Fruncí el ceño con desprecio. No pensaba aceptar que Wild me ofreciera dinero como un tío generoso.
– No necesito tu dinero.
– Pues se gasta como el de cualquier otro, te lo aseguro. Aunque parece que tu sistema para atracar jueces te va muy bien. Sin embargo, debo decir que Rowley siempre ha sido un hombre muy dócil. Lamento que le hayas obligado a retirarse.
– Yo también lo tuve siempre por un hombre de fiar. ¿Por qué me atacó de esa forma?
– Estamos en época de elecciones -dijo muy complaciente-. Ya había peligro cuando las elecciones se celebraban cada tres años. Ahora que tienen lugar cada siete, el premio es mucho más valioso y todos llegarán mucho más lejos para apoyar a su partido, o sus intereses. Rowley solo hizo lo que Dogmill le pidió. Nada más.
– No sé.
Wild se volvió hacia Mendes.
– Me parece que nuestro amigo se ha trastocado por sus encuentros con los hombres de la South Sea y ahora siempre ve segundas intenciones en todo. Nunca limpiarás tu nombre si andas buscando intrigas y tramas ocultas. La respuesta está en la superficie, créeme. Solo se trata de la codicia de Dogmill.
– ¿Y qué puedo hacer? Dogmill tiene influencia sobre todos los jueces de Westminster.
– No lo sé -respondió él con una sonrisa maliciosa-. ¿Qué estás haciendo ahora? -Al ver que no contestaba, añadió-: Aparte de matar a tipos como Groston, claro.
Me agité nervioso en mi asiento.
– Por eso quería ver a Mendes. Yo no maté a Groston.
– Nunca le has puesto las manos encima, por supuesto.
– Le di su merecido, nada más. Pero estoy seguro de que la persona que está detrás de su muerte irá a por los otros dos que testificaron en mi contra en el juicio.
Él asintió.
– Mendes los encontrará sin problemas. ¿Quieres hablar con ellos cuando los encontremos?
Asentí.
– Sí. No dejaré que maten a esos dos para que mis enemigos puedan cargarme más muertos. Y siempre cabe la posibilidad de que tengan alguna información útil.
– Entonces los buscaremos enseguida -me aseguró Wild, y quedamos de acuerdo sobre la forma en que podrían localizarme-. ¿Podemos ayudarte en alguna otra cosa?
Me arrepentía de haber confiado tantas cosas a aquellos dos hombres, pero corrían tiempos difíciles, ya me ocuparía de eso más adelante.
– No -dije-. Con eso será suficiente.
16
Tal como Elias había prometido, en la London Gazette y otros periódicos importantes apareció la supuesta llegada de Matthew Evans, así que, mientras los periódicos de los whigs acusaban a Benjamin Weaver de asesino y los de los tories lo convertían en una víctima, el comerciante de tabaco tory hacía su debut triunfal. Mientras algún villano asesinaba en mi nombre, yo seguía siendo un fugitivo, y casi me pareció una frivolidad tener que cumplir con las obligaciones que me imponía aquella payasada.
Sin embargo, era el camino que había elegido y no tenía más remedio que seguir adelante. Aquella noche llegué a la asamblea de Hampstead puntualmente a las diez. Era un poco pronto, pero pensé que sería lo mejor.
La sala era deslumbrante, un enorme salón abovedado lleno de arañas doradas centelleantes, mobiliario rojo y llamativo, mesas llenas de comida y un reluciente suelo de baldosas blancas. En el lugar había ya la suficiente gente para que mi presencia no llamara la atención. Cerca de un extremo, los músicos tocaban y los asistentes bailaban alegremente. Una multitud de personas se había congregado en torno a la mesa del bufet, donde se había dispuesto con gran esmero un pastel de pasas, rodajas de pera, camarones con ciruelas pasas y otros bocados exquisitos. Alrededor de otra mesa, los hombres se arracimaban para servirse ponche para ellos y sus damas. En el otro extremo de la sala estaba la entrada a la sala de cartas, donde se solazaban las mujeres de edad que harían de carabina mientras sus hijas o sus pupilos hacían travesuras. Los hombres de edad no necesitaban enclaustrarse, pues ellos ponían tanto empeño en buscar a alguien con quien casarse como los jóvenes, o al menos lo fingían.
