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– Quiero saber dónde puedo encontrar a ese marido tuyo tan honorable. -Me di cuenta de que estaba frotándome sin querer mi espinilla dolorida, pero me contuve enseguida-. Es un hombre difícil de encontrar.

– Te matará por haber venido aquí, y te hará cosas peores si se te ocurre hacerme daño. Y ya que estamos, ¿tú quién eres?

– Mi nombre es Benjamin Weaver.

– ¡Oh, Dios me ampare! -exclamó, y retrocedió un paso más. Se llevó el vaso de peltre al pecho, como si por un momento hubiera confundido a un salvador con el otro-. Lo matarás, ¿verdad?

Di un paso al frente, para compensar el paso que ella había dado hacia atrás.

– ¿Por qué iba a matarlo?

– Eso es lo que haces. Matas estibadores. Todos dicen que trabajas para Dennis Dogmill, y que matas a los que van en su contra.

– Harías bien en no hacer caso de las habladurías. No son unas fuentes muy fiables. Si Billy quiere enfrentarse a Dogmill, no encontrará mejor amigo que yo.

– Entonces, ¿qué quieres de él? No creo que lo busques para haceros amigos.

– Quiero hacerle unas preguntas.

– ¿Y si él no quiere contestarte?

– Según he comprobado, la mayoría de los hombres a quienes interrogo acaban por contestar tarde o temprano.

– ¿Como Arthur Groston?

Noté que un escalofrío me recorría todo el cuerpo. Me olvidé por completo del dolor en la pierna. ¿Cómo podía haberse enterado la mujer de Billy Greenbill de mis asuntos con el vendedor de testimonios?

– ¿Qué sabes de él?

– Que está muerto. Que tú lo has matado.

Traté de dominar mi sorpresa.

– La última vez que vi a Groston estaba vivito y coleando. ¿Quién ha dicho que lo he matado?

– ¡Venga, compadre! Todo el mundo lo dice. Dicen que le metiste la cabeza en un orinal hasta que se ahogó.

– Yo no le ahogué, aunque es cierto que le metí la cabeza en un orinal de mierda.

– ¿Dices eso y esperas que te diga dónde está Billy?

– Lo encontraré tarde o temprano -dije-. Puedes estar segura. Si me dices dónde está me aseguraré de compensarte.

Dio un trago más comedido de su tazón.

– ¿Compensarme cómo?

– Bueno -dije-. No le hablaré de Timmy. Y además te daré algo de plata.

Ella me miró pestañeando.

– ¿Cuánta?

¿Por qué ser tan puntilloso? Después de todo, era el dinero del juez, y sabía que necesitaría una suma considerable para que aquella mujer superara su miedo a disgustar a Greenbill.

– Cinco chelines -dije.

Podía haberle ofrecido el reino de los Incas. Se llevó una mano a la boca y apoyó la otra en la pared para sostenerse.

– Enséñamelos.

Cogí mi bolsa y saqué las monedas, que le mostré en la palma de mi mano. Así que me vendió a su señor por unas monedas de plata. Si se dio cuenta del paralelismo con ciertos personajes de sus evangelios, no lo mencionó.

Según me dijo, Billy Greenbill estaba en el ático de una casa a unas manzanas de King Street. Me pareció más seguro esperar a que fuera muy tarde, pues no tenía intención de encontrarme a Billy y a sus amigos mientras estuvieran despiertos. Así pues, busqué un lugar tranquilo junto al río y me senté, sin apartar una mano de la pistola. Nadie me molestó, aunque una o dos veces oí sonido de pasos.

Ya muy tarde, de madrugada, cerca del amanecer, volví a la casa que Lucy me había indicado y forcé la entrada con sigilo. Todo estaba en silencio y a oscuras, como esperaba, y subí la escalera tan sigilosamente como pude. Cuando llegué arriba, a la entrada del ático, cogí mi cuchillo y probé con suavidad la puerta. Por fortuna, no estaba cerrada con llave, así que la abrí sin problemas.

En el interior había solo una vela encendida. De haber habido más, hubiera podido ver la escena que me esperaba. Pero abrí la puerta y ya había dado unos pasos cuando me di cuenta de lo que había. Media docena de hombres, cada uno armado con cuchillo y pistola, me esperaban sentados en sus sillas. Y sonreían.

