Miré al señor Dogmill y le dediqué mi sonrisa más encantadora. Por supuesto, lo hice para mofarme. El tipo estaba en un aprieto. Llegados a este punto, cualquier hombre de carácter me hubiera retado en duelo, pero yo ya sabía que no se arriesgaría a provocar un escándalo hasta después de las elecciones.
Dogmill parecía un gato acorralado por un perro que ya estaba salivando.
Se volvió hacia un lado y hacia el otro. Trató de pensar una forma de salir de aquel entuerto, pero no se le ocurrió nada.
– Marchaos. Resolveremos este asunto cuando hayan terminado las elecciones.
Yo sonreí una vez más.
– Bueno, solo un tunante no hubiera quedado satisfecho ante tan amable disculpa -dije a los presentes-, así que acepto las palabras conciliadoras del señor Dogmill. Y ahora, caballeros, quizá podrían marcharse y dejar que la señorita Dogmill y yo sigamos nuestra conversación.
Solo ella, según pude ver, rió de mi sarcasmo. Los amigos del señor Dogmill parecían mortificados, y los músculos de este se tensaron tanto que casi se cae al suelo de un ataque.
– O -propuse- tal vez lo mejor será que vuelva en otra ocasión, pues la hora es un tanto avanzada. -Me incliné ante la dama y le dije que esperaba poder verla pronto. Y con esto, me dirigí hacia la puerta; los hombres se apartaron para dejarme paso.
Tuve que ir yo solo de la sala hasta la puerta de la calle; en el camino me crucé con una bonita sirvienta de vivarachos ojos verdes.
– ¿Tú eres Molly? -le pregunté.
Ella asintió en silencio.
Le puse un par de chelines en la mano.
– Volveré a darte esta cantidad la próxima vez que tengas que informar al señor Dogmill de mi presencia y no lo hagas.
Miré en todas direcciones pero no vi ningún carruaje, y difícilmente podía esperar que Dogmill me ofreciera a su sirviente para que fuera en busca de uno; aun así, me di la vuelta para volver a entrar en la casa y pedírselo. Al volverme me encontré de frente con Dogmill. Me había seguido hasta fuera.
– No cometáis el error de tomarme por un cobarde -dijo-. Me hubiera enfrentado a vos en los términos que fueran para dejar que defendáis eso que tenéis la desfachatez de llamar honor, pero no puedo permitirme ninguna acción que perjudique al señor Hertcomb, con quien estoy asociado. Cuando las elecciones terminen, podéis estar seguro de que me pondré en contacto con vos. Entretanto, os aconsejo que os mantengáis alejado de mi hermana.
– Y si no lo hago ¿qué pasa?, ¿me vais a castigar con la amenaza de otro duelo, de aquí a seis semanas? -No puedo expresar el placer que me producía insultarle tan abiertamente.
Dio un paso hacia mí, sin duda con intención de intimidarme con su tamaño.
– ¿Queréis probarme, señor? Quizá quiera evitar un duelo en público, pero no me importaría daros una patada en el culo aquí mismo.
– Me gusta vuestra hermana, señor, y tengo intención de visitarla mientras ella lo consienta. No pienso prestar oídos a vuestras objeciones, ni toleraré más rudeza por vuestra parte.
Creo que tal vez me excedí en mi papel, pues en un visto y no visto me encontré al pie de las escaleras, tirado sobre el fango de la calle, mirando a Dogmill, que casi sonrió por mi embarazosa situación. El dolor en la mandíbula y el sabor metálico de la sangre en la boca me dijeron que era ahí donde me había golpeado; me pasé la lengua por los dientes para asegurarme de que no hubiera bajas.
Al menos en esto había buenas noticias, pues todos mis dientes seguían bien sujetos. Sin embargo, me sorprendió la rapidez del golpe de Dogmill. Sabía que era un hombre fuerte, y no podía creer que se hubiera controlado de aquella forma al golpearme. Había recibido muchos golpes semejantes en mis días de púgil, y sabía que un hombre capaz de golpear tan rápido -tanto que ni siquiera lo había visto venir- podría hacerlo con mucha más fuerza. Estaba jugando conmigo. O tal vez no quería arriesgarse a matarme. Me tenía por un rico mercader, y si me asesinaba no podría escapar a la justicia con la misma facilidad que cuando mataba a mendigos y vagabundos.
