– Pero ¿por qué? No dejo de volver una y otra vez a ese hombre, y aún no he averiguado por qué iba a querer Dogmill tomarse tantas molestias.
– ¿No es evidente? Estabais tratando de descubrir quién enviaba esas notas al señor Ufford. Si descubríais que procedían de Dogmill, eso lo habría destruido, Hertcomb quedaría desacreditado y los whigs perderían en las elecciones de Westminster. En vez de eso, astutamente quitó un obstáculo de en medio, a ese pobre Yate, y echó la culpa a un enemigo. Sí, yo soy responsable de que el asunto haya adoptado un cariz tan político a causa de mis esfuerzos por exponer vuestra causa ante la opinión pública, pero esa es toda nuestra implicación en vuestros asuntos. Y si he animado a los periódicos simpatizantes a elogiar vuestras acciones, que ciertamente son dignas de alabanza, y a señalar las amenazas de los whigs a las que os enfrentáis, unas amenazas muy reales, no creo que se me pueda reprochar.
– Si los jacobitas son mis amigos, ¿por qué ha tratado Ufford de acabar conmigo esta noche?
El Pretendiente negó con la cabeza.
– Ha sido un error lamentable. Temía que os acercarais demasiado a lo que no debíais saber, así que decidió actuar. Cuando supe lo que había hecho, le pedí a Johnson que se asegurara de que no cayerais en manos de los whigs.
– E hice todo lo posible.
Yo asentí, pues lo que decía era la verdad.
– Entonces, debéis confiar en mí y aceptar mi interpretación de los hechos -prosiguió Johnson.
La teoría de Johnson resistía el envite de la lógica, pero seguía sin convencerme. ¿De verdad podía ser Dogmill tan necio para creer que iría resignadamente a la horca? Por lo que había visto de él, aunque fuera una persona violenta e impulsiva, también era un maquinador frío, y sin duda sabía lo bastante para no esperar que cooperara en mi propia muerte.
– Tengo la sensación de que tiene que haber algo más.
Johnson negó con la cabeza.
– Tal vez no estéis familiarizado con un principio que se conoce como navaja de Ockham, y que dice que la teoría más simple es casi siempre la correcta. Podéis pasaros la vida buscando la verdad, si queréis, pero es lo que acabo de deciros.
– Bien podría ser como decís. Debéis saber que yo mismo he llegado a las mismas conclusiones muchas veces, pero necesito demostrarlo para poder aceptar su veracidad y convencer a otros.
– Es lamentable, pero tal vez jamás lo consigáis. Dogmill es una bestia traicionera, y no cederá pruebas recriminatorias fácilmente. Ya habéis presentado vuestro caso ante la ley, y esta ha demostrado que no le interesa la justicia. A la vista de lo cual, temo que hayáis emprendido un camino que, aunque honorable, podría acarrearos la muerte. -Hizo una pausa para dar un sorbito a su vino-. Pero tenéis otra posibilidad.
– ¿Ah, sí?
– Me gustaría ofreceros un puesto a mi servicio -me dijo el Pretendiente-. Os habré sacado del país antes de la noche de mañana. Hay mucho que hacer en el continente, y podríais actuar sin miedo a la ley. ¿Qué decís? ¿No es ya hora de que ceséis en vuestros nobles esfuerzos por lograr que un sistema corrupto reconozca la verdad? ¿No sería mejor ayudar a instaurar un nuevo orden de justicia y honradez?
– Por favor, no os toméis esto como un insulto, alteza, pero no puedo actuar en contra del actual gobierno -dije fríamente.
– He oído esto otras veces, y me sorprende que alguien como vos, que ha sufrido los caprichos de hombres malvados, se muestre tan reacio a dar la espalda a esos mismos hombres.
