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– No he encontrado otra explicación posible. Veréis, si de verdad hubierais matado a ese hombre, no tendríais nada que arreglar con mi hermano. No hubierais tenido necesidad de montar esta payasada. La única razón que podríais tener para correr semejante riesgo es demostrar que no sois culpable, y solo puedo pensar que ahora buscáis al hombre que mató realmente a Yate.

– En verdad sois una mujer inteligente -dije-. Os iría muy bien cazando ladrones.

Ella rió.

– Sois el primer hombre que me lo dice.

– Así que ahora conocéis todos mis secretos.

– No todos, sin duda.

– No, no todos.

– Pero sé que creéis que mi hermano está implicado en la muerte de Yate.

Yo asentí.

– ¿Será eso causa de distanciamiento entre nosotros?

– No puedo decir que me guste ver a mi hermano acusado de un crimen tan horrible, pero eso no quiere decir que no sepa que podría ser culpable. A su manera, es muy bueno conmigo, y lo quiero, pero si ha hecho lo que decís, debe ser castigado y no dejar que ahorquen a un hombre inocente en su lugar. No podría culparos por buscar venganza. Es lo menos que podíais hacer. Ciertamente… -y aquí levantó su plato y volvió a dejarlo en la mesa-, ciertamente, creo que podría ser culpable, como decís.

Noté un hormigueo en la piel, la misma sensación que tiene uno cuando está a punto de pasar algo importante en una obra teatral. Me incliné hacia la señorita Dogmill.

– ¿Por qué decís eso?

– Porque… -dijo. Hizo una pausa, apartó la mirada, y entonces volvió a mirarme otra vez-. Porque Walter Yate visitó nuestra casa menos de una semana antes de que os acusaran de su muerte.

Ya llevaba cierto tiempo actuando con la certeza casi absoluta de que Dogmill era responsable de la muerte de Yate, así que no sabría decir por qué aquella revelación me sorprendió y me complació tanto. Tal vez fuese porque por primera vez veía a mi alcance la posibilidad de demostrar mi teoría y, aunque como Elias dijo, las pruebas solas no me salvarían, seguía resultándome muy satisfactorio.

– Contádmelo todo -le dije a la señorita Dogmill.

Y lo hizo. Me explicó que, como ya había observado, tenía la costumbre de curiosear cuando su hermano recibía visitas; así fue como un día se sorprendió al encontrar a aquel trabajador basto y mal vestido en la salita de recibir de su hermano. El hombre no quiso contarle apenas nada, salvo su nombre y que tenía un asunto que discutir con el señor Dogmill. Se mostró educado pero incómodo, como si se sintiera fuera de lugar, lo cual era normal, siendo como era un trabajador de los muelles en la salita del comerciante de tabaco más rico del reino.

– En aquel momento, se me antojó extraño que se reunieran, pero yo sabía que había disputas por el asunto de los salarios entre las bandas de trabajadores, y que Yate era uno de los cabecillas. Me pareció muy probable que mi hermano lo hubiera invitado a casa para jugar con él sacándolo de su entorno.

– Y ¿supusisteis alguna otra cosa cuando supisteis que Yate había sido asesinado?

– Al principio no -dijo ella-. Leí que os habían arrestado por el crimen y solo pensé que vuestra vida era muy dura y que era fácil que se produjeran accidentes. Hasta que no descubrí que estabais acechando a mi hermano no empecé a plantearme qué papel podía haber tenido él en todo esto. Y entonces se me ocurrió que lo que yo interpreté como incomodidad frente al dinero quizá era otra clase de inquietud. Desconozco qué quería discutir Yate con mi hermano, pero sospecho que si lo supierais ayudaría enormemente a vuestra causa.

– ¿Por qué me contáis todo esto? ¿Por qué os ponéis de mi parte frente a vuestra propia sangre?

La señorita Dogmill se sonrojó.

– Es mi hermano, es cierto, pero no lo protegeré de un asesinato, no cuando es otro hombre el que podría pagar por él.

– Entonces, ¿me ayudaréis a descubrir lo que necesito para exculparme?

– Sí -susurró.

