– Una vez dijo que le hubiera gustado juntar dinero para pagar el impuesto que se paga para poder votar.
– Pero ¿estaba implicado de alguna forma en las elecciones que acaban de empezar?
Bajó la mirada, así que no pude verle la cara.
– Que yo sepa no.
Me tomé un momento para ordenar mis ideas.
– ¿Sabéis qué ha sido de su banda de estibadores desde su muerte? ¿Se han unido sus hombres a Greenbill o han buscado a otro líder?
La señora Yate levantó la vista una vez más e incluso bajo aquella tenue luz vi que la sangre le subía al rostro. Abrió la boca pero no fue capaz de hablar.
– Nunca se unirán a Greenbill -dijo un hombre contestando por ella-, ahora tienen un nuevo líder.
Casi me caí de la silla. En la oscuridad del umbral había una figura muy alta, de constitución fuerte, recortada por el sebo barato que ardía detrás. Solo tardé un momento en reconocerlo: era John Littleton, con un aire mucho más seguro que en la cocina de Ufford.
Me incorporé a medias e hice una reverencia.
Él asintió con la cabeza.
– Estad tranquilo -dijo desenfadadamente-, los chicos de Yate le plantarán cara a Greenbill Billy… y a Dogmill.
– ¿Y de quién son chicos ahora?
Él rió con seguridad.
– Bueno, ahora son los chicos de Littleton. Y hay una o dos cosillas que eran de Yate y que ahora también son de Littleton. Hacemos lo que podemos para honrarlo. -Me guiñó un ojo con evidente buen humor. Fuera lo que fuese que le había convertido en líder de la banda, lo había transformado.
Por un momento, los ojos de la señora Yate se cruzaron con los míos; suplicándome en silencio que comprendiera. Intenté que mi expresión mostrara compasión, aunque me temo que solo mostré indiferencia.
– Vete a la otra habitación, mujer -le dijo Littleton a la viuda-. El bebé se está moviendo y quiere a su madre.
Ella se levantó, se retiró y cerró la puerta suavemente tras ella.
– Me alegra veros tan sano -me dijo Littleton al tomar asiento. Detrás había unas jaulas de mimbre y, al fijarme bien en la oscuridad, vi que contenían ratas. Recordé que Littleton había mencionado que ganaba unas monedas cazando ratas. Supe entonces que utilizaba el viejo truco de soltar sus propias ratas para que le encargaran atraparlas, cosa que un ratero hábil podría hacer con un simple silbido. Estos hombres podían ganar un buen dinero atrapando las mismas ratas docenas de veces.
– Me gusta ver que prosperáis -dije secamente.
– Sí -contestó él-. Algunos me dirán que soy un insensible al ocupar el lugar de Yate entre los hombres, ocupar su casa con su bonita mujer… pero alguien tenía que hacerlo. No podía dejar que Greenbill Billy se saliera con la suya con los chicos. ¿Hubiera querido eso Yate? No lo creo. Y no podía dejar que algún cruel bastardo se quedara con Anne.
– Qué generoso -dije secamente.
– Sé perfectamente qué está pasando detrás de esos taimados ojos de judío, Weaver. Pensáis que a lo mejor ayudé a que se deshicieran de Yate para poder quedarme con su mujer y su sitio… que soy un aprovechado sin entrañas que haría lo que fuera para conseguir lo que no es suyo. Bueno, pues el señor estaba allí y sabe que no es verdad. Yo no tenía nada contra Yate, solo que su mujer me parecía guapa, y nunca se me había ocurrido ser el cabecilla de los chicos hasta que ellos me lo pidieron. Fue conmovedor. Nos sentamos en una taberna en los muelles y hablamos de lo que íbamos a hacer. Uno se levantó y dijo que nos juntáramos con Greenbill, pero le contestaron con un montón de golpes en la cara, os lo juro. Entonces se levantó otro y dijo que los dirigiera yo, que de todos los que estábamos allí solo John Littleton sabía de grupos de trabajadores. De verdad, Weaver, hasta se me saltaron las lágrimas.
– Suena conmovedor.
– Oh, podéis burlaros si queréis, pero fue conmovedor. ¿Creéis que fue fácil para mí? En otro tiempo casi me matan por estar a la cabeza de un grupo de trabajadores, y juré que no volvería a hacerlo. Lo único que quería era ganarme mis chelines para poder comerme mi cena y beber mi jarra de cerveza. Pero esto me sobrepasa. Esta vez dejaré que me maten a golpes si hace falta. Es lo que he decidido, así que no me vengáis con sospechas.
