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– Maldito sea Melbury -exclamó otro-. ¡Malditos sean los tories, papistas, jacobitas!

A todo esto, Hertcomb empezó a ponerse del color de un queso viejo, y agachó la cabeza sobre el pecho. Lo último que quería era que una multitud encendida de tories lo reconociera. No puedo decir que se lo reproche. Cuando vi que las piezas de fruta empezaban a volar, cogí a la señorita Dogmill del brazo.

– ¡Creo que es hora de que os lleve a un lugar menos peligroso!

Ella rió amablemente a mi oído.

– Oh, quizá el señor Hertcomb tiene razón al querer pasar desapercibido, pero nosotros no tenemos de qué preocuparnos. En las Indias Occidentales quizá el público no sea tan ruidoso, señor Evans, pero aquí es algo habitual.

Ahora había grupos de espectadores que peleaban. La mitad maldecía al señor Melbury, y la otra mitad al señor Hertcomb. El famoso autor de comedia de Drury Lane, el señor Colley Cibber, salió al escenario con la esperanza de aplacar los ánimos, pero sus esfuerzos fueron recibidos con una lluvia de manzanas. El partido de Hertcomb llevaba las de perder, y sus voces empezaban a apagarse entre los partidarios de Melbury.

Entonces oí algo que me llegó al alma.

– Dios bendiga a Griffin Melbury -gritó un hombre-, y Dios bendiga a Benjamin Weaver.

Parece que los elogios que Johnson había colocado en los periódicos tories sobre mí habían hecho efecto. Al poco, el grito, que acabó prácticamente con los partidarios de Hertcomb, era «¡Melbury y Weaver!», una y otra vez, como si nos presentáramos juntos a los Comunes. Melbury seguía en pie, saludando a la multitud, disfrutando anticipadamente de la victoria, mientras Hertcomb trataba de esconder el rostro entre las manos. Ahora los gritos iban acompañados con golpes de los pies, y el edificio entero temblaba al ritmo de aquel alboroto.

– ¿Estáis segura de que no hay motivo de alarma? -le pregunté a la señorita Dogmill. He estado entre públicos tumultuosos muchas veces, y sabía cuándo una multitud empieza a volverse peligrosa. Melbury había dejado de saludar y trataba de aplacar a la chusma, pero ya no le interesaba. Por los aires volaban frutas, periódicos, zapatos y sombreros, como chispas en un espectáculo de fuegos artificiales. El alboroto estaba en su momento álgido.

– No -dijo la señorita Dogmill, aunque ahora la voz le temblaba-. No estoy segura. Ciertamente, empiezo a temer por la seguridad del señor Hertcomb, y puede que incluso por la mía propia.

– Entonces vamos -dije.

El resto de nuestros compañeros estuvieron de acuerdo, y abandonamos el lugar de forma precipitada, aunque ordenada, junto con la mayoría de los ocupantes de los otros palcos. Si los bellacos del patio de butacas querían destrozar el teatro, allá ellos. Hubo muchos comentarios sobre la insumisión de las clases bajas, sentimiento con el que Hertcomb se mostró totalmente de acuerdo asintiendo con la cabeza, aunque con la cara oculta en un pañuelo.

Puesto que nuestros planes para la velada habían quedado interrumpidos de forma prematura, se discutió adónde ir a continuación. La noche era inusualmente cálida para la época, así que todos estuvimos de acuerdo en cenar al aire libre en un jardín en Saint James. Fuimos hasta allí y disfrutamos de un buen plato de ternera y ponche caliente rodeados de antorchas.

Hertcomb llevó su infortunio con una habilidad que hubiera impresionado a los actores de Drury Lane. Aunque miraba en dirección a la señorita Dogmill al menos dos o tres veces cada minuto, se consoló con una de sus acompañantes, una criatura vivaracha con el pelo de color marrón y nariz larga y delgada. No era la joven más bella de la ciudad, pero desde luego era amable, y vi que Hertcomb encontraba en ella más cosas que le gustaban con cada vaso de ponche que tomaba. Cuando le puso el brazo alrededor de la cintura y gritó que la querida Henrietta (aunque se llamaba Harriet) era su verdadero amor y la mejor joven del reino, dejé de preocuparme por sus sentimientos.

