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Hertcomb no quedó en modo alguno satisfecho con mi respuesta, pero, como no dije más, se contentó lo mejor que pudo. No me gustaba este nuevo espíritu de confrontación que veía en él, y solo cabía imaginar que estaba atrapado entre emociones enfrentadas. Por un lado, deseaba más que nada en el mundo que yo siguiera desafiando a Dogmill. Pero por el otro, deseaba que dejara a la señorita Dogmill a merced de sus inútiles esfuerzos. Entretanto, el carruaje había girado hacia Cockspur Street y vi que nos dirigíamos hacia Covent Garden.

– ¿Cómo se decide la localización de la plataforma electoral? -pregunté.

– Buena pregunta -dijo Hertcomb, con curiosidad-. ¿Cómo se decide?

La señorita Dogmill sonrió como el maestro de pintura de una dama.

– Como bien sabéis, mi hermano dirige la campaña electoral del señor Hertcomb, así que coordina con sus ayudantes los nombres y direcciones de los votantes de Westminster.

– Pero debe de haber casi diez mil. Sin duda no podrán visitar a cada uno de ellos.

– Desde luego que sí -dijo ella-. Diez mil visitas no son tantas cuando una campaña electoral dura seis semanas y hay docenas de voluntarios deseando animar a los demás a poner su granito de arena por el futuro de su país. Westminster no es un burgo de provincias donde estas cosas las controlan los terratenientes. Aquí es necesario actuar.

Yo había oído hablar de tales cosas hacía tiempo, de grandes hombres y terratenientes que decían a sus arrendatarios qué tenían que votar. Los que desafiaban estas órdenes con frecuencia eran obligados a abandonar las tierras y caían en la miseria. En una o dos ocasiones se había comentado en el Parlamento la posibilidad de que el voto fuera secreto, pero la idea fue descartada enseguida. ¿Qué dice de la libertad británica, preguntaban los miembros de la Cámara de los Comunes, si un hombre teme decir abiertamente a quién apoya?

– Resulta difícil creer que haya tantas personas dispuestas a dedicar su tiempo a la causa.

– ¿Y por qué es tan difícil? -me preguntó Hertcomb, puede que un tanto ofendido.

– Solo digo que la política es algo muy peculiar… en lo que la gente suele interesarse mayormente por lo que puede sacar.

– Sois un cínico, señor. ¿Y no podría ser que estuvieran interesados por la causa whig?

– ¿Y qué causa es esa, si se puede preguntar?

– No creo que tenga sentido que discuta esta materia con vos -dijo, irritado.

– No deseo discutir. Estoy muy interesado en escuchar en qué consiste la causa whig. A mi entender, la veo poco menos que como una forma de proteger los privilegios de hombres con nuevas fortunas y obstaculizar todo aquello que pueda indicar que hay otras cosas que importan aparte de enriquecerse uno a costa de los demás. Si hay alguna ideología más importante sobre la que se asiente el partido, con mucho gusto me gustaría conocerla.

– ¿Estáis afirmando que el partido tory no busca enriquecerse y sacar provecho donde puede?

– Jamás afirmaría nada semejante sobre nadie relacionado con la política. No estoy diciendo que no haya corrupción entre los tories. Sin embargo, yo os pregunto por las bases filosóficas de vuestro partido, no sobre las prácticas inmorales de los políticos, y lo pregunto muy seriamente.

Era evidente que Hertcomb no tenía nada que decir. Ni sabía ni le importaba lo que por principio significaba ser whig, solo en la práctica. Al final, musitó algo en relación con que el partido whig era el partido del rey.

– Si la vinculación es tan importante -dije yo-, hubiera preferido que mencionarais que el partido whig es el partido de la señorita Dogmill, pues es razón suficiente para que cualquier hombre en su sano juicio apoye sus colores.

– El señor Evans pretende halagarme, pero creo que, en cierto modo, él mismo ha contestado su pregunta. Yo elegí apoyar al partido whig porque mi familia así lo ha hecho desde que existen los partidos. Los whigs apoyan a mi familia y la familia apoya a los whigs. No puedo decir que sea el partido más honorable, pero sé que no hay ninguno irreprochable; hay que ser prácticos. Aun así, si pudiera hacer desaparecer la política y a los políticos, lo haría sin dudar un instante.

