Tras tener el placer de progresar en los intereses del señor Evans, pensé que era hora de que Benjamin Weaver se implicara en el asunto de su propia ruina. En la relativa seguridad de una taberna, la idea de Elias de que me dejara ver en las zonas menos atractivas de la ciudad me había parecido bien. Sin embargo, mientras avanzaba con dificultad por las calles de Wapping, me pregunté si no habría sido un necio al emprender una empresa tan arriesgada. Cualquier pandilla de villanos podía atacarme y llevarme a rastras ante el magistrado más próximo, aunque para ello primero tenían que conocerme. Esperaba que la oscuridad de las calles y una gorra bien calada me protegieran, al menos hasta que estuviera listo para dejarme ver.
Además, ¿podía elegir? Tenía que hacer cosas que un individuo como Matthew Evans jamás haría. Así que caminé con decisión hasta la casa de la persona a quien quería visitar, llamé a la puerta y pregunté por la señora Yate. Mantuve la vista gacha cuando hablé con la casera, pero aquella criatura consumida, que no tendría fuerzas ni para girar el pomo de la puerta, apenas se fijó. No preguntó por mi nombre, ni por el asunto que me llevaba allí, se limitó a indicarme el piso de arriba cuando pregunté. Me dio la impresión de que estaba acostumbrada a enviar hombres a aquella habitación. Quizá, a falta del sueldo de un marido, la señora Yate se había visto obligada a darse a la prostitución. ¿Cómo reaccionaría al verme? Si podía hacerle mis preguntas y marcharme, sin duda la historia de mi visita se difundiría por todas partes y el plan de Elias podría cumplirse sin necesidad de arriesgar mi vida.
La escalera del inmueble estaba rota y era traicionera; los escalones que aún estaban enteros con frecuencia estaban cubiertos de ropas viejas, montones de periódicos o barriles vacíos de cerveza. No quisiera tener que huir precipitadamente de un lugar semejante.
La puerta que buscaba estaba en el tercer rellano. Cuando llamé, una mujer turbadoramente hermosa, de escasa estatura pero bonita figura, abrió sin vacilar. Llevaba puesto un vestido muy holgado que apenas ocultaba los tesoros de sus formas. Sus cabellos, que sobresalían por debajo de su toca, de tan claros casi eran blancos, y el rostro era redondo y delicado. Parecía más una muñeca que una mujer.
– ¿Os conozco? -me preguntó. Su voz era dulce y serena, pero vacilaba. Los ojos, de un gris tan oscuro que rozaban casi el negro, no se fijaban en nada en particular, como si tuviera miedo de mirarme demasiado a la cara.
– Os lo ruego, dejadme entrar y hablaremos -contesté. Esperaba que me pidiera más aclaraciones, pero, para mi sorpresa, se apartó y me dejó pasar.
Solo había una lámpara encendida, y la habitación estaba a oscuras, pero había suficiente luz para que viera que estaba desordenada y sucia. Olía a cerveza, a vino rancio y a ropa sucia. Me acerqué a trompicones a una silla, cuyas patas originales habían sido reemplazadas por trozos de madera, y me senté respondiendo a un ademán desganado de la mano de la mujer.
– ¿No me reconocéis? -le pregunté, acercándome a la llama de la única luz que había. Ella me miró, al tiempo que se sentaba sobre un viejo barril que había reconvertido en silla.
– Os reconozco. Ahora os reconozco, y no me sorprende veros, porque estaba convencida de que vendríais.
– Yo no maté a vuestro marido -dije, levantando las palmas en un gesto de… no sé de qué. De algo benevolente, supongo-. No lo conocía, y no tenía ningún motivo para querer hacerle daño.
– Lo sé -dijo ella con voz queda. Miró al suelo-. Nunca he creído que lo hicierais. Estuve en el juicio y lo oí todo.
– Me alegra que digáis eso, pues me dolería pensar que me consideráis culpable. Debéis saber que tenemos un mismo objetivo. Los dos queremos justicia para vuestro esposo.
Ella negó con la cabeza.
