– Decidme -dije, con la sensación de que no tenía mucho que perder-, ¿viene por aquí un tal Johnson? Me gustaría mucho conocerlo.
Mi intención había sido hablar en voz baja, pero mi voz se oyó más de lo que esperaba y, en la mesa de al lado, un sujeto hizo ademán de incorporarse, pero su compañero le puso una mano en el hombro y le obligó a sentarse otra vez.
– No conozco a ningún Johnson -dijo mi amigo irlandés, como si ni él ni yo hubiéramos notado la actitud alarmada del otro-. Habéis venido al lugar equivocado. Ahora os aconsejo que os marchéis, señor. No conseguiréis nada confundiendo a mis amigos.
Sin duda tampoco hubiera conseguido nada terminándome la bebida, así que me levanté y me fui tan dignamente como pude, aunque pocas veces en mi vida he dejado un lugar de forma más ignominiosa.
Difícilmente hubiera podido sentirme más decepcionado. Sin duda, algo podía haber salido de aquella empresa, pero había sido desairado con frialdad y no había descubierto nada de valor. Maldije mi mala suerte mientras caminaba por Paternoster Row. Fue una locura no estar más atento, pero la ira me cegaba y no vi a dos hombres que salieron del callejón para cogerme, uno por cada brazo. Los reconocí al instante… los guardias aduaneros que había visto apostados delante de la casa de Elias.
– Bueno, aquí lo tenemos -dijo uno de ellos-. Es nuestro judío, seguro.
– Creo que es nuestra noche de suerte -dijo el otro.
Traté de soltarme, pero me tenían cogido con fuerza, y supe que tendría que esperar una oportunidad mejor, si es que la había. Después de todo, solo eran dos, y tendrían que sujetarme fuertemente durante todo el camino hasta que llegaran al lugar adonde querían llevarme. De noche, las calles de Londres proporcionan un sinfín de obstáculos que podían muy bien ser la distracción que yo necesitaba. Solo era cuestión de tiempo que bajaran la guardia ante un mozo con una antorcha, un asaltante o una furcia. O podían resbalar con las bostas de un caballo o con un perro muerto.
Sin embargo, mis esperanzas se desvanecieron cuando otros dos oficiales salieron de las sombras. Mientras dos de ellos me sujetaban con fuerza, un tercero me cogió de los brazos y me los puso a la espalda, y el cuarto empezó a atarme las muñecas con un trozo de cuerda muy áspera.
Sin duda, hubiera estado perdido de no ser porque sucedió algo completamente inesperado. El irlandés, seguido por una banda de más de una docena de los ariscos tipos que estaban en el café, salió de entre las sombras.
– ¿Qué pasa aquí, caballeros? -preguntó.
– No es asunto tuyo, irlandés -dijo uno de los guardias en tono despectivo-. Lárgate.
– Pues perdona que te informe, pero sí es asunto mío. Dejad en paz a ese hombre, pues no se captura a nadie en esta calle si no es con nuestro consentimiento.
– Si no te apartas, también te llevaremos a ti, amigo -dijo el guardia.
Aquello era tener valor, porque por cada guardia había tres o cuatro de los otros, y ninguno de ellos parecía especialmente diestro para el combate. El pequeño ejército irlandés, intuyendo la debilidad de los guardias, sacó sus cuchillos al punto. Los de la aduana, muy sabiamente en mi opinión, prefirieron huir.
Igual que yo. Volví a la oscuridad del callejón y giré y giré hasta que estuve lo bastante lejos para no oír los gritos de los guardias. Desde luego, daba gracias por tan oportuno rescate, pero no tenía intención de quedarme a averiguar si me habían liberado porque me habían reconocido y querían la recompensa. O quizá odiaban a los de aduanas más que a los desconocidos. Pero, como he dicho, no sentí la suficiente curiosidad para arriesgarme a conocer la verdad.
Habían pasado semanas desde mi fuga de Newgate y, aparte de mi encuentro con los guardias de aduanas en el exterior de la casa de Elias la primera noche, no había tenido ningún otro enfrentamiento con los representantes de la ley. Solo cabía pensar que no tenían medios efectivos para seguirme. Había ocultado mi identidad y mis movimientos tan hábilmente que, a menos que alguno de ellos tuviera una suerte extraordinaria y se topara conmigo por casualidad, poco tenía que temer del gobierno.
