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– Por favor… -dijo con una falsa cordialidad-. No quiero explicaciones ni disculpas. Solo os lo digo para que no os encontréis algún día en una situación desagradable, con un caballero menos liberal quizá que yo. O, si me permitís la osadía, menos enamorado de su mujer que yo. ¿Os sorprendo? Bueno, no creo que sea ningún crimen que un hombre ame con locura a su esposa.

– Ni lo pensaría, señor -dije con rigidez.

– Imagino que una de las razones que os han traído a Londres es la de buscar una esposa apropiada.

– Tal vez.

– Os diré que el matrimonio es un estado muy adecuado para el hombre. Yo no tengo quejas al respecto, al contrario, me regocijo cada día. Pero no llegaréis muy lejos bailando con rameras whigs como Grace Dogmill o con las esposas de otros hombres. Quizá no he hecho bien al mencionaros este tema, no lo sé. Solo quiero ayudaros… aunque reconozco que me siento un tanto celoso cuando se trata de mi bella Mary -dijo con una risa.

– Os ruego me disculpéis… -empecé a decir.

– No, no, no tenéis por qué disculparos. No quiero que vuelva a hablarse del tema. Ya está olvidado. ¿Estamos de acuerdo?

El muy bellaco quería castigarme por bailar con Miriam cuando él me la había quitado a mí prácticamente de los brazos. Nada me hubiera gustado más que atravesarlo con mi daga… de no ser porque mi vida dependía de él.

– Estamos de acuerdo -le aseguré, dando gracias de que no pudiera verme la cara en la oscuridad del carruaje.

Durante unos minutos Melbury no habló y, si bien yo me alegré de no tener que charlar con él, el silencio empezaba a resultarme opresivo.

– ¿Puedo preguntar por qué he sido honrado con esta invitación? -pregunté al final.

– Manifestasteis el deseo de participar en esta competición -me recordó él.

– Lo hice, y de corazón, pero dudo que a todo hombre que exprese semejante deseo se le conceda el honor de una excursión con el señor Melbury.

– Bueno, desde luego que no, pero la mayoría de los hombres que quieren entrar en política no me han salvado de unos brutos whigs, así que no me siento tan cercano a ellos como a vos, Evans. ¿Tenéis algún compromiso de aquí a dos noches?

– Creo que no.

– Entonces yo puedo proporcionaros uno. Ofrezco una pequeña cena en la que, espero, podréis conocer a algunos hombres con vuestros mismos intereses. Os ruego que nos acompañéis.

Yo sabía que mi presencia sería un castigo para Miriam, pero si deseaba consolidar mi relación con Melbury, difícilmente podía excusarme cuando me hacía una oferta tan generosa. Debía mostrarme ante él como la persona más grata del mundo, y así, cuando casualmente mencionara que no había sido del todo sincero en un par de cosillas -mi nombre, mi religión, mis inclinaciones políticas, mi dinero-, no se lo tomaría tan mal. Así pues, dije que me sentía honrado y que acudiría puntualmente.

– Muy bien. Creo que os gustará la compañía. Habrá algunos tories realmente excelentes. Hombres de la Iglesia y sus partidarios. Representantes de viejas familias, que se resienten de la presencia de agiotistas y políticos corruptos. Os lo aseguro, estas personas tienen mucho que decir sobre los acontecimientos más recientes.

– Algunos de los cuales se me antojan sorprendentes -me aventuré a decir.

Me había dicho cientos de veces que no sacaría aquel tema, que era una necedad, una locura, pero allí, en la oscuridad del carruaje, cuando no podía verme el rostro, me reconforté en una falsa sensación de anonimato. Con la voz más tranquila y espontánea que pude fingir (que debió de sonar tan falsa como el plomo pintado de oro), dije:

– ¿Qué os parece que la chusma os relacione con el tal Weaver?

Melbury soltó una risotada. Sin vacilar. Nada parecía indicar que supiera quién era yo y que esperara una oportunidad para decirlo. Por el momento, podía confiar en que Miriam no había traicionado mi confianza.

– Weaver -repitió-. Es curioso a qué cosas se aferra la chusma. Por supuesto, los whigs tienen la culpa por haberse puesto en evidencia durante el juicio, y como es natural, los periódicos tories no pueden desaprovechar una oportunidad como esa cuando se la ponen delante.

