– No me sorprende. Jamás he conocido a un hombre menos digno de aprecio. Os lo aseguro, no lo soporto. Deseo servir en los Comunes de Westminster, no lo niego. Soy un patriota, señor Evans, en el verdadero sentido de la palabra. Solo quiero hacer lo mejor para mi reino y mi Iglesia. Solo quiero que los hombres cuyas familias han levantado esta isla -familias antiguas como la nuestra, cuyos padres han derramado su sangre en defensa del reino- conserven el lugar que les corresponde. No me gusta ver que un puñado de judíos, agiotistas y ateos despojan a los verdaderos ingleses de su influencia. Cuando ocupe mi escaño, disfrutaré mucho más porque sabré que habré privado a Dogmill de su poder. Quiero destruirlo, machacarlo y convertirlo en polvo.
No disimulé la sorpresa.
– Os honra vuestro espíritu competitivo, pero ¿no exceden esos sentimientos las relaciones normales de la política?
– Tal vez. Confieso que soy rencoroso. No odio a muchos hombres en este mundo, pero cuando odio a alguien lo hago con toda mi alma… y reconozco que no siempre es por una buena razón. Pero Dogmill… es único. Perdí cierto dinero en el escándalo de la South Sea Company; muchos perdimos dinero, por supuesto. Pero había algunos amigos de la familia de Dogmill en el consejo, y él indicó a Hertcomb que los protegiera, que utilizara su influencia en los Comunes para proteger a esos criminales. Y yo os pregunto, señor, ¿no es despreciable que un hombre utilice el poder del gobierno para proteger los negocios de sus amigos?
– Admiro la fuerza de vuestros sentimientos, señor -dije, aunque estaba seguro de que detrás de tanta animosidad debía de haber más que la implicación de Dogmill en la corrupción de los whigs.
– No sabéis nada de la fuerza de mis sentimientos. Sinceramente, hay días en que estoy cansado de mi trabajo, pero la idea de aplastar las esperanzas de Dogmill me da fuerzas y hace que me sienta como si hubiera dormido diez horas.
– ¿Y esa rabia se debe solo a que Dogmill ordenó a Hertcomb que protegiera a los hombres de la South Sea? -Me costaba creerlo. Debía de haber otro motivo, y descubrirlo podría servir a mi causa.
– Bueno, ¿no os parece suficiente? Es un bellaco de la peor calaña. Creo que preferiría morirme antes que perder frente a él. Tras un momento, dije:
– Vuestra determinación es admirable, señor, y os prometo que haré cuanto pueda para que ocupéis vuestro lugar legítimo.
– Aprecio vuestras palabras, señor Evans, ciertamente. Por el momento, os diré que lo más útil que podéis hacer por mi causa es votar por mí.
– Me temo que no. Me permito recordaros que he llegado a esta isla recientemente.
– Olvidáis que establecisteis vuestra residencia en Londres mucho antes de vuestro viaje y, puesto que habéis pagado suficientes impuestos de residencia, sin duda encontraréis vuestro nombre en el registro de votantes, como debe ser.
Evidentemente, Melbury había utilizado su influencia para incluir mi nombre en los registros. Dudo que yo fuera el único a quien había incluido en las listas ilegalmente. Solo con que hubiera añadido a cien hombres en ese registro podía decantar la balanza a un lado u otro en una carrera igualada.
– ¿Cómo lo habéis hecho? -pregunté.
– Oh, no tiene importancia. Tengo muchos contactos entre quienes se dedican a estas cosas, y puede que a un par de ellos les deba algunas libras. He descubierto que cuando debo a un hombre una pequeña cantidad es más propenso a hacerme favores, pues sabe que con ello yo estaré más predispuesto a saldar mi deuda. Así de sencillo.
– Jamás había oído que las deudas de honor pudieran utilizarse de una forma tan efectiva -le dije-, pero os daré mi voto de corazón.
Él sonrió, me estrechó la mano y me llevó de vuelta a su gente. Hertcomb estaba ahora acompañado por Dennis Dogmill y su hermana, y los tres charlaban. Me halagó ver que el rostro de la señorita Dogmill se iluminaba al verme.
