– ¿Qué interés tiene Billy en mí? -le pregunté.
Él no contestó y, puesto que no podía perder el tiempo, traté de ser más persuasivo, le puse el pie en el cuello y repetí la pregunta.
– No lo sé -dijo el tipo, con voz rasposa y con la boca llena de espuma y saliva. Quizá le había destrozado los dientes, o puede que hasta la lengua-. El dinero.
– ¿El dinero? ¿La recompensa?
– Sí.
– ¿Mató Billy a Yate?
– No, eso lo hiciste tú.
– ¿Quién es Johnson? -Había hecho esa pregunta tantas veces que temía que la respuesta sería siempre la misma. Pero me llevé una sorpresa.
– No sé cuál es su verdadero nombre.
– Pero ¿sabes quién es?
– Claro que sé quién es. Todo el mundo sabe quién es.
– Todo el mundo no. Cuenta.
– Bueno, es un agente del Pretendiente, por supuesto. Nadie sabe cómo se llama de verdad, pero así es como le llaman.
– ¿Quién lo llama así? ¿Quién?
– En las tabernas de ginebra. Cuando beben a la salud del verdadero rey, también beben a su salud.
– ¿Y qué tiene él que ver conmigo?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
Desde luego, era una buena pregunta.
Abajo oí ruido de pasos, y el silbato de un sereno. No podía perder más tiempo con aquel tipo, así que corrí escaleras abajo cerciorándome como pude de que Billy no estuviera al acecho. Pero, no, él se había puesto a cubierto. Tendría que encontrar otra forma de localizarlo. Y tenía otras preocupaciones en la cabeza. Por ejemplo, quería saber por qué, durante mi juicio, la persona que había contratado a Arthur Groston había querido que pareciera que yo era agente del Pretendiente. Estaba claro que mi condena por la muerte de Yate era parte de una trama mucho más importante en la que mi nombre y mi vida debían quedar destruidos para siempre.
Después de escapar por tan poco con vida, aquella noche no estaba de humor para más malas noticias, pero al volver a mis habitaciones descubrí que el día aún no había terminado. Me esperaba una nota con una noticia preocupante.
No había dado importancia a las palabras de la mujer de Greenbill, pero fue un error. La nota era de Elias, que había recibido la noticia de un amigo cirujano. Al parecer, un oficial de la Corona había pedido a su amigo que examinara el cadáver de Arthur Groston, que había sido asesinado… presumiblemente por Benjamin Weaver.
15
En su nota Elias sugería que nos reuniéramos para el desayuno. Muy apurada debía de parecerle la situación cuando proponía un encuentro tan temprano, así que acudí a la cita a la hora que indicaba. Pero él no fue tan puntual como yo, y ya iba yo por mi tercer o cuarto café cuando por fin se presentó.
– Perdona que te haya hecho esperar -dijo-, pero anoche me acosté muy tarde.
– Yo también -repuse-. Caí en una emboscada muy inconveniente.
– Oh, vaya. Suena muy desagradable. Pero, mira… Evans, el asunto del tal Groston es muy desagradable. Ha sido asesinado, y todo el mundo piensa que tú, es decir, Weaver, tenía algo en su contra.
– Pues yo tenía menos contra él que la persona que lo contrató… y desde luego ahora va a resultarme mucho más difícil descubrir quién fue. ¿Cómo lo mataron? No lo ahogarían en un orinal, ¿verdad?
Elias me miró con expresión recelosa.
– Debo decir que en los años que llevo de cirujano jamás me habían hecho una pregunta semejante. Resulta que no, no lo ahogaron en mierda. ¿Hay alguna razón para que creas eso?
Preferí no iluminarle sobre el particular.
– Entonces, ¿cómo murió?
– Verás, tengo un amigo al que llaman con frecuencia los oficiales de justicia de Londres y Westminster para que examine los cadáveres cuando se sospecha de asesinato. Cuando vio a Groston decidió avisarme, pues sabía de mi amistad contigo. Llevaba varios días muerto cuando lo encontraron, así que no estaba en un estado precisamente agradable. El caso es que el cirujano determinó que alguien le golpeó repetidamente en la cara con un objeto contundente, y que cuando se derrumbó, lo estranguló. Fue muy brutal.
