una patada en el culo a tal o cual persona, pero lo decimos en sentido figurado. Nadie lo hace de verdad. Incluso he visto esta escena en obras cómicas, y si hace tanta gracia es por lo absurda que resulta. Pero puedo asegurarle al lector que aquello no tuvo ninguna gracia. Dogmill dio la patada con fuerza, y el rostro del sirviente se crispó de dolor. Tal vez es porque no esperamos que suceda en la realidad, pero en aquel acto hubo una brutalidad desmedida, la crueldad que uno asocia con los niños traviesos que atormentan a gatos y cachorros.

El sirviente dejó escapar un grito y trastabilló, pero creo que aquel dolor lo sintió más en el corazón que en sus posaderas. Había sido humillado ante un desconocido y ante un conocido. A mí tal vez no volvería a verme; a Hertcomb lo veía a diario. Cada día tendría que ver al parlamentario, cuya mirada, por muy tranquila o amable que fuera, siempre le recordaría aquel acto de degradación. No me cabía duda de que aunque viviera otros cuarenta años, siempre se encogería al pensar en aquel momento.

Yo había visto a otros hombres maltratar a sus sirvientes, tratarlos no mucho mejor que si fueran animales, pero era tal la crueldad de aquel acto que me dieron ganas de devolverle el golpe a Dogmill. ¿Qué he puesto en marcha?, me pregunté mientras echaba una mirada al rostro duro de Dogmill. Pero en ningún momento me planteé cambiar mis planes. Aquel hombre podía pegar a todos los sirvientes del reino, pero yo no pensaba huir.

– Bien -dijo Hertcomb-. Me voy, ¿no?

Dogmill agitó la mano con ademán desdeñoso y cerró la puerta. Entonces me indicó que tomara asiento con un gesto impaciente de la mano.

– En cuanto a mi hermana -dijo, como si alguien hubiera interrumpido nuestra conversación-, no vayáis a tomaros sus palabras como otra cosa que bobadas de una joven que lee demasiadas novelas. Habla así con todo el mundo, y provoca cierta confusión, pero es una buena joven. Es una buena chica, y no me gustaría descubrir que alguien se hace una idea equivocada de ella. Si pensáis que por ser un caballero voy a trataros mejor que a mi criado, os llevaréis una desagradable sorpresa. Cuando se trata del bienestar de mi hermana, no me preocupa guardar las formas.

La ternura de su voz me sorprendió y, aunque me gustaba la señorita Dogmill, me pareció que el afecto que su hermano tenía por ella quizá era una forma de explotación.

– Os prometo que vuestro pie jamás tendrá necesidad de buscar mi trasero -le dije-. La compañía de la señorita Dogmill me ha resultado muy agradable, nada más.

Él chasqueó los labios.