– Teméis que os acusen de traidor -dijo Johnson-. ¿Cómo puede ser traición servir a quien es su verdadero soberano? Estoy seguro de que conocéis la historia de este reino lo bastante bien para no necesitar un discurso, solo quería señalaros que nuestro verdadero monarca fue expulsado de su trono por una panda de whigs sedientos de sangre que le hubieran servido con la misma insolencia con que sirvieron a su padre cuando le cortaron la cabeza. Bien, a causa de un odio e intolerancia que el rey ha elegido perpetuar, una intolerancia que debe de resultar particularmente odiosa a los judíos, han otorgado la corona a un príncipe alemán sin ninguna relación con estas islas ni conocimiento del idioma inglés, y sin otra cosa en su favor que el hecho de que no es de religión católica. ¿No son los partidarios de los whigs los verdaderos traidores?
Respiré hondo. No puedo decir que no me tentara. Este reino había pasado por tantos cambios y altibajos en el último siglo que sin duda podía haber otro. Si el Pretendiente tenía éxito y conseguía hacerse con el trono y yo apostaba por él, ¿no ganaría, y mucho, por mis esfuerzos? Pero eso no era suficiente incentivo.
– Señor Johnson, no me tengo por un pensador político. Solo puedo decir que mi pueblo ha tenido una acogida inusualmente buena en este país, y sería una tremenda ingratitud rebelarme contra su gobierno, incluso si algunos de sus miembros tratan de perjudicarme. Comprendo vuestra causa, señor, y simpatizo con la profundidad de vuestras creencias, pero no puedo hacer lo que tan amablemente me pedís.
El Pretendiente negó con la cabeza.
– No pretendo ser crítico, señor Weaver, pues tal es la condición de todos los hombres. Pero creo que preferiríais vivir esclavizado a un amo a quien conocéis que arriesgaros a ser libre con uno nuevo. Es triste que una persona como vos sea incapaz de dejar el yugo de la esclavitud. Podéis confiar en que no hay ninguna mala voluntad por mi parte. Cuando se me devuelva al lugar que me corresponde, os ruego que me visitéis. Seguiré teniendo un sitio para vos.
Correspondí a sus palabras con una reverencia y el Pretendiente abandonó la habitación.
Johnson meneó la cabeza.
– Su majestad es más generosa y comprensiva que yo, pues yo os diría a la cara que vuestra decisión es una necedad. Ya imaginaba que diríais esto, pero su majestad deseaba haceros su oferta, y la ha hecho. Quizá llegará el día en que cambiaréis de opinión. Obviamente, ya sabéis dónde encontrar a los nuestros, así que si decidís uniros a nuestras filas no necesitáis mantenerlo en secreto. Entre tanto, os ruego que no repitáis nada de lo que habéis visto y oído aquí esta noche. Si no deseáis poneros de nuestro lado, confío en que sabréis estar agradecido por haber podido conservar vuestra libertad.
Dicho esto calló. En la habitación solo se oían nuestras respiraciones y el tictac del gran reloj.
– ¿Eso es todo? -pregunté con incredulidad-. ¿Vais a dejarme marchar?
– No tengo forma de evitarlo si no es por medios que me resultarían desagradables. Además, su majestad abandonará estas tierras en unas pocas horas, así que poco daño haríais si contáis lo que habéis visto… aunque os pido encarecidamente que no lo hagáis. Os deseo buena suerte en vuestra búsqueda de la justicia, señor, pues sé que cualquier empresa que os propongáis será en el interés del verdadero rey.
Por más improbable que pareciera, el señor Johnson pensaba dejarme marchar, aunque ahora tenía información suficiente para destruir al señor Ufford. Información, pero no las pruebas que me permitieran demostrarla. Pocas veces me he sentido más protegido que cuando salí de aquella casa, pues nadie salió de las sombras para cortarme el pescuezo, y la mayor dificultad que tuve para volver a casa fue encontrar un carruaje que me llevara hasta allí.
Me dormí maravillado ante la idea de que Ufford me dejara pisar el mismo suelo que él sabiendo lo que sabía, pero pronto descubrí que no tenía intención de hacer nada semejante. No tardé en enterarme de que, el día después de mi encuentro con Johnson, Ufford abandonó las islas -alegando problemas de salud- y se instaló en Italia. En realidad, fue a Roma, la misma ciudad donde residía el Pretendiente.