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Apreté con fuerza aquellos recibos, y se me ocurrió la idea más fantástica. Nadie conocía la elevada posición del señor Ufford entre los jacobitas, nadie excepto yo. Sin duda, aquella información sería de gran interés para la administración, mucho más que perseguir a un cazador de ladrones por un crimen que todos sabían que no había cometido. ¿No podía cambiar la información que tenía por mi libertad? La idea no me convencía, pues a nadie le gusta un traidor, pero no le debía ninguna lealtad a Ufford… no cuando sus maquinaciones me habían puesto en aquella situación. Le debía mayor lealtad al monarca. Y no informar de lo que sabía hubiera podido considerarse un imperdonable acto de negligencia.

– O quizá de lealtad al verdadero rey.

Debí de decirlo en voz alta, emocionado por las pruebas que había descubierto. Ni vi ni oí a los hombres que entraron en la habitación. Había actuado con descuido y necedad, seducido por las posibilidades que abrían mis hallazgos. Al darme la vuelta, me encontré ante tres hombres: Ufford, el irlandés de El Oso Durmiente y un tercero. No lo conocía, pero había algo que me resultaba familiar en aquel rostro anguloso, las mejillas hundidas y la nariz ganchuda. Tendría treinta y pico, puede que más, y aunque vestía con ropas poco llamativas y llevaba una peluca de rizos corta y barata, había algo imponente en su porte.

– Sin duda -dijo el irlandés-, no cambiaríais la vida de otro hombre por vuestra propia comodidad.

– Diría que es una pregunta retórica -comentó Ufford. Se adelantó y me quitó los recibos de las manos-. Benjamin no tendrá ocasión de compartir lo que sabe con nadie.

El irlandés meneó la cabeza.

– Bueno, no podrá compartir las pruebas, eso desde luego. Sin embargo, no me gustaría que pensara que queremos hacerle daño.

– Oh, no -dijo el tercer hombre con voz patricia, enfatizando cada sílaba-. No, admiro demasiado al señor Weaver para pensar siquiera en la posibilidad de actuar en contra de sus intereses.

Entonces reconocí su rostro, pues lo había visto cientos de veces… en pancartas, panfletos, libelos. En aquella habitación, a menos de cinco metros de mí, estaba el Pretendiente, el hijo del depuesto Jacobo II, el hombre que se convertiría en Jacobo III. Yo poco sabía sobre la planificación de revoluciones y usurpaciones, pero la situación de su majestad (actual) el rey Jorge debía de ser realmente apurada cuando el otro había puesto pie en Inglaterra.

Me encontraba en un domicilio particular con el mismísimo Pretendiente y quienes debían de ser dos destacados jacobitas. Nadie sabía que estaba allí. Podían cortarme el pescuezo fácilmente y llevarse mi cuerpo en una caja. Sin embargo, mi mayor preocupación no era mi seguridad, sino el decoro: no sabía cómo dirigirme al Pretendiente. Por otra parte, me pareció que estaría más seguro si actuaba como si no lo hubiera reconocido.

Sin embargo, Ufford no estaba dispuesto a colaborar.

– ¿Estáis loco? Ha visto a su majestad. No podemos dejar que se vaya.

El irlandés cerró los ojos un momento, como si considerara algún gran misterio.

– Señor Ufford, debo pediros que esperéis fuera y nos dejéis solos un momento.

– Os recuerdo que esta casa es mía -replicó él.

– Por favor, salid, Christopher -dijo el Pretendiente.

Ufford hizo una reverencia y se retiró.

Cuando cerró la puerta, el irlandés me dedicó una sonrisa, divertida.

– He llegado a la conclusión -dije- de que sois el hombre al que llaman Johnson.

– Es uno de los nombres que utilizo -dijo. Sirvió tres vasos del madeira del señor Ufford y, tras entregarle al Pretendiente el suyo, me puso uno en la mano y se plantó frente a mí-. Estoy seguro de que ya habéis deducido que con nosotros tenemos a su majestad, el rey Jacobo III.

