Выбрать главу

– ¿Y qué os hace pensar que tengo algo que ver con ese movimiento noble y justificado?

– No me interesan los juegos, os lo aseguro. Si sabéis algo, os agradecería que me lo dijerais.

– No puedo deciros nada -dijo con una sonrisa afectada, lo que evidentemente significaba que sabía más de lo que decía.

¿Qué hacer? Sin duda el hombre pensaba que estaba participando en algo grandioso, pero no conocía nada bien las reglas de aquel juego. En mis tiempos me las he visto con asesinos y ladrones, con ricos terratenientes y hombres influyentes. Pero los jacobitas eran algo muy distinto. No solo eran hombres que mintieran cuando era necesario. Ellos vivían en una maraña de engaños, se ocultaban en rincones oscuros, se disfrazaban, iban y venían sin ser vistos. Y eso lo demostraba sobre todo el hecho de que siguieran vivos. No me consideraba en modo alguno un adversario que les igualara en astucia. Sin embargo, me tenía por más que igual a Ufford, y mi paciencia con él se estaba agotando. Así que decidí informarle, aunque solo fuera un poco, de las posibles consecuencias de mi impaciencia. Es decir, le abofeteé.

No le pegué muy fuerte, pero por su expresión se hubiera dicho que le había golpeado con un hacha. El hombre enrojeció y sus ojos se humedecieron. Pensé que iba a echarse a llorar.

– ¿Qué habéis hecho? -me preguntó levantando las manos como si con aquello pudiera detener otro golpe.

– Os he pegado, señor Ufford, y volveré a hacerlo con bastante más fuerza si no sois sincero conmigo. Debéis comprender que todo el mundo quiere mi muerte, y eso es así por el asunto en el que vos me metisteis. Si sabéis más de lo que decís, haríais bien en decírmelo, porque habéis despertado mi ira.

– No volváis a pegarme -dijo, encogido como un perro apaleado-. Os diré lo que queréis saber… lo mejor que pueda. ¡Dios me ampare! Si casi no sé nada. Miradme, Benjamin. ¿Os parezco un genio del espionaje? ¿Os parezco un hombre con el oído de los grandes intrigantes?

Desde luego, no lo parecía.

Debió de intuir que reconocía su ineptitud, pues respiró hondo y bajó los brazos.

– Sé algunas cosas -dijo asintiendo con el gesto, como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que debía proseguir. Se llevó una mano a la cara y tocó con cautela la piel ligeramente enrojecida-. Sé un poco, es cierto, porque es posible que tenga ciertas simpatías que…, bueno, de las que es mejor no hablar. Ni siquiera aquí. Pero hay un café cerca del Fleet donde suelen reunirse los hombres con ideas parecidas.

– Señor Ufford, tengo entendido que en todas las calles hay cafés donde suelen reunirse hombres con ideas parecidas. Me temo que tendréis que esforzaros un poco más.

– Vos no lo entendéis -dijo-. No os estoy hablando de una casa de ginebra donde va cualquier desgraciado a beber como un cosaco y a hacer ver que sabe de política. Ese lugar, El Oso Durmiente, es adonde van los hombres importantes. Lo que vos queréis saber… bueno, seguro que allí alguien puede explicároslo.

– ¿Podéis darme un nombre? ¿Alguien con quien pueda hablar?

Él meneó la cabeza.

– Yo mismo no he ido nunca. No es lugar para alguien como yo. Solo sé que es importante para la causa. Tendréis que arreglároslas solo, Benjamin. Y, por favor, por el amor de Dios, dejadme en paz. He hecho cuanto he podido por vos. No me pidáis más, no me molestéis más.

– ¿Que habéis hecho cuanto habéis podido por mí? -protesté-. Desde luego; me habéis metido en esa intriga jacobita vuestra. Solo os ha faltado ponerme la soga al cuello.

– ¡No podía imaginar que llegaría a tanto! -gritó-. No podía saber que esos hombres me amenazaban por culpa de mis intereses políticos.

– Puede que no -dije-, pero tampoco me habéis ofrecido ayuda. Sois un necio, señor… una persona que se mete en cosas que le van demasiado grandes. Y cuando uno se mete en asuntos que le van grandes, siempre acaba poniéndose en evidencia.

– Por supuesto, por supuesto -musitó.

No me cabía duda de que Barber, su sirviente, había ido a buscar ayuda para su señor, así que me alejé de la casa tan deprisa como pude.

