– Nada como una furcia whig. Bueno, quita de en medio, abuelo -me dijo-, si no quieres probar tu propia sangre.
Quizá hubiera debido buscar una solución más pacífica, pero tras mi encuentro con Dogmill la noche anterior, no estaba de humor para apocarme ante aquel bellaco. Así pues, agarré al individuo por los pelos y tiré con fuerza hacia atrás, obligándolo a tumbarse en el suelo. A continuación, le puse un pie en el pecho, apreté con fuerza hasta que sentí que las costillas casi cedían por la presión y aflojé; luego le pisoteé hasta que no fue capaz de levantarse. El tipo gruñó e hizo un valiente intento por escapar a mi ira, así que le di otra patada, de propina. Entonces lo levanté del suelo y lo empujé para que se largara. Y él, que era buen tipo, recuperó el equilibrio y siguió corriendo sin mirar atrás.
Mi actuación fue recibida entre vítores, así que hice una reverencia como muestra de aprecio, pues sabía muy bien que la negativa a reconocer la buena voluntad de la gente puede desembocar fácilmente en mala voluntad. De alguna manera empezó a correr el rumor de que Matthew Evans apoyaba al candidato tory, porque volvió a oírse el grito a favor de Melbury. Miré a Grace, que parecía sofocada y confusa, pero no horrorizada. Sin embargo, el señor Hertcomb estaba visiblemente enfadado; supe que nuestra campaña de recogida de votos había terminado por aquel día.
No sabría describir la decepción que sufrí aquel día. Yo solo quería tener a la señorita Dogmill para mí, para poder abrazarla o, tal vez, preguntarle qué sabía de mí y qué pretendía. Y en cambio, pasé horas en compañía de un rival mientras brutos de todas las especies la manoseaban sin piedad. Así pues, suspiré con alivio cuando Grace dijo al cochero que, puesto que el señor Hertcomb vivía muy cerca, lo llevara a él primero. Hertcomb no se tomó a bien la noticia, pero sobrellevó su disgusto en silencio. Cuando nos libramos de él, la señorita Dogmill propuso que fuéramos a una chocolatería cercana, así que me contuve hasta que estuvimos sentados a una mesa.
– ¿Qué os ha parecido la campaña? -me preguntó con la mirada gacha.
– No me ha gustado mucho. ¿Cómo puede permitir vuestro hermano que os expongáis a tanta brutalidad?
– A él mismo le complace mostrar al mundo su brutalidad, aunque, de haber estado allí, no hubiera tratado con tanta compasión a ese carnicero. Trato de no contarle algunas de las cosas más desagradables que una mujer debe afrontar en la campaña para conseguir votos, pues de lo contrario me prohibiría participar. De hecho, he utilizado numerosas formas de engaño a fin de que no sepa lo brutal que puede ser esto para mí. Veréis, es la única faceta de la política en la que se me permite intervenir, y detestaría tener que resignarme a mi papel de mujer.
– ¿Y qué pasaría si Dogmill se enterara de la verdad?
La señorita Dogmill cerró los ojos un momento.
– Hace un par de años, un carpintero a quien mi hermano debía dinero se puso bastante nervioso. No era un hombre precisamente encantador, pero Denny le debía más de diez libras que él necesitaba para alimentar a su familia. Hay ocasiones en que Denny no paga lo que debe a los artesanos solo para ver cómo sufren, y esta fue una de esas veces. El carpintero pareció comprender que mi hermano estaba jugando con él, como un crío que martiriza a una ranita. Así que le mandó una nota diciendo que conseguiría el dinero como fuera, que si no pagaba, me raptaría en plena calle y me tendría prisionera hasta que se hiciera justicia.
– Deduzco que vuestro hermano no se lo tomó muy bien.
– No. Fue a la casa del carpintero, golpeó a su mujer hasta dejarla inconsciente, y luego hizo lo mismo con él. Luego se sacó un billete de diez libras, le escupió encima y se lo metió al hombre en la boca. Hasta trató de hacérselo bajar por la garganta, para que se ahogara. Yo presencié todo esto porque el carpintero, en un intento por convencer a mi hermano de que me había secuestrado, me había invitado a su casa, pues sabía que yo era comprensiva y quiso hacerme creer que quería que actuara de mediadora. -Respiró hondo-. Me hubiera gustado mucho haberle detenido, pero es imposible pararle cuando empieza. Detestaría ver que se deja llevar por sus pasiones en medio de Covent Garden mientras los electores están allí.