– Vaya, es el señor Evans, nuestro tory del tabaco -dijo.
– El amante de los gansos -dijo el hermano, con una soltura que solo tienen los que han nacido con riqueza. Parecía furioso y tranquilo a la vez-. Para ser tory, se os ve en compañía de whigs con bastante frecuencia.
– En Jamaica no nos preocupamos tanto por los partidos -le expliqué.
– Tantos años al sol explican que tengáis esa piel tan oscura.
Yo reí de buena gana, pues pensé que eso le enfurecería más que si me mostraba irritado. Hasta sentí una afinidad no deseada con Melbury en nuestro común desagrado por aquel bestia.
– Sí, con aquel clima, uno no puede andarse con remilgos por tener que estar al sol. Con frecuencia tenía que inspeccionar mis campos y a los trabajadores bajo un calor que las gentes de este país tan moderado no podrían ni imaginar.
– ¿Y no os cubríais -preguntó la señorita Dogmill-, como he oído que hacen los hombres?
– Las damas siempre se cubren la cabeza -dije-, y muchos hombres también, pero he descubierto que el sol es uno de los pocos placeres que ofrece el clima de aquella isla, y algunas veces recorría mis tierras ataviado solo con los pantalones.
No quisiera que el lector pensara que siempre hablaba con ese descaro ante una dama, pero ella había hecho la pregunta con un inconfundible brillo en los ojos, y supe que deseaba que tomara el pelo a su hermano. Yo no necesitaba que me animaran y, aunque ella se sonrojó, me guiñó un ojo disimuladamente para que supiera que no se había ofendido.
– ¿También os poníais un hueso en la nariz, como los nativos? -me preguntó Dogmill-. He viajado a las colonias las suficientes veces para saber que en aquellos lugares, donde hace tanto calor que se podría freír un huevo en la arena de la playa, con frecuencia no se respetan las normas británicas de decoro. Pero, puesto que aquí sí se respetan, le diré al señor Evans, para que no se ponga en evidencia, que no se considera educado hablar de quitarse la ropa en presencia de una dama.
– No seas mentecato -le dijo la señorita Dogmill dulcemente.
El hermano se sonrojó, y su grueso cuello empezó a tensarse por la ira. Por un momento pensé que iba a golpear a alguien, a mí, a ella, quién sabe… pero en vez de eso sonrió a su hermana.
– Nunca hay que decirle a un hermano que es un mentecato cuando le mueve la preocupación por su hermana. Creo que sé una o dos cosas más que tú sobre el decoro, querida mía, aunque solo sea porque he vivido más años.
Cuando estaba en compañía de Dogmill, mi mente encontraba con rapidez una respuesta hiriente a cualquier cosa que saliera de su boca, pero esta vez tuve que callarme. Había una inesperada bondad en su voz, y supe que, por muy rudo que fuera su comportamiento, por muchos que fueran los crímenes con los que había ensuciado sus manos, por mucho que hubiera matado a Walter Yate cruelmente y me hubiera llevado a mí ante la justicia, se preocupaba realmente por su hermana. Habría estado muy ocupado tratando de decidir cómo aprovechar esta debilidad suya de no ser porque me di cuenta de que también yo me preocupaba por su hermana.
La banda de música se puso a tocar una nueva pieza. La señorita Dogmill miró por encima de mi hombro y vio que la sala estaba llena de bailarines y, si mis ojos no me engañaban, había un destello de deseo en los suyos.
– Quizá os apetezca bailar conmigo… -propuse.
Ella ni siquiera miró a su hermano. Me ofreció su mano y la llevé al centro de la sala.
– Me temo que el señor Dogmill no os tiene mucho aprecio -me dijo mientras nos deslizábamos al ritmo de una agradable pieza.
– Espero que ello no hará que vos me tengáis poco aprecio.
– De momento no -dijo ella alegremente.
– Me alegra saberlo, puesto que siento bastante aprecio por vos.
– Acabamos de conocernos. Espero que no empezaréis a agobiarme con discursos amorosos mientras bailamos.
– ¿Quién ha dicho nada de amor? Ni siquiera os conozco lo bastante para que me gustéis. Aunque desde luego sí para teneros aprecio.