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Al día siguiente, me fui a un café y empecé mi habitual ritual de hojear los diarios para ver qué decían de mí. Los periódicos whigs hablaban y hablaban de Benjamin Weaver y la muerte de Arthur Groston… asesinado, se insinuaba, como parte de una trama orquestada por el Pretendiente y por el Papa. Estas acusaciones me hubieran parecido irrisorias de no ser porque sabía que a la mayoría de los ingleses no les parecían del todo absurdas. No había cosa que asustara más a los británicos que pensar en las maquinaciones del Papa para arrebatarles su libertad e imponerles un régimen absoluto y totalitario como el que regía en Francia.

Sin embargo, los periódicos de los tories se exclamaban llenos de ira. Nadie salvo un necio o un whig -que viene a ser prácticamente lo mismo, decían- creería que aquella nota era auténtica, y que Weaver dejaría una confesión escrita junto al cadáver. El autor del artículo, anónimo, decía haberse carteado conmigo en el pasado, lo cual era muy posible, y podía certificar que mi estilo y mi caligrafía eran superiores a los que se encontraron en la epístola asesina. Alguien, denunciaba sin llegar a decir abiertamente quién, quería que la gente creyera que había una trama contra el rey, cuando en realidad la trama era contra los tories.

En general, es algo extraño alcanzar cierta fama y ver el propio nombre citado por unos y por otros en los diarios. Pero otra cosa muy distinta es que lo conviertan a uno en una pieza de ajedrez en el tablero político. Podría decirse que yo era un peón, pero creo que eso desmerecería en mucho el carácter oblicuo de mis movimientos. Un alfil, quizá, desplazándose por extraños ángulos, o un caballo, saltando de un lugar a otro. No me gustaba aquella sensación de que unos dedos invisibles me cogían para desplazarme de una casilla a otra del tablero. En cierto modo, era halagador que los partidos quisieran convertirme en su aliado, o hasta en su enemigo. Pero no me complacía en modo alguno que mataran a nadie en mi nombre, por muy indeseable que fuera.

Estos eran mis pensamientos cuando vi que un crío de once o doce años decía en voz alta el nombre que Mendes y yo habíamos acordado.

– No tengo que preguntarle su nombre de verdad -me dijo cuando lo llamé-, solo tengo que preguntar si espera usted algo del señor Mendes.

– Lo espero.

El crío me entregó el papel, yo le di una moneda y nuestra transacción terminó. Abrí la nota, que decía lo siguiente:

B.W.:

Como me pediste, he hecho algunas averiguaciones y me han dicho que podrías encontrar a los dos hombres en el mismo edificio, una casa que pertenece a la señora Vintner, en Cow Cross, Smithfield. Es lo que he oído, aunque te aviso de que mi fuente vino prácticamente hasta mí y se mostró excesivamente deseosa de darme la información. En resumen, es posible que alguien quiera engañarte para que vayas a ese lugar. Lo dejo a tu discreción.

Atentamente,

Mendes

Estuve mirando la nota unos minutos, con la poderosa sospecha de que la persona que quería hacerme ir hasta aquel lugar era el propio Wild. A pesar de todo, confiaba en que, con un poco de cautela, podría enfrentarme a cualquier trampa que estuviera aguardándome. En consecuencia, volví a casa de la señora Sears y una vez más me transformé en Weaver. Luego fui hasta Smithfield y, tras preguntar una o dos veces por Cow Cross, encontré la casa de la señora Vintner.

Durante un rato estuve caminando por la zona, a fin de averiguar si alguien vigilaba la casa. No vi nada sospechoso. Ciertamente, mis enemigos podían estar acechando en el interior, pero ya me ocuparía de eso cuando llegara el momento.

Llamé a la puerta y abrió una vieja dama que parecía alegre y frágil. Tras un breve intercambio en el que verifiqué que los dos hombres, Spice y Clark, estaban dentro, tuve la certeza de que, si algún rufián o guardia me esperaba en el interior, aquella dama no sabía nada. Me pareció una mujer sencilla y amable, incapaz de cualquier doblez.