Yo ya había dado dos vueltas a la sala cuando oí que alguien me llamaba… por mi falso nombre. No contesté hasta la segunda o tercera vez, pues aún no estaba acostumbrado a que me llamaran así, y me sorprendió. Después de todo, ¿quién me conocía en mi nueva faceta? Cuando me volví, vi que era Griffin Melbury, acompañado por un pequeño grupo de personas.
– Ah, señor Evans -dijo Melbury cogiendo mi mano con gesto cordial. Seguía manifestando esa reserva patricia que noté en nuestro encuentro anterior, pero me pareció que me había ganado su confianza con mi pequeño ardid. Le devolví el saludo y me obligué a ponerme una máscara de placer.
Y tuve que obligarme, ciertamente. El contacto con su mano fría y húmeda me produjo repugnancia. Ahí tenía la mano que tocaba a Miriam… que la tocaba como solo un marido podía hacerlo. Por un momento, pensé en estrujarle la carne, en golpearle, pero sabía que aquel impulso era irracional y muy poco político. Así que seguí sonriendo, aunque la falsedad de mi gesto hizo que sintiera mi piel tensa y pastosa.
– Me alegra volver a veros, señor Melbury.
– Me preguntaba si vendríais. Sé que sois nuevo en la ciudad, así que he pensado que podía presentaros a algunas personas. -Entonces inició una vertiginosa sucesión de presentaciones: curas, miembros de antiguas familias, hijos de condes y duques. Me hubiera sido muy difícil repetir sus nombres cuando acababan de presentármelos, cuánto más ahora que han pasado muchos años. Pero algunas de aquellas personas me parecieron destacables.
En primer lugar, me llevó hasta un extremo y me presentó a un hombre a quien ya conocía.
– Este -me dijo Melbury- es Albert Hertcomb.
Estreché la mano de Hertcomb, y él me sonrió con afabilidad.
– El señor Evans y yo ya nos conocemos. No debéis sorprenderos -me dijo-. El señor Melbury y yo no tenemos por qué mostrarnos incívicos solo porque competimos por el mismo escaño en el Parlamento. Después de todo, podemos ser amigos aunque estemos en partidos distintos.
– Reconozco que el partido no tiene por qué regir la vida de la persona, pero me sorprende veros en términos tan amistosos.
Melbury se rió.
– Me congratula que la situación no sea tan desesperada como para tener que odiar a otro hombre solo porque compite por el mismo premio que yo.
– A fe mía -dijo Hertcomb-, jamás he sentido animosidad por ningún hombre, ni siquiera si es lo que se denomina un enemigo político. En mi opinión, un enemigo es alguien que se opone a mí, nada más.
– ¿Y cómo definiría esa palabra otra persona? -pregunté.
– Oh, con mucha mayor dureza, sin duda. Pero yo no me preocupo por esas cosas. Después de todo, el político no es un doctor en retórica.
– Pero sin duda debéis pronunciar discursos.
– Por supuesto. Los discursos son la esencia de la Cámara de los Comunes, pero no son solo palabras. Detrás de las palabras hay ideas. Eso es lo que importa.
– Un buen consejo -dijo Melbury-. Me aseguraré de recordarlo cuando ocupe mi escaño. Ja, ja.
Entonces Melbury nos disculpó, tiró de mí un poco demasiado fuerte y nos apartamos.
– Qué necio -me dijo en un susurro cuando nos alejábamos-. No he conocido nunca a mayor necio que este. Hay que ser muy idiota para tener a Dogmill de patrocinador.
– Pues a él le habéis dicho palabras muy distintas -dije, un tanto complacido ante la oportunidad de poder reprocharle su hipocresía.
– En verdad, siento cierto aprecio por el señor Hertcomb. Es un hombre sencillo, y seguramente no quiere hacer ningún mal. Quien no me gusta es el señor Dogmill, su agente.
No hubiera podido pedir mejor introducción a un tema de tal importancia.
– Tengo la impresión de que a él tampoco le gusta Dogmill.