– No puede haber justicia. El mundo no está bien, señor Weaver. Ahora lo sé. En otro tiempo pensaba que sí, pero era una simpleza. Una mujer como yo no tiene ninguna posibilidad, y Walter tampoco la tuvo. Pensaba que sí. Pensaba que el juez Rowley era un hombre justo cuando le hizo a Walter ese favor, pero veo que no es menos malvado que los otros.
Me incliné hacia delante.
– No os entiendo, señora. ¿Qué favor puede haberle hecho el juez Rowley a vuestro marido?
– ¿Qué favor? Bueno, lo salvó de la horca, eso. No hará ni año y medio, señor, cuando Walter tuvo que presentarse ante Rowley por birlar tabaco. Ese Dogmill dijo que Walter había cogido dos chelines de tabaco, aunque él no hizo más que los otros que trabajaban en los barcos: cogía el oro dorado, que es como le dicen a las hojas sueltas que caen de los fardos. Y puede que de vez en cuando cogiera un puñado, pero ¿y qué? Siempre se ha hecho así…, desde tiempo inmemorial, como decía él. Pero entonces Dogmill hizo que arrestaran a Walter y un mes después estaba ante el juez. Querían ahorcarlo por arañar dos chelines de tabaco de la cubierta de un barco.
Pestañeé enérgicamente, tratando de disipar la confusión.
– Pero ¿Rowley se puso de parte del señor Yate?
– Lo hizo, señor. Dogmill envió a mil testigos que mentían; dijeron que Walter era un mal hombre que quería robar para no tener que trabajar, pero Rowley cuidó de Walter, como tenía que hacer con usted… pero no lo hizo.
Parece que en otro tiempo Rowley se tomaba sus responsabilidades como juez más en serio que en mi juicio, lo cual no dejaba de sorprender porque, en el caso de Walter Yate, se puso en contra de un whig como Dogmill y, en cambio, en el mío pareció que se ponía en mi contra a causa de Dogmill. ¿Es posible que en aquel entonces le importara menos la política o que la inminencia de las elecciones hubiera hecho que sus obligaciones para con su partido fueran más importantes que sus obligaciones para con la ley?
– ¿Tenéis idea de por qué el juez actuó conmigo como lo hizo?
– No tengo ideas. Ya no. Cuando el juez dejó libre a Walter, pensé que todo estaba bien en el mundo. Entonces teníamos dos pequeños, y mi marido estaba libre y limpio ante la ley, pero no duró. Ahora los dos niños están muertos y nuestro hijo recién nacido ya no tiene padre, porque han matado a Walter y a nadie le importa quién lo ha hecho.
– A mí me importa -le prometí.
– Solo porque queréis salvar el pellejo. No, no protestéis. No hay nada malo en eso. En vida, Walter no tenía nada que ver con vos. No hay razón para que os preocupéis por su muerte, aunque su muerte os ha traído muchos problemas.
Miré a sus ojos de color gris carbón.
– Walter Yate me salvó. De no haber demostrado tanto valor en sus últimos momentos de vida, quizá yo también estaría muerto. Para mí encontrar al hombre que lo mató es más importante que mi propia seguridad.
Ella asintió muy despacio, como si la noticia de que su marido me salvó la vida fuera algo que oía continuamente.
Por la expresión vacía de su rostro, deduje que podía seguir con mis preguntas.
– ¿Dijo alguna vez el señor Yate por qué creía que Dogmill había decidido acusarlo por el asunto del tabaco? Como decís, es algo que hacen todos los estibadores.
Ella rió.
– Era evidente, ¿no? Walter quería organizar a los hombres para que Dogmill no siguiera aprovechándose. Quería hacer las paces con Greenbill Billy y tratar de que subieran los salarios, pero Dogmill no pensaba aceptar algo así. Le dije que se preocupara por su familia y no por los estibadores, pero él dijo que tenía que cumplir con su deber, así que los puso antes que nosotros y acabó como yo sabía que acabaría. Hay cosas que están hechas para los grandes hombres, y los hombres pequeños no tendrían que meterse.
– ¿Cosas como las agrupaciones de trabajadores?
Ella asintió.
– ¿Se metió en más cosas hechas para los grandes hombres? Por ejemplo, ¿demostró alguna vez vuestro marido interés por la política?