– ¿Y tu amigo pensó que tenías que saberlo solo porque hablé de Groston en mi juicio?
– No, había más. Verás, encontraron una nota junto al cuerpo. Tuvo el detalle de copiármela.
Me pasó una nota en la que había escrito lo siguiente: «Llo binjamin uiver el judio hecho esto dios bendiga al rey jacobo y al papa y a grifin melbri». Se la devolví a Elias.
– Dale las gracias a tu amigo por haberme corregido las faltas de ortografía.
– ¡Por Dios! ¿No puedes tomártelo un poco en serio? Esto es muy grave.
Me encogí de hombros.
– No creo que Groston tuviera más información que darme, así que no puedo decir que me apene su muerte. Y, por lo que se refiere a la nota, dudo que nadie crea que soy autor de esta tontería. La persona que la ha escrito debe de ser bastante obtusa.
– ¿O quizá…?
Me agité algo nervioso en mi asiento, pues entendí perfectamente qué estaba insinuando. La nota era demasiado absurda para convencer a nadie.
– O bastante lista, supongo. Estás insinuando que tanto puede haber sido un astuto tory como un brutal whig.
– Solo los brutos más influenciables podrían creer que tú has escrito una nota bendiciendo al Papa. Nadie que de verdad esté conspirando, y desde luego no un papista, haría algo así. Pero ¿y si mataron a Groston para hacer creer que existe una conspiración?
– Entonces, los tories lo matan y hacen que parezca que lo han matado los whigs para perjudicarles. Están jugando fuerte.
– Seguramente demasiado fuerte para los tories. Después de todo, son un partido político, no la clase de hombres que se implicarían en este tipo de fechorías.
Sí, ya sabía por dónde iba.
– ¿Los jacobitas?
– Shhh -me interrumpió-. No digas esa palabra tan fuerte en mi presencia. Soy escocés, no lo olvides, un blanco fácil para las acusaciones. Pero sí, creo que ellos podrían estar detrás de todo esto. De vez en cuando puede que los whigs y los tories armen un poco de escándalo y provoquen algún que otro disturbio, incluso puede que las cosas se pongan feas cuando se enfadan entre ellos, pero un asesinato a sangre fría no es propio de ellos, ni siquiera en tiempo de elecciones. Sin embargo, algunos de esos jacobitas que maquinan son más atrevidos. Si creen que logrando que los whigs pierdan un escaño en Westminster animarán a los franceses a patrocinar una invasión, puedes estar seguro de que no faltará quien esté dispuesto a destrozar la cara de cien Grostons para no desaprovechar la ocasión.
– Pero ¿por qué implicarme a mí? Los jacobitas no son amigos de los judíos. ¿No te parece un poco raro? Los whigs siempre han sido criticados por su excesiva tolerancia hacia los judíos y los inconformistas, y los tories siempre se quejan por el poder que se da a los judíos y a los disidentes.
– Creo que se trata simplemente de oportunismo. Piers Rowley, un whig, se aseguró de que te condenaran injustamente, y tú lo desafiaste al escapar. Nadie hubiera podido predecir algo así, pero te guste o no, te has convertido en un símbolo antiwhig. Y ya sabes cómo son estos ingleses. Pueden odiar a muerte a los judíos y un momento después decidir que son sus amigos y quedarse tan tranquilos.
– Malditas maquinaciones -musité-. Primero la rosa blanca que Groston me dio, y hay más. -Le hablé a Elias de mi encuentro con Greenbill y los suyos, y de que uno de sus secuaces me había dicho que Johnson era un conocido jacobita.
– Parece -dijo Elias pensativo- que alguien quería insinuar una alianza entre los jacobitas y tú antes incluso de que tu juicio se convirtiera en una causa política. ¿Quién podría querer algo así? Los jacobitas no, desde luego.
– No -dije-. Mi enemigo debe de ser alguien que me odie a mí tanto como a los jacobitas.
– Volvemos de nuevo a Dennis Dogmill -comentó-.Y de nuevo ignoramos por qué quiere perjudicarte, o quién puede ser la mujer que te ayudó a escapar. Seguimos teniendo demasiados interrogantes y muy pocas respuestas, Weaver.