Выбрать главу

Apenas acabábamos de entrar cuando un tipo se levantó y se acercó a nosotros con expresión grave. Vestía ropas corrientes, salvo por la abundancia de encajes y unos brillantes botones plateados. Tenía una larga nariz que apuntaba hacia abajo, un mentón afilado que apuntaba hacia arriba y unos ojos que parecían dos pasas.

– Ah, señor Melbury, os he reconocido a usted en cuanto ha cruzado la puerta, señor, mismamente, porque os he oído hablar en más de una ocasión. Soy Job Highwall, señor, como habréis imaginado, y estoy impaciente de hablar con vos.

Melbury me presentó como el hombre que le había salvado de unos bellacos whigs y que había golpeado al carnicero whig en el centro electoral. Evidentemente, me había pedido que le acompañara para que diera una nota amenazadora, pero si Highwall se sentía amenazado, no se notaba.

Tomamos asiento en un rincón tranquilo del café. Highwall pidió cerveza fuerte -lo que va mejor para hacer negocios, dijo- y nos animó a que no perdiéramos el tiempo, pues el tiempo es algo muy valioso.

– Permitid que repita lo que ya sabéis, señor, y os estaré muy agradecido. Represento al club de votantes El Zorro Rojo, señor Melbury, un respetable club. Podéis mirar las elecciones anteriores y siempre oiréis lo mismo: El Zorro Rojo cumple lo que promete. He oído decir que otros clubes prometen lo mismo a todos los partidos y al final no dan nada a ninguno. El Zorro Rojo no, señor. Hemos ofrecido nuestros servicios en todas las elecciones desde los tiempos de Carlos II y jamás hemos dado a ningún candidato a Westminster un motivo para arrepentirse de haber confiado en nosotros.

– Vuestra reputación es irreprochable -dijo Melbury.

– Eso espero, señor Melbury, puesto que El Zorro Rojo cumple sus promesas. En nombre de El Zorro Rojo, os aseguro que podéis confiar en nosotros. Somos más de fiar que el coche correo, señor.

– No he venido a cuestionar vuestra reputación, señor -dijo Melbury.

– No hay razón para ello. Ninguna razón.

– Entonces en ese respecto estamos de acuerdo. Solo debemos hablar del asunto de los números.

– Ah -dijo el señor Highwall-. Ahí está la cosa, señor, los números. Puede uno hablar de esto o de aquello, pero lo importante siempre son los números. ¿Acaso podríais negarlo?

– No puedo -dijo Melbury-. Me gustaría conocer esos números.

– No puedo reprochároslo. Así que os diré los números. Las cosas están así, señor. Tenemos trescientos cincuenta hombres en este club con los que podéis contar, como os he prometido. Apoyarán a un hombre. Nosotros no somos un club que prometa trescientos cincuenta y luego dé doscientos cincuenta. No, os ofrecemos trescientos cincuenta y es lo que tendréis, señor, siempre que la cantidad os satisfaga.

– ¿Y cuál es la cantidad, señor Highwall?

– Señor, debéis comprender que todos ellos, los trescientos cincuenta que prometo, son tories. Son tories en su corazón y en su mente. No podéis imaginaros cuántos me han dicho que, de poder elegir, preferirían servir al señor Griffin Melbury, pero vos sabéis como el que más que los negocios son los negocios, y si es necesario apoyarán al señor Hertcomb (quien nos ha hecho una oferta) con todo el dolor de su corazón.

– Entiendo -dijo Melbury, no poco decepcionado-. Desearía conocer el precio de esos trescientos cincuenta tories.

– Señor, podéis contar con la lealtad de los trescientos cincuenta a cambio de una compensación de tan solo cien libras.

Melbury dejó su cerveza.

– Eso es mucho, ¿no os parece?

– Yo creo que no, señor Melbury, no, ciertamente. Pensad solamente en lo que se os ofrece. ¿Os gustaría pagar tan solo veinte o treinta libras por ese mismo número y que cuando la cosa se calme os enteréis de que solo habéis recibido cincuenta votos por vuestro dinero?

– Me pedís mucho más que cinco chelines, señor. Es mucho dinero.

