– Y un cuerno -dijo otro de aquellos rufianes-. Melbury es un demonio jacobita, y reconozco a un demonio jacobita en cuanto lo veo.
– Soy Melbury, y ni soy jacobita ni soy un demonio, lo que me hace dudar de vuestra capacidad para reconocer lo uno y lo otro. Sin embargo, lo que tendríais que reconocer es que habéis estado escuchando las mentiras de los whigs, amigo mío, y que habéis sido utilizado cruelmente por una gente que no desea vuestro bien.
– Eres un mentiroso -dijo el grandullón-, y lo que vas a escuchar va a ser el sonido de mi puño contra tu oreja.
Supongo que no puedo culpar a Melbury o considerarlo un cobarde porque se echara atrás y levantara los brazos para protegerse. Después de todo, ante él tenía a tres groseros rufianes que parecían haber perdido la chaveta con el fervor de unas elecciones en las que sin duda eran demasiado pobres para participar. ¿Cómo hubiera podido defenderse? Por otro lado, podía haber echado mano de su daga y habérsela puesto al cuello del grandullón.
Ciertamente, a mí aquello me fue la mar de bien. Mi cuchillo destelló al sol cuando lo saqué y lo apreté contra su cuello, presionando lo justo para que la piel no se rajara. No habría derramamiento de sangre, estaba decidido.
El cabecilla de aquellos rufianes se quedó inmóvil, con el rostro hacia arriba y la piel del cuello tensa. Los otros dieron un paso atrás.
– No me parecéis electores -dije-, aunque es encomiable vuestro deseo de participar en las elecciones aun sin tener derecho a voto. Sin embargo, debo decir que apalear a uno de los candidatos no haría ningún bien a vuestra causa. -Retiré la hoja unos centímetros-. Largaos.
Fueron de lo más complacientes. Se largaron.
Melbury seguía inmóvil, con la mirada perdida, las manos flácidas y temblorosas. Le aconsejé que volviera a la taberna y bebiera algo antes de acudir a su cita. Melbury accedió. Mandó a su agente por delante y yo abrí la puerta para que el candidato entrara. Ocupamos una oscura mesa en la taberna y yo me acerqué al tabernero e insistí en que sirviera una botella de un fuerte oporto enseguida.
Cuando volví con Melbury, supe que estaba a punto de conocer el resultado de mis esfuerzos. Quizá estaría resentido porque yo había demostrado valor y él no, o me ofrecería la amistad que merecía por haberle salvado. Para mi alivio, optó por esto último.
– Señor Evans, me alegro de que vuestros asuntos fueran lo bastante importantes para que me siguierais. -Pasó su mano sobre la áspera superficie de la mesa-. Hubiera sido muy vulnerable sin vuestra ayuda.
En medio del calor del momento, sentí que mi resentimiento, aunque no desaparecía, remitía un tanto frente a la exaltación de la conquista. Había actuado con arrojo, y mi arrojo había sido recompensado. Que yo hubiera demostrado valor mientras él se achantaba solo hacía que aumentar mi satisfacción.
– Sospecho que esos hombres eran de los que hablan mucho y pegan poco, pero me complace haber podido ayudaros aunque fuera en algo tan trivial.
Nuestra botella llegó, y llené su vaso hasta el borde.
– Ciertamente, lo menos que puedo hacer es escuchar lo que queríais decirme, señor Evans. -Melbury levantó su vaso con mano temblorosa.
– Seré sincero, pues sé que tenéis muchos compromisos -empecé-. Tenemos un enemigo en común: Dennis Dogmill. Como patrocinador de Hertcomb y cerebro de sus esfuerzos por conservar su escaño, Dogmill se interpondrá entre vos y el escaño en la Cámara de los Comunes. Y puesto que casi tiene monopolizado el comercio del tabaco en Londres, se interpondrá entre mi negocio y yo.
– Imagino que debe de ser muy difícil llevar vuestro negocio en una ciudad donde un villano como Dogmill es el soberano absoluto -dijo Melbury-. ¿Tenéis alguna propuesta para modificar esa situación? No soporto a ese hombre, y me encantaría ayudaros a bajarle los humos.
Intuí que había algo más detrás de aquella animadversión de Melbury hacia Dogmill.