Mientras me dirigía a El Oso Durmiente se hizo de noche. El Oso Durmiente estaba situado en el primer piso de una bonita casita a la sombra de la iglesia de Saint Paul. El interior estaba bien iluminado, y había mucha animación. Casi todas las mesas estaban ocupadas, y en algunas había incluso demasiada gente. Había allí hombres de clase media, o quizá más alta, con su comida y su bebida, enzarzados en animada conversación. No vi ninguna representante del sexo débil, salvo una mujer demacrada y muy entrada en años que les servía.

Mi sencilla manera de vestir encajaba allí tanto como podía esperar, pero aun así al instante descubrí que todos los ojos se volvían hacia mí con intenciones asesinas. Yo, que no soy hombre que se amilane por un recibimiento frío, me dirigí a grandes zancadas hasta la barra y pedí al tabernero, un tipo inusualmente alto, una jarra de algo fresco.

Él me miró airado y me sirvió la bebida, aunque pensé que me habría entendido mal, pues lo que me dio estaba caliente y sabía como las sobras del día anterior. Me volví hacia el hombre y, dejando a un lado la desagradable bebida, pensé en charlar un poco con él, aunque por la mirada severa de sus ojos vi que no era de naturaleza habladora. Así pues, cogí mi pinta y me instalé en una de las pocas mesas que había vacías.

Me senté, sujetando mi jarra pero sin atreverme a beber, por mi propia salud. Algunos de los hombres que había a mi alrededor retomaron sus conversaciones en voz muy baja, aunque intuí que ahora hablaban de mí. Otros me miraban con gesto perverso. Permanecí de aquella guisa solo un cuarto de hora; entonces, un individuo se sentó a mi lado. Sería unos diez años mayor que yo, bien vestido, con unas espesas cejas blancas y peluca a juego… excesivamente larga, debo añadir, de las que ya habían pasado de moda por aquellos tiempos.

– ¿Esperáis a alguien, amigo? -me preguntó con un marcado acento irlandés.

– He entrado para quitarme el frío de la calle -le dije.

Él sonrió y alzó la poblada línea de su frente.

– Bueno, hay muchos sitios por aquí donde se puede hacer eso, pero, como ya habéis visto, aquí dentro hace un poco de frío, no sé si me entendéis. Me parece que en el Tres Galeses, calle abajo, sirven un estofado de cordero riquísimo y tienen un vino calentado con especias que va de maravilla para el frío. Seguro que allí seréis bien recibido.

Miré a mi alrededor.

– Creo que el dueño del Tres Galeses os estaría muy agradecido por vuestros elogios, pero me parece que este local no es privado. El cartel de fuera lo anuncia como un café público. ¿Por qué no puedo beber aquí?

– Los hombres que entran aquí… bueno, vienen siempre, todos ellos vienen regularmente.

– Pero me imagino que todos esos hombres tienen que haber venido una primera vez. ¿Se les dio el mismo trato que a mí?

– Tal vez vinieron con un amigo, alguien que ya venía normalmente -dijo el otro, muy alegre-. Vamos, seguro que habéis oído hablar de cafés que son de este o de aquel grupo. Nadie aquí os desea ningún mal, pero lo mejor es que os terminéis la bebida y busquéis un sitio más apropiado. Ese estofado de cordero debe de estar buenísimo.

No conseguiría nada marchándome sin más, ni tampoco me serviría de mucho quedarme y que nadie me hiciera caso. Así que supuse que aquel tipo era mi única esperanza de descubrir algo.

– En realidad -le dije-, he venido porque me han dicho que era aquí donde hay que venir si uno tiene ciertas ideas. Es decir, que estaba buscando hombres que piensen como yo, en política.

Él volvió a sonreír, pero esta vez pareció mucho más forzado.

– Ya imagino dónde habréis oído tales cosas. Hay un gran número de tabernas por toda la ciudad para las distintas tendencias políticas. Aquí… bueno, no admitimos a desconocidos, no sé si me entendéis, y no hablamos de política con ellos. No sé qué buscáis, amigo, pero no lo encontraréis aquí. Nadie os hablará ni contestará a vuestras preguntas ni os invitará a participar en la conversación. Es posible que, como habéis dicho, estéis aquí porque pensáis como nosotros. Si es el caso, os deseo lo mejor, y es posible que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. También es posible que seáis un espía, señor, y seguro que no querréis que os descubran en un lugar como este. No, desde luego.