– Entiendo cómo debéis de sentiros.
– Vos parecéis controlar mucho mejor vuestras pasiones. Os agradezco lo que habéis hecho hoy por mí. No puedo decir que sea la primera vez que me amenazan, y es mucho más agradable cuando tienes al lado a un hombre capaz.
– Ha sido un placer ayudaros.
Ella me sorprendió, pues estiró el brazo y, por un instante, me tocó con las yemas de los dedos el lugar donde su hermano me había golpeado.
– Me dijisteis que os había golpeado -dijo con voz queda-. Debe de haber sido muy difícil para vos no devolverle el golpe.
Yo reí con suavidad.
– No estoy acostumbrado a huir de hombres como vuestro hermano.
– No estáis acostumbrado a hombres como mi hermano. Nadie lo está. Pero lamentó lo que os hizo.
– No lo lamentéis -dije yo de mal humor-. Yo le dejé que lo hiciera.
Ella sonrió.
– No me cabe duda, señor. Nadie que conozca vuestro nombre lo dudaría. Me atrevo a decir que, de haber sabido quién sois, mi hermano también hubiera vacilado.
– Ya que habéis sacado el tema, con mucho gusto lo discutiré con vos.
Ella dio un sorbito a su chocolate.
– ¿Queréis saber cómo lo he sabido? Hice la cosa más simple, os miré a la cara. Os había visto antes por la ciudad, señor, y siempre hacía comentarios sobre vuestras acciones. A diferencia de otros, tal vez no me dejo engañar tan fácilmente por unas nuevas vestiduras o un nuevo nombre, aunque creo que lleváis vuestro disfraz de forma magistral. El día que os presentasteis para ver a mi hermano, me pareció que conocía vuestro rostro, y no estaba dispuesta a rendirme hasta que supiera de qué. Al final me di cuenta de que os parecíais mucho a Benjamin Weaver, pero no estuve segura hasta que bailamos juntos. Os movéis como un púgil, señor, y todo el mundo sabe lo de la herida en vuestra pierna, que me temo os delató.
Yo asentí.
– Pero no le habéis dicho nada a vuestro hermano.
– Los guardias no os han prendido, así que podéis concluir que no, no le he dicho nada.
– ¿Y no creéis que podría adivinarlo?
– ¿Cómo? No creo que jamás os haya puesto los ojos encima… cuando sois realmente vos, quiero decir… y no hay razón para que sospeche que habéis acudido a él disfrazado. Por Hertcomb supo que se corearon los nombres de Melbury y Weaver en el teatro y, aunque maldijo durante mucho rato y con gran energía a tories, jacobitas y judíos, y el excesivo número de votantes, en ningún momento mencionó el nombre de Evans. Y, permitidme que os tranquilice, no estaba de humor para censurarse a sí mismo.
– Bueno, al menos eso es un alivio. Pero vos sabéis quién soy. ¿Qué pensáis hacer?
Ella negó con la cabeza.
– Todavía no lo sé. -Estiró el brazo y colocó su mano enguantada justo por encima de mi muñeca-. ¿Podríais decirme por qué habéis querido acercaros a mi hermano?
Dejé escapar un suspiro.
– No sé si debo.
– ¿Puedo aventurar una idea?
Algo en su tono me llamó la atención.
– Desde luego.
Por un momento, apartó la mirada, luego volvió a concentrarse en mis ojos; sus ojos eran de color ambarino, como su vestido. Sin duda, lo que iba a decir no era fácil.
– Vos pensáis que él hizo matar a ese hombre, Walter Yate, y que ha hecho que os acusen.
Me la quedé mirando durante no sé cuánto tiempo antes de atreverme a hablar.
– Sí -dije con voz ronca, poco más que en un susurro-. ¿Cómo podéis saberlo?