– Una respuesta poco común. Pero debo decir que me gusta. Sois muy sincero, señor Evans.
– Procuro ser siempre sincero -dije sintiéndome culpable, pues no creo que en toda mi vida me hubiera mostrado tan falso ante una mujer a quien admiraba, haciéndome pasar por alguien que no era y con unos medios que no tenía.
– Eso quizá no siempre obre en vuestro favor. Se ha hablado mucho de vos entre las damas. La temporada está ya muy avanzada y la llegada de un nuevo hombre con fortuna siempre despierta interés. Si sois sincero con todas las damas, no haréis muchas amistades.
– Considero que se puede ser sincero sin ser desagradable.
– No conozco a muchos hombres que lo sean.
– Vuestro hermano, por ejemplo, aún no posee esa capacidad.
– En eso tenéis toda la razón. No sé por qué le caéis tan mal, señor, pero os diré que su comportamiento con vos es abominable.
– Si ese comportamiento ha tenido algo que ver en que hayáis aceptado bailar conmigo, entonces con mucho gusto aguantaré las pullas de mil hermanos.
– Empezáis a hablar como un hombre poco sincero, señor.
– Dejémoslo en una docena de hermanos. Más no.
– Estoy convencida de que podríais con todos ellos, señor.
– ¿Hace mucho que vivís con vuestro hermano? -pregunté, tratando de llevar la conversación a cuestiones más materiales.
– Oh, sí. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, y mi padre murió unos dos años después.
– Lamento oír eso. Imagino que debió de ser terrible.
– Aun a riesgo de parecer insensible, os diré que me ocasionó menos dolor de lo que podría suponer. Mis padres tenían por costumbre enviarme a internados ya desde muy niña, y antes de esto me dejaban al cuidado de mi niñera noche y día. Cuando murieron, sabía que habían desaparecido dos personas muy próximas materialmente a mí, pero dudo que los conociera mejor de lo que os conozco a vos, señor.
– Vuestro hermano parece bastante mayor. Espero que él fuera mejor padre.
– La ternura no es su punto fuerte, pero siempre ha sido muy bueno conmigo. Yo no sabía lo que era la vida familiar hasta que nuestros padres murieron. Mi hermano siguió mandándome a internados, hasta que fui demasiado mayor para que me aceptaran. Aun así, siempre era bien recibida en casa durante las vacaciones, y Denny se alegraba de verme. Hasta iba a visitarme a la escuela tres o cuatro veces al año. Cuando completé mi educación, me dijo que podía instalarme en mi propia casa si así lo quería, pero que él preferiría que viviera con él. En realidad, una vez fue muy amable conmigo, y nunca lo olvidaré.
– ¿Solo una vez?
– Bueno, particularmente una. Supongo que lo fue muchas veces porque, si he de seros sincera, cuando era niña tenía tendencia a la gordura, y mucha, y las otras jovencitas de mi escuela se mostraban muy crueles conmigo.
Me costaba creerlo, pues ahora tenía una bella figura.
– Sin duda ahora sois vos quien está siendo cruel con la señorita Dogmill.
– No, cuando tenía dieciséis años era una niña inmensa. Entonces enfermé de unas fiebres que me obligaron a guardar cama más de un mes. Cada día el médico temía por mi vida; mi hermano permanecía todo el día sentado junto a mí y me cogía de la mano. Normalmente era incapaz de decir nada, ni siquiera cuando yo le hablaba a él, pero estaba a mi lado.
No podía compartir su admiración por un hombre cuya mayor contribución al mundo había sido sentarse en silencio junto a su hermana moribunda, pero no dije nada.
– Estas situaciones suelen suscitar una gran proximidad -dije debidamente.
– Bueno, al cabo de un tiempo me recuperé, y supongo que todo aquello fue para bien. He descubierto que prefiero tener un tamaño más moderado a comer pastel de alcaravea. Denny se ha mostrado muy protector conmigo desde entonces. No sé si hubiera elegido vivir con él de no ser por aquel mes que pasé en cama.
– ¿Os agrada compartir la casa con él?