Para mí el verdadero desafío estaba en la fuerza de Dogmill. De haber sido un hombre más débil, a quien sabía que podía derrotar fácilmente, hubiera evitado sin miramientos la pelea. Me hubiera convencido de que era la decisión correcta y no hubiera pensado más en ello. Pero fue la certeza de que Dogmill podría derrotarme lo que hizo aquella decisión tan difícil, pues lo que más deseaba en el mundo era devolverle el golpe, y desafiarlo. Sabía que me odiaría a mí mismo por darme la vuelta cobardemente. Que pasaría la noche en vela pensando cómo podía, desearía o debería haber respondido a su desafío. Pero no podía hacerlo. No podía. No podía arriesgarme a descubrir mi verdadera identidad ante Dogmill.
Me senté en el suelo y lo miré por un momento.
– Os habéis tomado muchas libertades -dije, con la mandíbula rígida.
– Podéis castigarme.
Lo maldije en silencio, pues él sabía que no podía derrotarlo en una lucha de hombre a hombre.
– Mi momento llegará -dije, tratando de ahogar la vergüenza con pensamientos de venganza.
– Vuestro momento ha llegado y ha pasado -me dijo él. Me dio la espalda y volvió a su casa.
19
Grace conocía mi identidad. No puedo decir si esto me perturbó o fue un alivio, pues al menos contaba con la tranquilidad de no tener que seguir mintiéndole. Pero ¿cómo me había reconocido, y qué pretendía hacer ahora que conocía mi verdadero nombre? Afortunadamente, fue ella quien me salvó de la tortura de la ignorancia, pues a la mañana siguiente recibí una nota suya solicitando que la acompañara en su campaña para conseguir votos. Yo desconocía cómo se organizan estos asuntos, y mi curiosidad innata me habría empujado a aceptar incluso si las circunstancias lo hubieran desaconsejado. Le escribí una nota enseguida, aceptando con entusiasmo.
Tenía la mandíbula muy sensible a causa del golpe de Dogmill, pero milagrosamente no estaba hinchada ni morada, así que no vi razón para declinar la invitación. Cerca de las once, llegó un carruaje cubierto con las serpentinas azules y naranjas de la campaña del señor Hertcomb. Si se me había pasado por la imaginación que iba a estar solo en el coche con la señorita Dogmill, me llevé una gran decepción, pues fue el propio señor Hertcomb quien bajó del carruaje y me recibió con no poco descontento. Según establecía la ley, durante las elecciones debía estar siempre en la tribuna electoral, pero en Westminster, donde las elecciones se prolongaban muchos días, nadie insistía en que los candidatos respetaran una norma tan estricta y se sabía que muchos solo aparecían brevemente cada día.
En el interior del coche encontré a la señorita Dogmill, ataviada con un bello vestido de color azul y naranja. Me senté frente a ella y le sonreí débilmente. En cambio, ella me respondió con una sonrisa cordial y divertida. Conocía uno de mis secretos, y hubiera dado lo que fuera por oír lo que tenía que decir. Pero tendría que esperar… y esta situación le resultaba deliciosa.
El carruaje acababa de empezar a traquetear cuando Hertcomb, haciendo un esfuerzo a pesar de su confusión, Se volvió hacia mí.
– Debo decir, señor, que me sorprende que deseéis acompañarnos.
– ¿Y por qué os sorprende? -pregunté yo a mi vez, algo alarmado por su tono.
– Seguís siendo tory, ¿no es cierto?
– No he sufrido ninguna conversión.
– ¿Y seguís apoyando al señor Melbury?
– Mientras siga con los tories.
– Entonces, ¿por qué deseáis venir con nosotros? Espero que no traméis ninguna maldad.
– Ninguna -le prometí-. Os acompaño porque os deseo lo mejor, señor Hertcomb, y porque la señorita Dogmill me pidió que os acompañara en vuestra excursión. Vos mismo dijisteis que el partido no lo es todo en la vida de un hombre. Además de lo cual, cuando una dama tan atenta como la señorita Dogmill hace una petición, muy necio ha de ser un hombre para rechazarla.