La puerta se cerró a mi espalda.

– Weaver -dijo uno de ellos-. Me preguntaba por qué tardabas tanto.

Lo miré. Era de mi edad o algo mayor; llevaba la cara sin afeitar y tenía unos labios muy gruesos que le daban el aire de una impía unión entre un trabajador y un pato.

– Greenbill Billy -dije.

– A tu servicio, o tal vez debería decir que tú estás al mío. -Uno de sus hombres se levantó y me quitó el cuchillo y mis dos pistolas. No eran muy concienzudos, pues a ninguno de ellos se le ocurrió examinar mis piernas por si llevaba escondido otro cuchillo.

– Deduzco -dije- que habías ordenado a Lucy que me dijera que viniera aquí.

– Exacto. Ya llevamos días esperándote, y puedo decirte que nos alegramos de que hayas venido, porque estábamos hasta las narices de estar aquí metidos.

– ¿Y ahora pensáis capturarme y cobrar la recompensa?

– Eso sería lo mejor, pero si tenemos que matarte, lo haremos.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué os he hecho para que queráis llegar a esos extremos conmigo?

Greenbill sonrió, e incluso en aquella oscuridad vi que sus dientes eran espantosos.

– Bueno, porque eres como ciento cincuenta libras con patas, por eso. Bien, ¿qué penalidades hay de que te vengas con nosotros sin resistirte a la casa del magistrado para que cobremos la recompensa?

– ¿Y si no lo hago?

– Si no lo haces podemos llevarte con la cabeza abierta. Bien, ¿podrás acompañarnos sin resistirte?

Me encogí de hombros.

– Ya me he escapado de Newgate una vez. No dudo de que volveré a lograrlo.

Él se rió.

– Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh? Pero eso es tu problema, no el mío. Bueno, ¿nos vamos?

Según he descubierto, mal cazador de ladrones es aquel que necesita armas para defenderse. Siempre es preferible tener armas, pero si un hombre necesita defender su vida con sus puños, no debe vacilar. Dos de sus hombres se me acercaron, sin duda con la intención de cogerme cada uno de un brazo. Dejé que pensaran que no me resistiría, pero cuando estuvieron en la posición que yo quería, atrapé el brazo de cada uno bajo mis axilas, tiré hacia abajo y luego empujé hacia atrás con fuerza con los codos. Les di a los dos en la cara, y los tipos cayeron hacia atrás.

Billy no perdió el tiempo. Levantó su pistola, así que yo eché mano de uno de sus colegas que, al ver que la situación no era de su agrado, había echado a correr hacia la puerta. Lo cogí de los hombros y lo volví hacia Billy para convertir a aquel cobarde en un escudo. Billy no tuvo tiempo o no quiso evitar el disparo y una bala fue a parar al hombro de su amigo.

Ciertamente, era buena señal que en unos segundos hubiera podido deshacerme de tres de los seis hombres. Esperaba que los siguientes tuvieran el mismo buen desenlace. Billy acababa de disparar su pistola, así que por el momento estaba desprotegido. Corrí hacia él, pero uno de sus ayudantes saltó a mi espalda para detenerme.

No era la técnica más efectiva en una lucha a muerte, pero sirvió para que Billy corriera hacia la puerta. Mi atacante estaba colgado a mi espalda, tratando de ahogarme con el brazo. Retrocedí contra la pared, pero él no se soltaba. Incluso me apretó el cuello con más rabia, así que repetí la operación, tratando de que se golpeara la cabeza. Esta vez lo hice con tanta fuerza que el tipo se soltó y cayó al suelo, con lo que se incorporó a las filas de sus camaradas heridos.

A Billy y al compañero que aún no estaba herido no los veía por ningún lado. O habían huido o habían ido a por refuerzos. No podía permitirme esperar y ver si levantaban la liebre y daban la alarma, pero tampoco me atrevía a dejar pasar una oportunidad como aquella para averiguar alguna cosa. Uno de los hombres a los que le había partido la cara estaba echado de lado, encogido, gimoteando. Le toqué con el pie para que supiera que quería hablar con él.