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– No os he pedido que valoréis la compañía de mi hermana, y dudo que vuestra opinión al respecto tenga ninguna relevancia en el asunto que os ha traído aquí. Bien, y ahora ¿en qué puedo ayudaros, señor Evans?

Le dije lo que le había dicho a su hermana… es decir, que acababa de llegar y que estaba en el negocio del tabaco.

– El tabaco de Jamaica no vale ni para los perros. Además, nunca había oído vuestro nombre, ni siquiera en relación con esa porquería de Jamaica. ¿Qué agente se encarga de compraros la mercancía?

– El señor Archibald Laidlaw, de Glasgow -dije al instante, utilizando el nombre que Elias había escrito en mi falsa biografía. Di gracias por que me hubiera escrito un documento tan detallado y por haberlo estudiado yo tan cuidadosamente. De otro modo, no quiero ni pensar hasta qué punto habría vacilado-. Desconozco si su reputación habrá llegado al sur, pero tengo entendido que es un hombre importante en el norte de Gran Bretaña.

Dogmill se puso tan colorado como una manzana de Norfolk.

– ¡Laidlaw! -exclamó-. Ese hombre es un pirata. Envía sus propios cúters para que salgan al encuentro de sus barcos cuando aún están en alta mar y los descarga allí… todo para evitar la aduana.

Unas palabras muy duras, pensé, teniendo en cuenta lo que Mendes me había dicho de las prácticas de Dogmill. Sin embargo, yo sabía muy bien que todos vemos más fácilmente las faltas de los demás que las propias.

– Nunca lo he visto, y no sé nada de sus prácticas. Me limito a venderle mi mercancía.

– Deberíais venderla a alguien mejor, y tendrías que acostumbraros a conocer el carácter de la gente con quien comerciáis. -Aquello era nuevo. Aunque estaba sentado a más de dos metros de distancia, de pronto sentí un extraño e inesperado miedo por mi integridad física. No estaba acostumbrado a temer a otros hombres, pero había algo en la forma en que estaba sentado, en la tensión de sus músculos, que recordaba a un barril de pólvora a punto de estallar.

Si notaba mi inquietud, no conseguiría lo que quería de él, así que le dediqué una sonrisa cordial, la sonrisa de un comerciante a quien solo le preocupa su negocio.

– Sin duda tenéis razón, señor. Con frecuencia me ha sido difícil encontrar un agente de ventas en Londres, donde los muelles están atestados de tabaco de Virginia y Maryland. Por esa razón, ahora que estoy aquí, he pensado dedicarme yo mismo al negocio. Y puesto que vos sois el agente de compra más respetado de la ciudad en el negocio del tabaco, he pensado que podríais darme algún consejo sobre cómo desenvolverme en este mundillo.

Dogmill había empezado a enrojecer otra vez.

– Señor Evans, ignoro cómo se llevan estos asuntos en Jamaica o en otros primitivos dominios de su majestad, pero os aseguro que en Londres no es frecuente que un hombre cuente los secretos del negocio a un competidor. ¿De verdad creíais que podíais venir a mi casa y pedirme que os enseñara cómo quitarme el dinero de mis bolsillos?

– Yo no lo plantearía en esos términos -dije-. Sé que no comerciáis con tabaco de Jamaica, así que no me considero un competidor.

– No comercio con tabaco de Jamaica porque es malísimo, y hago lo posible por mantenerlo lejos del puerto de Londres porque es escandalosamente barato. Me temo que aquí no encontraréis ayuda.

– Si me permitís un momento para que os explique… -empecé a decir.

– Ya os he concedido demasiado tiempo. Quizá no lo sepáis, pero en esta nación tenemos elecciones parlamentarias y, dado que soy el patrocinador del señor Hertcomb, a quien acabáis de conocer, dispongo de menos tiempo del que suelo tener. Por tanto, os deseo que paséis un buen día.

Yo me levanté e hice una leve reverencia.

– Gracias por dedicarme vuestro tiempo.

– Sí, sí -contestó él, y volvió su atención a unos papeles que tenía en su mesa.

