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– Se lo dije -empezó-, le dije que no saldría nada bueno de aquello, pero no me hizo caso. Pensaba que lo que había descubierto era como oro, y que si sabía moverse seríamos ricos. Yo sabía que se equivocaba. Os lo juro, le dije que antes de ser rico se moriría, y tenía razón.

– ¿Qué es lo que sabía?

Ella meneó la cabeza.

– Quería ver a ese hombre del Parlamento. El de azul y naranja.

– Hertcomb -dije yo.

Ella asintió.

– Sí. Walter pensaba que era a ese a quien tenía que decírselo, pero el tipo no quiso hablar con él. Pero Dogmill sí. Walter no se fiaba de Dogmill, ni por un momento. Él sabía quién era Dogmill, pero o hablaba con él o nada, y no podía dejar que su sueño de hacerse rico se le escapara tan fácil. Así que fue a hablar con Dogmill.

– ¿De qué hablaron? ¿Qué es lo que creía que le haría rico?

– Walter decía que conocía a alguien que no era lo que decía. Que había uno de esos de azul y naranja que en realidad estaba con los de verde y blanco. Él sabía su nombre, y se figuraba que Dogmill lo querría saber también.

Me puse en pie. Si había entendido bien lo que acababa de oír, no podría permanecer quieto mucho tiempo.

– ¿Estáis diciéndome que el señor Yate sabía que había un espía tory entre los whigs?

Ella asintió.

– Sí, eso es.

– ¿Y conocía el señor Yate el nombre de este espía?

– Me dijo que sí. Dijo que era un hombre importante, y que al de naranja y azul le daría un patatús si se enteraba que había un jacobita entre ellos.

Littleton dejó su pipa y se la quedó mirando.

– ¿Un jacobita?-preguntó.

Ella asintió.

– Eso es lo que dijo. Que había un jacobita entre ellos y que él sabía su nombre. Yo no entiendo mucho de estas cosas del gobierno, pero sé que si eres jacobita te ahorcan, y que si uno es jacobita pero hace como que es otra cosa, puede hacer cosas mucho peores que matar a un estibador de los muelles para guardar su secreto.

Littleton y yo nos miramos.

– No solo un tory, sino un espía jacobita -dije en voz alta-, entre los whigs.

– Un whig importante -dijo Littleton. Se volvió hacia la señora Yate-. Ojalá te hubiera hecho caso, mi amor, porque hay cosas que es mejor no saberlas.

– Sí -dijo ella-. Y cuando el señor Dogmill vino aquí, me juré que nunca le diría nada de esto a nadie.

– ¿Cómo? -escupió Littleton-. ¿Dogmill aquí? ¿Cuándo?

– Justo cuando enterramos a Walter, vino y se puso a aporrear la puerta y me dijo que no sabía si sé lo que Walter, pero que si se lo digo a alguien me iré a hacerle compañía a mi esposo. -Se quedó mirando a Littleton-. Y entonces me cogió por un sitio que no tenía que cogerme y me dijo que una viuda es de cualquier hombre que la quiera tomar, y que no me olvidara si quería seguir con vida.

Yo esperaba ver a Littleton furioso, pero el hombre se limitó a apartar la mirada.

– La ley es de los que tienen dinero -dijo Littleton con suavidad-. Pueden hacer lo que quieren y coger lo que quieren… o al menos eso creen. -Se levantó, se acercó a la señora Yate y la besó en la mejilla-. Te han tratado muy mal, amor. No dejaré que vuelva a pasar.

Si bien la serenidad de Littleton me impresionó, no puedo decir que la compartiera. Cada día que pasaba, la idea de huir del país me parecía más atractiva.

A pesar de que le hice más preguntas no conseguí sacarle más información. La señora Yate no conocía el nombre ni la posición del espía, solo que era un importante whig. Cuando terminé mi interrogatorio, ella se retiró para acostarse y Littleton descorchó una botella de clarete sorprendentemente bebible. La necesidad de beber exorcizó su necesidad de librarse cuanto antes de mi compañía.

– ¿Cómo pudo averiguar todo eso? -pregunté.

Littleton negó con la cabeza.