– Oh, mucho. Es lo bastante grande para que no tengamos que vernos si no queremos. Y aunque Denny puede ser malvado en los negocios y un cruel adversario en política, es un hermano bueno e indulgente.
– Entonces, ¿no es uno de esos hermanos que intenta casar a su hermana lo antes posible?
– Oh, no. Le daría demasiados quebraderos de cabeza. Trató sin demasiado entusiasmo de casarme con el señor Hertcomb, pero él sabe mejor que nadie lo simple que es el señor Hertcomb y, aunque pensó que podía ser beneficioso políticamente, prefirió no forzar el asunto.
– Solo puedo compadecer al señor Hertcomb: ver que un premio de tanto valor se le escapa entre los dedos…
– No creo que el premio estuviera nunca cerca de sus dedos, pero él cree que está enamorado de mí y de vez en cuando me mortifica con absurdos lamentos que me avergüenzan. No entiendo por qué los hombres siguen insistiendo cuando una dama ha dejado clara su postura. Resulta muy molesto.
Hice una mueca, pues recordé las numerosas propuestas de matrimonio que había hecho a Miriam.
– Quizá un caballero debe insistir porque las damas suelen ser tímidas.
– Señor Evans, creo que os he tocado la fibra sensible. ¿Acaso hay alguna dama que os ha rechazado en diversas ocasiones? ¿Alguna bella mulata, tal vez, que os rechazó bajo un cocotero?
– Solo estoy defendiendo a los de mi sexo ante esa cruel acusación -dije-. ¿Dónde estaríamos los hombres si no nos defendiéramos entre nosotros?
La música terminó y vi que la señorita Dogmill sonreía ante mi comentario.
– Antes de devolveros a vuestras amistades -me aventuré a decir-, quería preguntaros si me permitiríais visitaros en vuestra casa.
– Seréis bienvenido. Haré lo que pueda por hacer que os sintáis a gusto, pero os recuerdo que también es la casa del señor Dogmill y quizá él no estará tan encantado como yo de recibiros.
– Quizá pueda hacer que cambie su opinión sobre mí.
Ella negó con la cabeza y una especie de pesar ensombreció su rostro.
– No -dijo-, no podréis. Él nunca cambia de opinión. Ni por un momento. La testarudez es su mayor defecto.
Cuando regresamos con el pequeño grupo, vi que el señor Melbury estaba de espaldas a mí, charlando con una mujer a la que no podía ver. No le di importancia pero, cuando me acerqué, Melbury se volvió hacia mí y me puso una mano en el hombro.
– Ah, Evans. Hay una persona que quería presentaros. Esta es mi esposa.
Cuando más tarde pensé en todo aquello, no hubiera sabido decir por qué no se me había ocurrido que Miriam pudiera estar en aquella asamblea. Desde luego, lo lógico era que estuviera allí con su esposo. Pero no se me pasó por la cabeza. Estaba tan acostumbrado a no verla que la idea de un cara a cara me hubiera parecido casi absurda.
Miriam me tendió la mano, pero prácticamente ni me miró a la cara, y desde luego no me reconoció. Es posible que jamás lo hubiera hecho, me habría echado un rápido vistazo y habría olvidado mi cara al momento de no ser porque yo la miré a ella de una forma del todo inapropiada, desafiándola prácticamente a que me mirara a los ojos. ¿Por qué hice aquello? ¿Por qué no dejar que el momento pasara? No sabría decirlo. En parte, sé que lo hice porque quería que me viera. Quería que se enfrentara a aquello en lo que me había convertido. Pero creo que también había razones prácticas. Era mucho mejor que me reconociera en aquel momento, cuando yo estaba allí para ver su reacción. ¿Y si despertaba en mitad de la noche y de pronto se daba cuenta de quién era el hombre que engañaba a su marido? Una vez quedara fuera de mi vista y mi control podía convertirse en una grave amenaza para mi plan.
Así que la miré con intensidad y sin pestañear hasta que ella me devolvió la mirada. No pareció notar nada raro, pero entonces, al cabo de un momento, sus labios vacilaron, se entreabrieron. Empezó a decir algo, pero luego se limitó a esbozar una sonrisa torcida.