– Debo decir, caballero, que no habláis con el espíritu de la hermandad. Decís que no sabéis cómo hacemos los negocios en Jamaica, así que permitid que os diga que en Jamaica los hombres que se dedican al comercio de un mismo producto, incluso los que podrían considerarse competidores, como vos decís, piensan que el valor del comercio en sí está por encima de los intereses de un hombre particular.

Aquello eran necedades, por supuesto. Yo tenía tanta idea de cómo se hacen negocios en Jamaica como en los rincones más apartados de Abisinia, pero me estaba gustando mi actuación y me apetecía explayarme.

– Lo primero es colaborar para reforzar el negocio, luego procuramos llenarnos los bolsillos -proseguí-. Y este sistema nos ha ido muy bien.

– Sí, sí -repitió él. Su pluma rasgueaba el papel.

– He oído decir que el negocio ha perdido un tanto desde los tiempos de vuestro padre, señor. Me pregunto si una mentalidad más abierta no os ayudaría a devolver el nombre de la familia a la cumbre de su gloria.

Dogmill no levantó la vista, pero dejó de escribir. Vi que había tocado su punto débil y me costó no sonreír por mi acierto. Podía haberme ido en ese momento, pero aún no había terminado.

– ¿Algo más, señor Evans?

– Otra cosa -reconocí-. ¿Os importaría si visito a vuestra hermana?

Él me escrutó un momento.

– Sí -contestó al fin-. Me importaría muchísimo.

12

Aquella noche me reuní brevemente con Abraham Mendes y me aseguré de que me hiciera dos favores antes de volver a casa. El primero era un acto de caridad que no me atrevía a realizar yo mismo. No me había olvidado del bueno de Nate Lowth, cuya celda estaba al lado de la mía y que tuvo el detalle de no alertar a los guardias mientras yo escapaba de Newgate. Así pues, di a Mendes unas monedas y le pedí que proporcionara a Lowth comida y bebida, además de la compañía que había solicitado. Del segundo favor hablaré más adelante.

Tras volver a mi alojamiento, antes de acostarme pasé unas horas hojeando los periódicos políticos que había comprado ese día con la esperanza de familiarizarme un poco con la jerga tory. A pesar de las palabras de Elias, yo no estaba muy seguro de que un hombre tan ajeno a la política como yo pudiera pasar por un tory comprometido. Por otro lado, sabía que mi posición de acaudalado comerciante de las Indias Occidentales compensaría cualquier defecto que manifestara, y mi ignorancia formaba parte del papel que debía representar. Me mirarían, sonreirían con sorna y pensarían: ¿quién es este tipo para presentarse aquí y pretender que puede unirse a nuestras filas sin más? No era probable que me miraran y llegaran a la conclusión de que era un fugitivo disfrazado que trataba de encontrar pruebas para demostrar que se había cometido una injusticia con él.

Llegué a la taberna poco antes de las ocho de la mañana. Estaba en la zona este de Covent Garden, desde donde tenía una vista inmejorable del campamento electoral montado en la plaza. Aunque aún faltaba más de una semana para el comienzo de las elecciones, había una gran actividad, como si tuviera lugar una importante feria: solo faltaban los comedores de fuego y los equilibristas. Hombres ataviados con el verde y blanco de Melbury o el azul y el naranja de su oponente, Albert Hertcomb, desfilaban arriba y abajo con sus pancartas y repartían libelos. Bellas señoritas paseaban por allí, pidiendo el voto para uno u otro candidato. Los buhoneros empujaban sus carros entre la gente y, por supuesto, no faltaba un extenso surtido de carteristas y rateros, atraídos como era habitual por este tipo de acontecimientos. El aire frío olía a cerdo asado y a ostras pasadas.

Entré en la taberna y di mi nombre al hombre que estaba sentado junto a la entrada. El tipo examinó una lista escrita con una pulcra caligrafía y me hizo pasar. Me senté a una mesa vacía, pero no tardó en llenarse, puesto que no dejaban de entrar acaudalados individuos. Muchos parecían conocerse, pero otros iban solos, como yo. Después de que se sirvieran las primeras jarras de mala cerveza y algunas hogazas de pan blanco recién hecho, empecé a sentir más interés por la reunión.