– Por Dios, Greenbill, esto no es un escenario. No te pongas melodramático conmigo o te saco las tripas.
– No hay que ponerse tan linfático. A ello iba. Al lado de los cuerpos y de las notas encontraron una rosa. No sé si me entiendes.
– Te entiendo. Lo que no entiendo es cómo puedes saber todo eso si tú no los mataste… ni tampoco a Groston ni a Yate.
– Tengo dos lindos oídos con los que enfangarme de las cosas ¿no? Tengo chicos leales que me cuentan lo que creen que tengo que saber.
Sonreí.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no he hecho lo que dicen esas notas?
– No tiene sentido. Viniste a buscarme para ver lo que sabía. No creo que lo hayas hecho.
– ¿Y quién crees que ha sido?
Volvió a negar con la cabeza.
– No tengo ni idea. Eso es lo que quería preguntarte.
Escruté su rostro intentando decidir hasta qué punto me estaba diciendo la verdad, pues no creía que estuviera siendo del todo sincero. Sin embargo, no encontré ninguna razón para no seguir.
– No puedo demostrarlo, pero creo que la persona que está detrás de la muerte de Yate, y por tanto de las de los otros, debe de ser Dermis Dogmill. No creo que haya ningún otro hombre que quisiera ver muerto a Yate, provocar todo este lío y culpar a los jacobitas… y por extensión a los tories. Así, quita a Yate de en medio y promueve la elección de su hombre, Hertcomb.
– ¡Ja! -Greenbill dio una palmada-. Sabía que tenía que ser ese bellaco. Iba a por los jefes de las bandas desde el principio. No me extraña que fuera a por Yate. Pero ¿no te parece raro que no me matara a mí primero, por eso de que tengo más poder y esas cosas?
– Yo no sé cómo piensa él. Pero creo que tienes que estar al tanto de sus andanzas. ¿Has oído algo de esto?
– Ni una palabra -me dijo-. Está todo muy callado. No he oído nada, que por eso me sorprende lo que dices. Créeme, me paso mucho tiempo vigilando lo que hace. No puedo decir que me gustara Yate, pero era un estibador como yo, y si Dogmill va por ahí matándonos, quiero saberlo.
– ¿Hay alguna razón por la que pudiera querer librarse de Yate y no de ti?
– Yate era como una cría en bragas. Si casi no se atrevía ni a decirle que no a Dogmill. Yo sí que le planto cara. Cuando tengo que decir no, se lo digo, y él entiende perfectamente lo que quiero decir. Yo soy el que manda en los muelles, Weaver, soy el que se ocupa de los estibadores y le dice a Dogmill «soo» cuando dice que se acabó lo de coger el tabaco que se cae o que no nos podemos parar ni a recuperar el aliento. No entiendo que haya ido a por Yate y no a por mí.
No hubiera sabido decir si las objeciones de Greenbill eran solo un reflejo de su orgullo o si tenía algo valioso que ofrecer.
– ¿No se te ocurre ni una sola razón por la que pudiera estar especialmente furioso con Yate?
Él negó con la cabeza.
– No tiene sentido. Yate siempre cedía, sí. A Dogmill le hubiera gustado tener a todos los estibadores a su mando. Ahora seguro que le preocupa que se vengan todos a trabajar conmigo, y seguro que no le hace ninguna gracia. Además, ¿cómo lo iba a hacer? A Yate lo mataron cuando estaba con mis chicos. Ninguno de los nuestros le vio hacerlo. Nadie vio a Dogmill… y puedes estar seguro de que hubiéramos visto a ese villano en toda su fatuidad.
– Seguro que tiene a alguien que le hace el trabajo sucio.
– Que yo sepa no. Créeme, hemos tenido tratos con él que escocían más que un limón y nunca ha mandado a ningún matón a hacer su trabajo. Él se cree lo bastante hombre para apalear a cualquiera, y si hay que cargarse a alguien, lo hace él.
Me alegré de que mi vida no dependiera de lo que creyera Greenbill. Me costaba creer que Dogmill quisiera arriesgarse a que lo vieran asesinando a nadie, pero era extraño que nunca contratara a ningún matón.
– ¿Y cómo es que tienes a Wild haciendo preguntas por ti y eso? -me preguntó-. He oído que habló en tu favor en el juicio. ¿Es que ahora sois amigos?