Por primera vez desde mi arresto, sentí algo parecido a un arrebato de felicidad.

20

No tenía pensado volver tan pronto a Vine Street, pero aquella noche fui allí, pues no quería perder tiempo. Tenía la sensación de que la viuda de Yate debía de tener la respuesta. La encontré con su bebé dormido en brazos, cerca del fuego de la estufa. Littleton también estaba allí, y pareció bastante molesto al verme otra vez. Abrió la puerta con un plato de peltre con guisantes y grasa de cordero en una mano y un pedazo de pan cogido con la boca.

– Para ser un hombre por el que se ofrecen ciento cincuenta libras -comentó con el pan sujeto entre los dientes-, venís por esta parte de la ciudad con una frecuencia alarmante.

– Me temo que debo hablar con la señora Yate -dije. Y entré sin esperar a que me invitara.

La señora Yate miraba a su bebé, lo arrullaba, lo mecía y lo besaba. Apenas levantó la vista.

– Ese crío ni siquiera sabe que estás ahí. -Littleton escupió el pan en el plato-. Suéltalo y habla con Weaver, y así podrá irse pronto. -Se volvió hacia mí-. No quiero que esos metomentodos del despacho del magistrado vengan aquí diciendo que os he dado cobijo. No es nada personal, entendedlo, pero últimamente no es muy seguro estar cerca suyo. Sé que tenéis vuestros asuntos, así que hablar y largaros.

Acerqué una silla a la viuda y me senté.

– Solo necesito saber una cosa. El señor Yate visitó a Dennis Dogmill una semana antes de su muerte. ¿Sabéis por qué se reunieron o de qué hablaron?

Ella seguía arrullando, besando y meciendo al bebé. Littleton le dio una patada a su silla, pero ella no hizo caso.

– Por favor -dije-. Es importante.

– No me importa si es importante -dijo-. No me importa, porque no puedo deciros lo que no sé. Y ellos no pueden hacerme nada si no lo sé.

– ¿Quién no puede? -pregunté.

– Nadie. Nadie puede decir que yo he dicho nada. No dije nada porque no sabía nada.

– ¿Qué es lo que no dijisteis? -pregunté, en tono apremiante pero amable.

– Nada. ¿Es que no lo habéis oído?

– Sí, te ha oído -dijo Littleton-. Ha oído la mentira más grande desde que Eva le mintió a Adán. Dile lo que sabes, mujer, o tendremos más problemas.

Ella meneó la cabeza.

Littleton se acercó a ella y se arrodilló a su lado. Puso las manos sobre el bebé.

– Escúchame, cariño. No pueden hacerte nada por saber lo que Yate sabía. Pero si no le dices a Weaver lo que quiere, a lo mejor vendrán y se llevarán al niño a un asilo de pobres, y allí no vivirá más de uno o dos días, llorando por su mamá.

– ¡No! -chilló ella. Oprimió al bebé contra su pecho, se levantó de la silla y corrió al rincón, como si escondiéndolo pudiera defender a la criatura de cualquier mal.

– Eh, que es verdad. Si no le ayudas, él no te podrá ayudar, y Dios sabe lo que le pasará al crío en ese sitio. -Aquí Littleton se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.

Yo abrí la boca para quejarme, pues, aunque deseaba conocer los secretos de aquella mujer, no podía tolerar tamaña crueldad. Pero, antes de que pudiera decir nada, la señora Yate se había rendido.

– Entonces os lo diré -dijo-, pero tenéis que prometerme que me protegeréis.

– Señora, os juro que si corréis algún peligro por causa de lo que vais a contarme esta noche, mi vida y mi fuerza estarán a vuestra disposición, y no descansaré hasta que vos y el bebé estéis a salvo.

Esta declaración tan novelesca pareció tranquilizarla considerablemente. Volvió a su silla. El silencio cayó una vez más sobre nosotros y vi que Littleton se disponía a decir algo, alguna palabra ruda, sin duda, así que levanté una mano. La mujer hablaría, no había necesidad de asustarla más.

Mis suposiciones resultaron acertadas, pues unos instantes después, se puso a hablar.