– Yo solo digo que es un criminal. Tengo entendido que soborna a los funcionarios de aduanas… es más, que el servicio de aduanas le sirve más a él que a la Corona. Los inspectores le informan a él, y los oficiales de la guardia aduanera son prácticamente su escolta personal.
– Sí, todo el mundo lo sabe. Todo el mundo está al corriente de los tratos de esa bestia con la aduana, y también saben que Hertcomb ha hecho todo lo posible desde el Parlamento para que la aduana siga en poder de Dogmill.
– ¿Y no se puede hacer nada? -pregunté-. Seguro que los periódicos de los tories podrían dar a conocer este comportamiento criminal. Si los electores de Westminster supieran…
– Los electores de Westminster lo saben y no les importa -replicó con una nota de exasperación-. Ya habéis visto a esos hombres que me amenazaban. ¿Por qué hacen algo así? ¿Porque son whigs de corazón? No lo creo. Seguramente no sabrían deciros la diferencia entre un whig y un tory aunque les fuera la vida en ello, o una cerveza, que seguramente les importaría mucho más. Para ellos, incluso para la mayoría de los electores, todo esto no es más que una elaborada representación, un espectáculo. ¿Quién tiene a más villanos a su servicio? ¿Quién cuenta con los más fuertes? ¿Quién tiene las mozas más bellas para besar a los votantes? Estas elecciones no son más que un espectáculo de corrupción; no debe sorprenderos que hombres como Hertcomb quieran convertir el Parlamento en otro escenario. Y entre tanto, la política se convierte en un juego sórdido, la Iglesia y la Corona se convierten en objeto de chistes, y el reino degenera cada vez más.
– Sí, el reino degenera -concedí, pues sabía que aquella era la principal preocupación de los tories-. Y ¿no deberíamos detener todo esto? Hay mucha diferencia entre pagar a unas mozas para que besen a los votantes y que Hertcomb confraternice con los responsables del escándalo de la South Sea. No hay nada que preocupe más al votante que saber que su bolsa está vacía porque las maquinaciones de la South Sea provocaron la caída del mercado, y fueron los whigs quienes protegieron a los responsables. ¿No correspondería a los tories que ocupan puestos prominentes descubrir que Hertcomb sigue favoreciendo a esos hombres corruptos, hombres como Dogmill, que están convirtiendo la aduana, el cuerpo creado para regular este tipo de excesos, en su ejército particular?
Melbury respiró hondo.
– Ahí está el problema, Evans. En el Parlamento hay más de un tory que parece haber vuelto a las andadas y, por decirlo de alguna forma, tiene amistad con importadores de Londres, Liverpool o Bristol. Porque no son solo los whigs los que tienen negocios con el servicio aduanero, y si un hombre se crea enemigos en un lugar, seguramente no tardará en descubrir que los tiene también en el otro.
– ¡Os proclamáis enemigo de la corrupción y sin embargo la toleráis! -exclamé, con una vehemencia que incluso a mí me sorprendió.
Temí haber indignado a Melbury, pero el candidato no se ofendió. Se limitó a darme unas palmaditas en el hombro y sonrió.
– Jamás la perdonaré, y en privado la condeno, pero no puedo condenarla con demasiada vehemencia en público y conservar a la vez a los amigos que necesito para conseguir el escaño. Animo, amigo. Nuestra causa triunfará, y echaremos a Dennis Dogmill con contundencia, con mucha contundencia. Pero este no es el campo donde debe comenzar la batalla. Los tories tenemos mucho que hacer. Si ganamos estas elecciones, si recuperamos el Parlamento, no veo razón para que no podamos restituir a la Iglesia a su antigua posición. Pensad tan solo en todos los casos que antes se juzgaban en tribunales eclesiásticos y que ahora dependen de tribunales civiles, y eso cuando se juzgan.
– Es repugnante -dije, de lo más convincente.
– Esos sucios whigs, con su dinero nuevo y su inconformismo, y los judíos… siempre dispuestos a vender cualquier pedacito del reino al mejor postor. Que ese holandés quiere comprar, pues le damos el tesoro. Que hay cierto irlandés que ha reunido una pequeña fortuna en Change Alley, pues que compre nuestras leyes. Todo esto debe acabar. Debemos arrebatar el poder a esos hombres codiciosos y devolvérselo a la Corona, como debe ser.