– Entonces, ¿no sentís ninguna amistad ni afinidad con ese individuo?

– Seamos francos, Evans. Si puedo sacar algún provecho del hecho de que la chusma me relacione con un judío renegado, si puedo reforzar a la Iglesia y repeler a agiotistas y extranjeros corruptos, lo haré, pero jamás confraternizaré con ese individuo. Si se cruzara en mi camino, llamaría a la guardia y cobraría esas ciento cincuenta libras, como cualquier otro.

– Incluso si es inocente, como cree la chusma.

– Culpable o inocente, no me daría ningún apuro verlo colgado. Lleváis poco tiempo en Londres y no sabéis cómo funcionan aquí las cosas. Os aseguro que los cazadores de ladrones son todos unos desalmados, señor. Mandarían tranquilamente a la horca a un inocente solo por cobrar una pequeña recompensa. Jonathan Wild es el más respetable, y Weaver quería hacer creer a todos que también lo era, pero este asunto de los asesinatos ha puesto de manifiesto la verdad.

Aquella conversación debía servirme de recordatorio, para cuando me olvidara de quién era realmente y creyera que era Matthew Evans. No podía ser Matthew Evans, y Melbury no era mi amigo. Solo era una persona de quien quería algo, nada más.

– No es más que un juego, ¿sabéis? -prosiguió-. Se trata de hacer creer a la chusma que piensas lo mismo que ellos. Consigues sus votos y luego te olvidas de ellos durante siete años, y tratas de hacer las cosas bien. Nosotros no hicimos las leyes que promueven la corrupción, fueron los whigs. Pero debemos vivir según ellas o morir, y si puedo utilizar las trampas de los whigs para derrotarlos, no dudaré en hacerlo.

– Una forma de pensar un tanto desencantada, ¿no os parece?

– Imagino que habréis visto cómo funcionan las elecciones.

Le dije que sí.

– Así es nuestro sistema, señor Evans. No tenemos el lujo de hacer como en Jamaica y echar nuestro voto en un coco que va de choza en choza de la mano de una bella africana desnuda. En Londres, quien impone las normas es su majestad la chusma, y debemos ofrecerle un bonito espectáculo si no queremos que nos corte la cabeza.

– En una ocasión me dijisteis que las elecciones no son más que un espectáculo de corrupción. Pensé que solo lo decíais porque estabais trastornado.

Él rió.

– No, lo dije porque me anima verlo así. Un espectáculo puede orquestarse, el caos no. Por ejemplo, ese judío, Weaver. Se cree que hace lo que quiere y elude a la ley y al gobierno, pero todos le utilizamos… whigs, tories, todos. Para nosotros no es más que una marioneta, y el partido que tire mejor de las cuerdas será el que consiga sacarle lo que quiera.

Miré por la ventanilla del carruaje, del tamaño de un puño.

– Bueno -dije, en un intento por cambiar de tema-, ¿y qué misión tenemos en este momento?

– La misión que tenemos es delicada. Hubiera enviado a mi representante, pero digamos que no es un hombre muy valiente, y estamos ante un grupo que requiere cierto valor. Es un club de votantes, señor, y no deben ver la menor señal de debilidad. Me he propuesto ganarme a ese club, y lo haré. Si los visito en persona seguramente contribuiré a que las ruedas sigan bien engrasadas, y he pensado que teneros a vos a mi lado me ayudará a mantener un buen ánimo. Confío en que podáis controlarlo.

Le aseguré que así era, y seguimos el viaje en silencio hasta que llegamos a un café en Gravel Lane. Bajamos, entramos en el local y nos encontramos en un lugar muy desordenado. La palabra «café» se utiliza con frecuencia con un sentido muy amplio, pero en aquellos momentos me hallaba en uno donde dudo que hubieran visto nunca dicha bebida. Estaba lleno de tipos duros de la clase media más baja y de furcias, y había una banda de violinistas. Se notaba un fuerte olor a cerveza pasada y a ternera recién hervida; en cada plato de cada mesa había un montón de carne cubierta de nabos y perejil.