Así pues, seguí sus indicaciones, subí al cuarto piso y esperé un momento ante la puerta antes de llamar. No oí crujir ninguna tabla en el suelo, ni movimiento de cuerpos. El olor no apuntaba a que hubiera allí una acumulación de personas. De nuevo, tuve la confianza suficiente para entrar sin temor a ser atacado. Así pues, llamé y me dijeron que entrara.

Greenbill Billy estaba esperándome.

– No corras -me dijo levantando una mano como si pretendiera con ello evitar mi huida-. Aquí no hay nadie más que yo, y después de la paliza que diste a mis chicos la última vez, no me apetece tratar de atraparte yo solo. Solo quiero hablar contigo, nada más.

Miré a Greenbill y traté de dilucidar su expresión, pero su rostro era tan delgado y tenía los ojos tan separados que la naturaleza había fijado en él una expresión permanente de perplejidad. Supe que no podría sacar nada por ahí, pero también sabía que, si quería hablar conmigo, tendría que ser con mis condiciones.

– Si quieres hablar conmigo, iremos a otro sitio.

Él se encogió de hombros.

– Me es inverosímil. ¿Dónde vamos?

– Te lo diré cuando lleguemos. No vuelvas a decir una palabra hasta que yo me dirija a ti. -Le cogí del brazo y le hice levantarse. Era de constitución corpulenta, pero sorprendentemente ligero, y no opuso ninguna resistencia. Bajamos la escalera (le hice bajar a él delante, para poder controlar sus movimientos), pasamos por la cocina de la señora Vintner, que olía a col hervida y pasas, y salimos por la parte posterior de la casa, que daba a una pequeña calleja. Allí no vi que nadie nos vigilara o quisiera atacarme, así que empujé a Greenbill hasta Cow Cross. Mi preso caminaba alegremente, con una mueca estúpida en la cara, pero no dijo nada, no preguntó nada.

Lo llevé a John's Street, donde alquilé un carruaje con relativa facilidad. En el carruaje, seguimos en silencio; no tardamos en llegar a un café en Hatton Garden, empujé a Greenbill al interior e inmediatamente reservé una sala privada. Una vez tuvimos nuestras bebidas delante -no se me pasó por la imaginación que podría sacarle información si primero no le calmaba la sed-, decidí continuar con nuestra charla.

– ¿Dónde están Spicer y Clark? -pregunté.

Él sonrió como un tonto.

– Esa es la cuestión, Weaver. Están muertos. Esta mañana se lo he oído decir a uno de mis chicos. Están en el piso de arriba de la casa de una alcahueta en Covent Garden, con una nota al lado que pone que lo hiciste tú.

Permanecí en silencio unos momentos. Bien podía ser que Greenbill se hubiera inventado aquello, aunque no acertaba a imaginar por qué. La cuestión era cómo lo sabía y por qué quería hablar conmigo.

– Continúa.

– Bueno, dicen que Wild hizo correr que había que encontrar a esos dos, y no hay que ser muy listo para saber quién quería verlos. Así que cuando me he enterado que estaban muertos he pensado pues me voy a su casa y le espero. No por la recompensa; no volveré a intentarlo, te lo prometo. No, sé que te he desempeñado una mala pasada, pero espero que me puedas ayudar.

– ¿Ayudarte en qué?

– A que no me maten. ¿No lo ves, Weaver? La gente que no te gusta o que te ha hecho algo malo desde el juicio se están muriendo. Yo te puse una emboscada, así que supongo que soy el siguiente.

Aquello tenía su lógica.

– ¿Y qué quieres de mí? ¿Que te proteja?

– No, nada de eso, te lo juro. No creo que ninguno podamos aguantar la confabulación del otro. Solo quiero saber qué sabes y ver si eso me puede ayudar a seguir con vida… o si es mejor que me vaya de Londres.

– Parece que ya sabes bastante. ¿Cómo asesinaron a Spicer y Clark?

Él meneó la cabeza.

– No tengo los detalles. Solo sé que los han asesinado y te querían culpar a ti. Nada más. Excepto… -Su mirada se perdió en la distancia.