Sin embargo, los guardias estaban apostados en el exterior de El Oso Durmiente. Estuve dentro menos de media hora, y no era muy probable que alguno de los clientes me hubiera reconocido y hubiera avisado a los oficiales a tiempo para que se presentaran y estuvieran esperándome. Ciertamente, sobre todo cuando fueron los propios clientes quienes me salvaron de aquellos tipos. Así pues, solo podía ser que el señor Ufford, al mandarme a El Oso Durmiente, se hubiera tomado la molestia de asegurarse de que no salía libre de mi visita. Aunque estaba alterado por mi encuentro con los guardias de aduanas, sabía que debía actuar con rapidez. Ufford sabía más de lo que pensaba, y estaba decidido a averiguar aquella misma noche qué era.
Esperé hasta las dos o las tres de la mañana, cuando no había nadie en las calles y las casas estaban a oscuras. Luego me fui hasta la casa del señor Ufford y forcé una ventana de la cocina, a la que me encaramé con rapidez. La caída era desde mayor altura de lo que esperaba, pero aterricé sin percances, aunque no en silencio. Durante unos minutos me quedé inmóvil, para asegurarme de que nadie me había oído. Mientras esperaba noté el cálido roce de dos o tres gatos contra mi pierna; con un poco de suerte si alguien había oído algo lo achacaría a aquellas criaturas y no a un intruso.
Cuando pasó un tiempo prudencial -o, más exactamente, cuando estaba demasiado impaciente para seguir esperando- me incorporé, me despedí en silencio de mis nuevos compañeros felinos y me moví en la oscuridad. Recordaba bien dónde tenía Ufford su estudio, así que no me costó especialmente localizarlo, aunque la oscuridad era completa.
Me aseguré de cerrar bien la puerta al entrar y encontré un par de buenas velas de cera para encender. Ahora la habitación estaba lo bastante iluminada para buscar, aunque no supiera muy bien el qué. Empecé a revisar los papeles de sus libros, sus cajones, sus estantes, y no tardé en comprobar que iba por buen camino. A los pocos minutos encontré numerosas cartas escritas en una maraña indescifrable de letras, en algún código, obviamente, aunque fui incapaz de descifrarlo. Aun así, la sola presencia de aquel tipo de documento decía mucho. ¿Quién sino un espía necesitaría usar códigos? El descubrimiento avivó mi decisión y proseguí mi búsqueda con renovado vigor.
Lo cual me reportó buenos dividendos. Llevaba casi una hora en la habitación y había comprobado todos los papeles, archivos y libros de cuentas, sin descubrir en ellos nada que pudiera serme de utilidad inmediata. Se me ocurrió entonces hojear algunos de los grandes volúmenes que abarrotaban los estantes de Ufford.
Resultó de escasa utilidad; estaba a punto de abandonar cuando topé con un libro mucho más ligero de lo que su tamaño indicaba. Estaba hueco y cuando lo abrí encontré aproximadamente una docena de trozos de papel en los que había escrito el siguiente texto deleznable, firmado con ostentación:
Reconozco haber recibido de ____________________ la suma de____________________, que prometo devolver, con intereses, a un ritmo de____________________per annum.
Jacobus R.
Jacobus Rex, el Pretendiente. Ufford se había atribuido la tarea de recaudar fondos para la rebelión jacobita y lo había hecho con conocimiento del Pretendiente. Las facturas, firmadas por el aspirante a monarca, habían quedado a cargo del cura para que asegurara todos los fondos posibles. Cogí aquellos papeles y los examiné detenidamente. Por supuesto, era posible que fueran falsificaciones, pero, ¿por qué iba nadie a fingir tener unos documentos que podían llevarle fácilmente a la ejecución? Solo cabía pensar que, en efecto, Ufford era un agente del Pretendiente; es más, no era el personajillo pretencioso por el que todos le tenían. No, el guardián de aquellos recibos debía de ser un miembro de confianza del círculo del Caballero. La necedad y el descuido de Ufford no eran más que un disfraz para ocultar a un agente astuto y capaz.