– No he dicho que sospechara nada.
– Bueno, pues yo lo haría -dijo con una sonrisa maliciosa-. Pensaría que soy un bastardo semental, que se lo ha querido quedar todo. Pero no tenéis por qué hacerlo, porque no tengo nada que ver con lo que le pasó al pobre Yate, el Señor lo tenga en su gloria.
– Por casualidad, no sabréis quién lo hizo, ¿verdad?
– Pues claro que lo sé. Fue Dennis Dogmill, ¿quién iba a ser si no? Y mientras, Greenbill Billy se ríe porque se piensa que su banda está en mejor forma para el siguiente trabajo, o eso se cree él. Pero dentro de poco esos dos van a acabar a tortas, os lo juro. Solo es cuestión de tiempo que Dogmill le dé matarile a Greenbill, lo mismo que a Yate.
– Es posible que Dennis Dogmill hiciera que mataran a Yate; pero seguro que no fue él mismo hasta los muelles a golpearle con una barra de hierro. ¿Quién lo hizo?
– Yo no lo descartaría tan rápido. Es muy posible que lo hiciera él solito, aunque no he oído nada.
– ¿Qué hay de ese tal Greenbill? ¿Es posible que haya querido probar suerte con Dogmill?
Littleton soltó una risa resoplona.
– No creo, amigo. Seguro que los dos querían ver muerto a Yate, pero dudo que se puedan poner de acuerdo para hacer una cosa tan fea. Claro que todo es posible. Y ahora que lo pienso, no ha enseñado esa penosa jeta suya desde hace un par de semanas.
– Casi parece como si se estuviera escondiendo.
– Puede ser.
– ¿Alguna idea de dónde puede haberse escondido?
– Podría estar en cualquier parte. Un sótano, un desván. Mientras tenga algún mocoso que le lleve de comer y beber, no necesita salir para nada, ¿no?
– Pero si no es culpable de la muerte de Yate, ¿por qué no quiere salir?
– A lo mejor es culpable de mucho más… o mucho menos. ¿Quién sabe? Pero si os digo lo que pienso, creo que lo que pasa es que le da miedo que el que se ha cargado a Yate vaya también a por él. A lo mejor se piensa que Dogmill se los quiere cargar a los dos y así las bandas se van al garete.
– Creo que lo buscaré. Si sospecha que Dogmill va a por él, quizá es porque tiene motivos. ¿Tenéis idea de dónde puedo encontrarlo?
– Bueno, podéis preguntar en El Ganso y la Rueda. Allí es donde van los chicos de Greenbill. Aunque no creo que vayan a deciros nada, al menos no si él no quiere que lo descubran. Pero seguro que están dispuestos a daros un golpe en la cabeza y llevaros al magistrado para cobrar la recompensa. Vos sabréis lo que hacéis.
– Lo sé, sí.
– Bueno, si sé algo de Greenbill, os lo haré saber. ¿Dónde puedo dejaros un mensaje?
Yo me reí.
– Yo os encontraré a vos. Y entonces podréis decirme lo que sabéis.
Él correspondió a mi risa.
– Podéis confiar en mí.
Yo asentí, pero no había vivido tantos años creyendo a cualquiera que dijera esas palabras.
14
Tenía la esperanza de encontrar al tal Greenbill Billy, que sin duda era el secuaz de mi enemigo. De momento daba por sentado que esa persona era Dennis Dogmill, pero dado que no podía centrarme en esa línea de investigación, decidí seguir la única que tenía disponible.
Esperé a que cayera la noche y entonces me dirigí hacia los muelles, a El Ganso y la Rueda. Por suerte, el lugar solo estaba iluminado con unas pocas velas, y el interior era un batiburrillo de cuerpos sucios y alientos repulsivos. El olor nauseabundo de la ginebra había impregnado la madera de las mesas, de las sillas, el suelo sucio y hasta las paredes. Solo el saludable aroma del tabaco hacía aquel aire respirable.
Me acerqué al tabernero, un tipo irrazonablemente alto, de hombros estrechos y con una nariz que parecía que se la hubieran roto tantas veces como años tenía. Aunque no le tengo mucho aprecio a la bebida, pedí una ginebra para no llamar la atención, y empecé a sorber con cautela cuando me pusieron la jarra de peltre delante. Cobraba a un penique la pinta, y aun así el tipo me la había rebajado con agua.