– Entonces, ¿os desagrada el sistema al que servís? -pregunté.

– Muchísimo. Pero estos partidos son como grandes leones salvajes, señor Evans. Te acechan, salivan y se relamen, y si no les ofreces algún bocado de vez en cuando, te comen. Puedes defender tus principios y negarte a aplacar a las bestias, pero al hacerlo, lo único que consigues es que el león siga donde estaba y tú desaparezcas.

Cuando bajamos del carruaje en Covent Garden, me llevé a Hertcomb a un aparte.

– Vos y yo estábamos en buenos términos -dije-. ¿He hecho algo para cambiar eso, señor?

Él me miró fijamente, con una cara menos inexpresiva que de costumbre.

– No estoy obligado a ser amigo de todo el mundo.

– Ni lo espero. Pero, puesto que en el pasado habéis sido mi amigo, me gustaría saber por qué ya no lo sois.

– ¿No es evidente? Tengo cierta predilección por la señorita Dogmill y a vos no os importa tratar de arrebatarme su afecto.

– No puedo discutir cuando se trata de asuntos del corazón, pero creo que mi afecto por la señorita Dogmill quedó de manifiesto ayer noche y, si bien es posible que no os gustara, no por ello os mostrasteis menos afable conmigo.

– Lo he pensado mejor, y he llegado a la conclusión de que no me gusta… ni vos tampoco, Evans.

– Si os creyera, respetaría vuestras palabras. Pero creo que ocultáis algo, señor. Sabéis que podéis confiar en mí.

Él se mordió el labio y apartó la mirada.

– Es Dogmill -dijo por fin-. Me ha ordenado que no sea tan amable con vos. Lo siento, pero el asunto ya no está en mis manos. Me han ordenado que no estemos en buenos términos, siempre que sea posible. Así que si colaboráis conmigo, será mucho más sencillo.

– ¡Colaborar! -dije casi gritando-. ¿Pedís mi ayuda para cultivar mi enemistad? Pues no la tendréis, señor. Creo que ya sería hora de que aprendierais que porque el señor Dogmill diga una cosa no significa que tengáis que hacerla.

En este punto sus ojos parecieron enrojecer, inundados de sangre como en la primera plaga en el antiguo Egipto.

– ¡Me golpeó! -susurró.

– ¿Cómo?

– Me golpeó en la cara. Me abofeteó como si fuera un niño malo y me dijo que me daría más de lo mismo si no recordaba que nuestro objetivo es conseguir un escaño en la Cámara de los Comunes, y que eso no se consigue siendo amable con el enemigo.

– No debéis permitir que os utilice de esa forma.

– ¿Acaso tengo elección? No puedo desafiarle. No puedo devolverle el golpe. Tendré que aguantar sus malos tratos hasta que gane las elecciones, y entonces haré lo que pueda por liberarme de sus garras.

Yo asentí.

– Os comprendo. Dejad que se salga con la suya en esto, pero no debemos permitir que sus opiniones nos controlen. Podéis decirle que fuisteis muy desagradable conmigo y yo con vos, y él no tiene por qué pensar otra cosa. Y si nos encontráramos en compañía del señor Dogmill, podéis serlo tanto como os plazca, os prometo que no os lo tendré en cuenta.

Por un momento pensé que Hertcomb me iba a abrazar. Pero en vez de eso esbozó una sonrisa amplia e inocente como la de un bebé, me cogió la mano y la estrechó cordialmente.

– Sois un verdadero amigo, señor Evans, un verdadero amigo. Después de estas elecciones, cuando corte mi relación con Dogmill, os demostraré qué significa caerle en gracia a Albert Hertcomb.

Aquella manifestación de aprecio me conmovió, aunque no fuera un verdadero amigo. No hubiera dudado en destruirlo si hubiera beneficiado a mi causa y, aunque yo no veía el mundo con los ojos de Dogmill, en determinadas circunstancias también hubiera podido golpear a Hertcomb en la cara.