18
Con el inicio de las seis semanas de elecciones encima, decidí desplazarme a Covent Garden y presenciar el desarrollo del día inaugural. Con frecuencia estos acontecimientos tienen el tono festivo de un desfile o la fiesta de un alcalde y, al menos, sabía que me serviría de entretenimiento.
Había escrito a Elias pidiéndole que se reuniera conmigo y, puesto que estábamos en un lugar público, preferí no aparecer ni como Weaver ni como Evans; resucité la librea de lacayo para la velada. Ya había pasado el tiempo suficiente desde que utilicé aquel disfraz, y pensé que podía vestirlo confiado, al menos durante unas horas.
Nos reunimos en una taberna, para poder discutir con mi amigo la información que había conseguido recientemente. Sin embargo, Elias pareció muy irritado al verme.
– Me arrepiento de haber inventado el personaje de Matthew Evans -me dijo-. No puedo visitar a ninguno de mis pacientes sin tener que escuchar que es el hombre más interesante de Londres. Le estaba administrando un enema a una bella criatura, la hija de un duque, y lo único que hacía era hablar de Matthew Evans. Lo había visto en el teatro. Lo había visto en la asamblea. Casi no le hizo ni caso a su pobre cirujano.
– Si tienes a una joven dama mostrándote las posaderas y no eres capaz de llamar su atención, no me culpes por ello.
Él tosió contra el puño para disimular la risa.
– Bueno, hablemos de tu situación. ¿Alguna novedad?
– Unas cuantas -dije, y procedí a explicarle todo lo que había sucedido.
Él me miró con incredulidad.
– ¡El Pretendiente ha estado en Londres! Debemos informar al gobierno enseguida.
– Prometí que no lo haría.
– Por supuesto que prometiste que no lo harías. ¿Qué ibas a decir? ¿Os traicionaré, por favor dejadme ir para que pueda hacerlo enseguida? Tu palabra no sirve en un caso así.
– Para mí sí. Y ya se ha ido, o sea que ¿qué más da?
– Importa porque si está dispuesto a arriesgarse a venir aquí, sólo puede ser para buscar apoyo para un levantamiento inminente. El ministerio debe ser informado enseguida.
– El ministerio se prepara a diario para un levantamiento. Pasará perfectamente sin nuestra información. No pienso arriesgarme y decirle a un gobierno, que está tratando de matarme, que debe prepararse para una crisis que se está gestando.
– Quizá tengas razón -dijo Elias, pensativo-. ¡Maldita sea! Ojalá pudiera contar todo esto a mis amigos. Me convertiría en el hombre más importante en los cafés.
– Pues tendrás que vivir sin ser el héroe de los cafés, ¿no crees?
– Por supuesto -dijo él tímidamente-. Pero lo que me has dicho lo cambia todo. A pesar de lo que te dijeron en casa de Ufford, estás en un grave, gravísimo peligro. Los jacobitas te han tolerado porque les eras útil, pero fisgonear en sus estudios, descubrir patrocinadores secretos para una invasión y visitar clandestinamente al Pretendiente… bueno, es el tipo de actividad que los pone nerviosos. Debes tener cuidado o acabarás como Yate o los testigos de tu juicio.
– ¿Qué propones?
Respiró hondo.
– Mira, Weaver. No esperes que ninguna de esas personas te diga la verdad. Aunque ese irlandés, Johnson, sea amable contigo, no significa que esté siendo sincero.
– No, pero podía haberme hecho daño y no lo hizo.
– Solo porque cree que puedes serle útil. Pero te hará todo el daño que quiera si decide que ya no lo eres.
– Lo sé.
– Entonces harías mejor aceptando que toda esta intriga de los jacobitas no es más que una distracción para ti. Estás poniendo todo tu empeño en descubrir qué hay realmente tras la muerte de Yate.
– ¿Y no tendría que hacerlo?
– Supongo que sí, pero para lograr un fin, no como fin en sí mismo.
– Y supongo que el fin es político.
Él sonrió.
– Veo que, después de todo, sí has aprendido algo.