– Lo de que somos amigos es una exageración. Wild y yo no somos amigos, pero parece que no le tiene mucho aprecio a Dogmill. Se ofreció a ayudarme a encontrar a Spicer y Clark, pero no volveré a pedirle ayuda.
– Muy listo. No quieres que te entregue a cambio de la recompensa.
– Solo un canalla haría algo así -concedí.
– Una palabra desagradable, pero no te lo discutiré. La pregunta póstuma es qué vas a hacer ahora. ¿Te vas a cargar a Dogmill? -preguntó entusiasmado-. Eso sería una bonita venganza. Si ha hecho lo que dices, cortarle el pescuezo estaría bien.
Parecía que Greenbill quisiera convertirme en su matón particular. Yo me vengaba de Dogmill y Greenbill se quedaba sin rivales y sin la principal autoridad en el negocio del tabaco.
– No tengo ni los medios ni el deseo de hacer tal cosa.
– Pero no puedes dejar que arruine tu vida y que vaya por ahí manchando tu nombre.
No veía ninguna razón para prolongar aquella conversación. Era evidente que Greenbill no tenía información útil, y no ganaría nada escuchando cómo me animaba a asesinar. Por un momento pensé en animarlo a que lo hiciera él mismo, pero entonces se me ocurrió que me culparía a mí, y una vez muerto, Dogmill no me serviría de nada. Así pues, me puse en pie e invité a Greenbill a que terminara su cerveza y se marchara cuando gustara.
– ¿Ya está? ¿No vas a hacer lo que haría un hombre con Dogmill?
– No haré lo que propones, no.
– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me quedo en Londres o huyo?
Yo no había llegado aún a la puerta.
– No veo ninguna razón para que huyas.
– Si me quedo, ¿no crees que Dogmill podría matarme?
– Podría -concedí-, pero eso no es asunto mío.
Yo no sentía mucho aprecio por los dos hombres que habían testificado en mi contra durante el juicio, pero tampoco me alegró saber que habían muerto. Lo que me preocupaba era que el asesino quisiera cargarme a mí las dos muertes. Y, si bien me costaba dar crédito a alguien como Greenbill, me preocupó que pensara que quizá Dogmill no era mi hombre.
Que yo supiera, solo había una persona que pudiera serme mínimamente útil. Así que esperé a que anocheciera y entonces, ataviado como yo mismo y no como el señor Evans, salí de casa de la señora Sears por la ventana y me dirigí a casa del señor Ufford.
Esta vez Barber, el sirviente, me dejó pasar enseguida y me dedicó una mirada tan fría que decidí no prolongar en exceso mi visita, pues si conocía mi verdadera identidad no dudaría en informar al magistrado más cercano… de acuerdo o en desacuerdo con los deseos de su amo, eso no lo sé.
Ufford estaba en su salita con un vaso de oporto al lado y un libro en el regazo. Era evidente que acababan de despertarlo para que me recibiera.
– Benjamin -dijo, dejando a un lado su libro-, ¿habéis descubierto al autor de las notas? ¿Por eso habéis venido?
– Me temo que no tengo ninguna novedad sobre ese asunto.
– ¿Y qué hacéis con vuestro tiempo? He tratado de ser paciente, pero creo que estáis actuando con una frivolidad excesiva.
Le entregué una hoja de noticias doblada por la historia de la muerte de Groston.
– ¿Qué sabéis de esto? -pregunté.
– Pues diría que menos que vos; nunca me molesto en informarme sobre estos sórdidos crímenes. Quizá si en vez de ir por ahí matando a personajes de baja ralea mostrarais más interés por encontrar al autor de las notas, a ambos nos iría mucho mejor.
Di unos cuantos pasos y me volví hacia él nuevamente.
– Seamos sinceros, señor Ufford. ¿El asesinato de Groston forma parte de una trama jacobita?
El hombre se sonrojó y apartó la cara.
– ¿Cómo queréis que lo sepa?
– Vamos, señor, todo el mundo sabe que tenéis tendencias jacobitas. He oído decir que los que de verdad tienen el poder en ese movimiento os evitan, pero yo no lo creo. Me sería de cierta utilidad si pudierais iluminarme sobre este asunto.