– No sé. Hay muchos chicos en los muelles que levantan su vaso por el rey del otro lado del mar, pero no es más que palabrería, la que habla es la botella. No creo que Yate tuviera relación con los jacobitas para enterarse de algo así.

– Pues parece que sí.

– Sí -concedió él-. ¿Y ahora qué? ¿Qué vais a hacer con lo que le habéis sacado a mi parienta?

Meneé la cabeza.

– No lo sé, pero algo haré. Sabía que tenía que encontrar algo con lo que intimidar a Dogmill, y creo que por fin lo he hallado… al menos he descubierto de qué se trata. Estoy cerca, Littleton, muy cerca.

– Lo que estáis es cerca de la muerte. Espero que no nos llevéis a nosotros también.

21

Al volver a casa, me bebí buena parte de una botella de oporto para tranquilizarme y revisé las cartas que había recibido ese día. Había empezado a recibir invitaciones para ir a excursiones, fiestas y reuniones. Las personas que leían el nombre de Matthew Evans en el periódico querían conocerme y, aunque en cierto modo no podía evitar sentirme halagado, las rechacé todas. Había conseguido lo que quería gracias a la reputación del señor Evans, y no debía llamar la atención más de lo necesario.

Mucho mayor interés tenía una nota de Griffin Melbury en la que me decía que me visitaría a las diez. ¡Menudo sentido de la oportunidad! Tenía la cabeza embotada por la bebida, y no sabía si estaría en condiciones de formular las preguntas que debía hacerle.

El carruaje de Melbury se detuvo ante el edificio exactamente cuando el reloj daba las diez. El hombre entró y me saludó con gesto cordial, pero no quiso tomar nada.

– ¿Habéis oído el recuento del día de hoy? -me preguntó-. Ciento noventa y nueve para Hertcomb y doscientos veinte para los nuestros. Les llevamos casi cien votos de ventaja, y las elecciones han empezado hace tan solo cinco días. Ya noto el sabor de la victoria, señor. Lo noto. Os lo aseguro, la gente de Westminster está cansada de corrupción, de esos whigs que venden el alma de la nación al mejor postor. Pero no hay que dormirse. Hay mucho que hacer, señor Evans, y, puesto que estáis tan deseoso de contribuir a la causa tory, he pensado que os gustaría uniros a mí en la campaña.

– Sería un honor -le dije, tratando de disimular mi confusión. No era lo inesperado de la oferta lo que me desconcertó, sino la familiaridad que Melbury mostraba. Yo había intentado caerle bien, y parece que lo había logrado. Había intentado convertirlo en mi aliado, y es lo que me ofrecía. Pero me sentía confuso. Melbury me desagradaba, pero no tanto como hubiera querido. Era un hombre rígido, como suelen serlo los representantes de las antiguas familias, pero no era duro, ni cruel ni insoportable, y aunque sus ideas políticas no coincidían con las mías, las defendía con apasionamiento.

Solo podía pensar que el destino había mostrado a Melbury su mejor rostro y que parecía predestinado a ganar en Westminster. Me halagaba pensar que cuando le revelara mi verdadera identidad y le dijera todo lo que sabía sobre la corrupción whig, haría cuanto estuviera en su mano por ayudarme. Que me resultara demasiado superior (o demasiado casado con Miriam) para mi gusto no tenía importancia. Así pues, los dos subimos a su carruaje, que empezó a traquetear ruidosamente en dirección a Lambeth.

Melbury tarareó unas cuantas veces, y luego carraspeó y resopló.

– Mirad, Evans. Os aprecio muchísimo, pues de lo contrario no os habría pedido que me acompañarais esta noche, pero hay una cosa que debo deciros.

– Por supuesto -repliqué yo, con no poca inquietud.

– Sé que con frecuencia las cosas son distintas en las colonias, y sé perfectamente que no pretendíais nada malo. Quiero que comprendáis que no me siento ofendido ni furioso. Solo es un consejo de amigo.

– Por favor, será un honor -le aseguré.

– Es solo que no es correcto bailar con la mujer de otro hombre.

Sentí que se me revolvían las tripas.

– Señor Melbury, no creeréis que yo…