Cuando llegamos a la plaza de Covent Garden, ya había allí miles de electores y observadores; muchos de ellos lucían los colores de su candidato, y muchas otras personas solo habían ido para divertirse. La multitud se mostraba alegre y sombría a la vez, como suele estarlo la chusma en Londres. Aquella gente se deleitaba en el espectáculo, pero siempre había en ella una inexplicable amargura, como si aquello no fuera tan maravilloso como querían y no los arrancara de su pobreza, del hambre o el dolor de muelas.
Cuando nosotros llegamos, los candidatos tories estaban entrando en la plaza, después de que llegaran los whigs. Vi cientos de estandartes agitarse en el aire cuando Melbury se dirigió hacia la tribuna, y no pocos huevos y piezas de fruta. Durante su breve discurso, pareció que los tories tenían ventaja, y en más de una ocasión algún whig que hacía preguntas molestas al orador fue arrastrado por la chusma y hubo de enfrentarse a inimaginables tormentos.
Elias rió levemente ante mi sorpresa.
– ¿Nunca habías presenciado un proceso de elecciones?
– Supongo que sí -dije-, pero nunca lo había imaginado como un espectáculo. Puesto que no tengo derecho a voto, jamás me había planteado su importancia política. Y ahora que lo hago, todo esto me parece absurdo.
– Es absurdo, desde luego.
– ¿No te parece mal que la nación elija a sus líderes de esta forma? Vaya, esto es más peligroso que la feria de Bartholomew o una fiesta del alcalde.
– No hay mucha diferencia entre esto y un espectáculo de marionetas, solo que aquí en vez de dar golpes en la cabeza a unos muñecos se los dan a gente de verdad. Aunque al menos se han reunido miles de personas que tienen algo que decir en la elección. ¿Preferirías una ciudad como Bath, donde los parlamentarios son elegidos por un pequeño grupo de hombres en torno a un pollo asado y un buen oporto?
– No sé qué prefiero.
– Pues yo prefiero esto -me dijo-.Al menos es entretenido.
Y así, con la cantidad obligada de violencia, empezaron las elecciones. Qué extraño, pensé, que mis esperanzas dependieran de un hombre a quien había odiado sin conocerlo. Pero era cierto, lo mejor para mí era que Griffin Melbury triunfara. Por tanto, no fue poca mi satisfacción cuando, a la mañana siguiente, en un café, escuché los resultados del recuento del día anterior: señor Melbury, 208 votos; señor Hertcomb, 188. El hombre a quien despreciaba y que se presentaba por un partido en el que no confiaba había ganado el primer día y, aunque hubiera debido desearle lo peor, las circunstancias habían querido que me alegrara de su victoria.
No habían pasado ni dos días -dos días en los que Melbury superó a los whigs en las urnas-, cuando Matthew Evans recibió una nota que me resultó totalmente deliciosa. El propio señor Hertcomb me escribía para invitarme a reunirme con un grupo de amigos -entre los que estaba la señorita Dogmill- para una velada en el teatro la noche siguiente. Me pareció que la señorita Dogmill no era una mujer tan osada como para iniciar una relación por carta con un hombre, aunque me hubiera gustado que no se dejara limitar por tales restricciones. Escribí al señor Hertcomb enseguida, diciendo que aceptaba encantado.
El candidato whig llegó a mi casa ataviado con un traje de un vistoso tono azul, animado por unos enormes botones dorados. Me sonrió tímidamente y le invité a tomar un vino antes de irnos. Si le preocupaba en algo que los tres primeros días de elecciones hubieran beneficiado a Melbury, no se notaba.
– Confío en que no habrá ocas por aquí cerca, señor -dijo en tono travieso, divertido aún por los sucesos acaecidos dos semanas atrás.
– Todas están libres, os lo aseguro -repliqué. Intuí enseguida que Hertcomb, que rabiaba bajo el duro yugo del señor Dogmill, se deleitaba especialmente con la actitud desafiante que yo le mostraba. Tal vez nunca había visto a un hombre provocarlo tan descaradamente, y quizá aquella afabilidad suya era su forma de rebelarse contra Dogmill. O, quién sabe, tal vez fuera una suerte de espía al servicio de Dogmill. En cualquier caso, yo sabía que podía recibir como amigo a aquel hombre… sin tener por ello que bajar la guardia.