Conforme Hertcomb caía en un delicioso y seguro estupor, me permití relajarme y disfrutar yo también. Mientras charlábamos, descubrí que la conversación de la señorita Dogmill era agradable, si bien poco destacable. Ninguno de ellos tenía el menor interés por conocer mi vida, salvo algunos pequeños detalles; me complació mucho tener que decir tan pocas mentiras en el transcurso de la velada. En lugar de eso, arropado por la calidez de la comida y la bebida, las antorchas del jardín y la proximidad del cuerpo de la señorita Dogmill, casi me convencí de que aquella era mi vida, de que era Matthew Evans y nadie me desenmascararía en el futuro. Ahora sé que fui excesivamente optimista, pues iban a desenmascararme muy pronto.

Tal vez de haber disfrutado menos de la bebida no hubiera permitido que pasara nada semejante, pero tras los acontecimientos de aquella tarde me encontré viajando a solas con la señorita Dogmill en su carruaje. Ella había aceptado llevarme a mi casa y yo supuse que otras personas vendrían con nosotros, pero me quedé a solas con ella en la oscuridad del coche.

– Vuestro alojamiento está muy cerca de mi casa -dijo-. Quizá os gustaría venir primero a mi casa y tomar un refrigerio.

– Me encantaría, pero me temo que a vuestro hermano no le agrade mi visita.

– También es mi casa -dijo ella dulcemente.

Las cosas empezaban a ponerse delicadas. Hacía ya un tiempo que sospechaba que la señorita Dogmill no guardaba su virtud con demasiado celo y, si bien no era un hombre que se resistiera a los atractivos de Venus, me gustaba demasiado para permitir que se comprometiera por mi culpa estando yo disfrazado. Ciertamente, no podía revelarle mi verdadero nombre, pero temí que si la rechazaba le parecería excesivamente mojigato o, puede que peor, falto de interés por sus encantos. ¿Qué podía hacer sino aceptar su ofrecimiento?

Enseguida nos retiramos a su salita y, cuando su doncella nos trajo un decantador de vino, quedamos totalmente solos. Un buen fuego ardía en la chimenea, y había dos candelabros encendidos, pero aun así estábamos en penumbra. Yo había tenido la cautela de ocupar un asiento frente a la señorita Dogmill, que estaba sentada en el sofá, y lamenté no poder verle bien los ojos cuando hablábamos.

– He sabido recientemente que hicisteis una visita a mi hermano en el juego de los gansos -me dijo.

– Tal vez no esté entre mis acciones menos provocativas -confesé.

– Sois un misterio, señor. Sois tory y, no obstante, buscáis la ayuda de un gran whig cuando llegáis a la ciudad. Él os rechaza y sin embargo os presentáis cuando es evidente que eso lo enfurecerá.

– ¿Y eso os molesta? -pregunté.

Ella rió.

– No, me divierte. Quiero a mi hermano, y siempre ha sido bueno conmigo, pero sé que no siempre es bueno con los demás. Con el pobre señor Hertcomb, por ejemplo, a quien trata como a un lacayo borracho. No puedo sino sonreír cuando veo a un hombre que no vacila a la hora de plantarle cara. Pero también me desconcierta.

– No puedo justificar del todo mis caprichos -dije a modo de explicación-. Erigirme en defensor de aquel ganso me pareció lo correcto en aquel momento. Lo cual no significa que no pueda sentarme a una mesa y comerme con gran placer una buena porción de ganso.

– ¿Sabéis, señor Evans? Habláis de vuestra vida mucho menos que ningún hombre que haya conocido.

– ¿Cómo podéis decir eso? ¿No acabo de exponeros mi opinión sobre hombres y gansos?

– Sin duda, pero me interesa mucho más el hombre que el ganso.

– No deseo hablar de mí. No cuando hay alguien tan interesante como vos en la habitación. Me complacería mucho más saber de vos que oírme hablar a mí mismo de cosas que conozco muy bien.

– Ya os he hablado de mi vida. Pero vos os mostráis reservado. No sé nada de vuestra familia, vuestros amigos, vuestra vida en Jamaica. A la mayoría de los hombres que viven de la tierra les encanta hablar de sus propiedades y sus negocios, pero vos no decís nada. Porque, si yo os preguntara las dimensiones de vuestra plantación, dudo que fuerais capaz de decírmelas.