Sin haber recibido ningún tipo de entrenamiento en estas cuestiones, hice una reverencia ante el Pretendiente.

– Es un honor, alteza.

Él asintió levemente con el gesto, como si aprobara mi comportamiento.

– He oído muchas buenas cosas de vos; el señor Johnson me ha mantenido informado de vuestras acciones. Me ha dicho que habéis caído víctima del gobierno de un cerdo alemán usurpador.

– Soy víctima de algo, eso es seguro. -Me pareció más prudente no decir que había llegado a la conclusión de que era la víctima de sus maquinaciones. Es el tipo de comentario que no te ayuda a hacer amigos.

Él negó con la cabeza.

– Detecto cierta suspicacia por vuestra parte. Permitid que os diga que es infundada.

– Esperaba más de vos, Weaver -dijo Johnson-. Los whigs quieren haceros creer que intrigamos contra vos, y sois tan necio que lo creéis. Sin duda recordáis que los testigos contratados para que testificaran contra vos trataron de vincularos a un misterioso desconocido llamado Johnson. ¿Necesitáis mayor evidencia de que los whigs querían convertiros en un agente jacobita para que hicierais de chivo expiatorio? Solo que vuestra inteligente huida lo evitó.

No podía negar lo que decía. Sin duda alguien había querido hacerme pasar por jacobita.

– He seguido vuestro juicio con interés -prosiguió-, como siempre que un miembro útil y productivo, ¿debo añadir heroico?, de nuestra sociedad es aplastado por un ministerio corrupto y sus esbirros. Puedo aseguraros que nunca ha sido el objetivo de su majestad o sus agentes que sufrierais ningún daño. Lo que habéis presenciado es una conspiración whig, pensada para eliminar a sus enemigos, culpar a sus rivales e influir en las elecciones desviando la atención de los votantes de un escándalo financiero perpetrado en las más altas esferas.

Miré al Pretendiente.

– No sé si puedo hablar libremente -dije.

Él rió con una risa regia y condescendiente.

– Podéis hablar como gustéis. He pasado la vida envuelto en una trama o en otra. Oír de una más no me hará ningún daño.

Yo asentí.

– Entonces debo decir que pensaba que los responsables de la muerte del tal Groston y de los falsos testimonios contratados para mi juicio eran agentes jacobitas.

Él rió con suavidad.

– ¿Por qué clase de personas nos tomáis? ¿Por qué íbamos a querer perjudicar a esos hombres… o a vos? Las notas dejadas en la escena del crimen forman parte de una farsa muy bien urdida. Proclaman que vos cometisteis esos actos innombrables en nombre del verdadero rey, pero están escritas de tal forma que se note que es mentira, de modo que parezca que es una trama jacobita pensada para descubrir a los whigs. En realidad, es una trama de los whigs. La gente nos cree capaces de ese tipo de engaño, pero se equivoca. ¿Qué habéis hecho, señor Weaver, para que sepamos de usted o nos importe lo bastante para asesinar a tres… ¡no, a cuatro! hombres para perjudicarle?

– No puedo contestar a eso, pero tampoco sabría decir por qué iban a querer algo así los whigs.

– ¿Queréis que os lo diga yo? -preguntó Johnson.

Di un buen trago de mi vaso y me incliné hacia delante.

– Os lo ruego.

– El señor Ufford os contrató para que descubrierais a los hombres que pretendían perturbar su tranquilidad y el ejercicio de sus libertades tradicionales como cura de la Iglesia anglicana. No pretendía que os vierais implicado en semejante nido de víboras, pero eso es lo de menos, porque estáis atrapado. Pero las personas que quieren silenciar a Ufford son las que quieren destruiros… Básicamente, Dennis Dogmill y su perro faldero, Albert Hertcomb.