– Es mucho, pero pagáis una reputación. Reputación. No puedo deciros lo que ofreció el hombre del señor Hertcomb, pero os juro que no podría volver a mis hombres con menos de cien libras y mirarlos a los ojos. Me dirían: «¿Cómo puedes aceptar esta oferta cuando el hombre del señor Hertcomb ha ofrecido mucho más?». ¿Qué podría decirles?

– Pues podría decirles que son tories y que deberían contentarse con verme elegido.

– Si fuera cuestión de gustos, os daría toda la razón, señor. Pero se trata de negocios, ya lo sabéis.

– Os ofrezco sesenta libras.

– ¡Sesenta libras! -exclamó Highwall como si Melbury hubiera sacado una daga-. ¡Sesenta libras! Me sorprendéis, señor Melbury. Ciertamente. Creo que debo posponer esta conversación, pues me habéis trastornado tanto con vuestra oferta que necesito una sangría y una purga antes de poder continuar. Sesenta libras es la oferta más insultante del mundo. No puedo presentarme a mis chicos con sesenta libras. No aceptaré ni un penique menos de noventa.

– Propongo setenta -dijo Melbury.

– El club de votantes El Zorro Rojo vale mucho más que setenta libras, señor, pero os honro, y es por ello que aceptaré ochenta libras en interés de ofreceros nuestro apoyo para los Comunes. -Los dos hombres se dieron un apretón de manos. De esta forma, en el transcurso de unos pocos minutos, el señor Melbury se aseguró casi una décima parte de los votos que necesitaba para conseguir su escaño.

Una vez zanjado el asunto con el señor Highwall, Melbury consideró que ya había estado en compañía del cabecilla del club de votantes El Zorro Rojo lo suficiente y propuso que nos retiráramos a algún lugar más apropiado. Eligió el café Rosethorn's, en Lowman's Pond Row, lugar conocido porque era muy frecuentado por tories de la mejor especie. Y en verdad, cuando entramos por la puerta, Melbury fue rodeado por un tropel de amigos que, a diferencia de los de las clases bajas, tuvieron el suficiente buen juicio de dejarlo en paz al poco rato. Una vez hizo la ronda y me presentó a muchos más hombres de los que podía recordar, tomamos asiento.

Me aseguró que el clarete que servían era de muy buena calidad, así que bebí; también pedimos ave fría para aplacar nuestro apetito.

– ¿Os sorprende el asunto con el club de votantes? -me preguntó.

– ¿Debería?

– Bueno, después de todo venís de las Indias Occidentales, e imagino que allí la vida es mucho más sencilla. Seguramente no acostumbran a arreglar estas cosas de una forma tan indirecta.

– Os aseguro -dije sin maldad- que los sobornos también han penetrado en las Indias Occidentales.

– Oh, qué palabra más fea, soborno. Detesto llamarlo de esa forma. Yo lo veo como una mera transacción, y sin duda no hay nada malo en ello. Solo lamento el coste. ¿Sabéis?, en las elecciones anteriores, creo que hubiera podido asegurarme esos mismos votos por diez libras, pero estos clubes saben lo que se hacen. De todos modos, incluso a un precio tan elevado, es mucho más barato que pagar por separado a trescientos cincuenta hombres para que me voten.

– ¿Hay otros medios igual de refinados de asegurarse votos?

Melbury pestañeó.

– Las elecciones acaban de empezar -dijo-. Veamos el desarrollo de los acontecimientos. Pensad solo en lo que hay en juego: honor, integridad, el futuro del reino.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -me aventuré a decir. Durante toda la noche me había estado preguntando cómo sacar el tema. No se me ocurrió ninguna forma más espontánea de sacarlo a colación, así que, finalmente, decidí ser brusco. Después de todo, yo era nuevo allí y, puesto que el señor Melbury me tenía por un ignorante indiano, por qué no aprovecharlo.

El hombre estaba deseando dárselas de erudito.

– Con mucho gusto contestaré cualquier pregunta que tengáis -me aseguró.

– ¿Hasta qué punto dependéis de los votos de quienes tienen tendencias jacobitas?