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Su sonrisa complaciente desapareció. Melbury me miró como si le hubiera echado una bosta en su plato. Aunque la luz era escasa, diría que palideció.

– Por favor -dijo-. Si queréis pronunciar esa palabra en público estando en mi compañía, hacedlo en voz baja. No haréis muchas amistades aquí incluso si solo mencionáis que esa gente que decís existe.

– ¿Tan peligroso es mencionarlos?

– Lo es. Veréis, Dogmill y Hertcomb solo necesitan una pequeña excusa para dejarnos a todos como una panda de traidores al servicio del falso rey. Debemos hacer lo posible para evitar que esa arma caiga en sus manos. -Dio un sorbo a su vaso-. ¿Por qué lo preguntáis, señor?

– Solo era curiosidad.

Melbury se inclinó hacia delante y habló en un susurro.

– Permitidme que sea algo brusco, señor Evans. Tenéis mi gratitud por vuestro servicio del otro día, y siempre podréis contar con mi aprecio. Pero si apoyáis la tendencia política que acabáis de mencionar, debo pediros que jamás volváis a hablarme, ni aparezcáis a mi lado, ni asistáis siquiera a ningún acto al que yo deba asistir. No pretendo ser severo, pero no permitiré que esos amotinados implacables enturbien mi reputación o se interpongan en mis metas políticas.

– Agradezco vuestra sinceridad -dije-, pero os prometo que no soy de semejante tendencia. Pregunto porque he oído muchas veces que estas personas están asociadas con los tories. Solo deseaba saber si hay que buscar su apoyo o no.

– Abiertamente no, desde luego. Si desean votar por mí, estaré muy agradecido, pero jamás diré una palabra para animarlos o permitir que piensen que podría apoyar a su monarca en lugar de al mío. No me malinterpretéis… considero que su majestad ha cometido errores terribles, sobre todo en relación con su ministerio y el apoyo a la causa whig, pero prefiero a un necio protestante que a un astuto papista.

Vi que no debía insistir, y hubiera cambiado enseguida de tema de no ser porque Melbury se ocupó de ello personalmente.

– Hemos tenido una dura experiencia con el señor Highwall -dijo con cierta ligereza-. Busquemos un poco de distracción.

Tal vez a causa de mis propias tendencias, pensé que Melbury se refería a buscar la compañía de un par de mujeres voluntariosas, y reconozco que la idea me alegró… no porque lo deseara para mí mismo, sino para cerciorarme de que aquel hombre era un mal esposo para Miriam. Y lo comprobé enseguida, si bien no de la forma que yo imaginaba, pues el vicio de Melbury no eran las mujeres, sino el juego. Fuimos a la parte de atrás de la taberna, donde había varias mesas y los caballeros jugaban al whist, juego que, confieso, jamás he logrado entender. Elias me juró en una ocasión que podía enseñarme a jugar en menos de una semana, pero, puesto que el objeto de las cartas es servir de entretenimiento, aquella promesa fue casi como un presagio.

En cualquier caso, ahora se trataba de mucho más que de pasarlo bien, y si quería que la actitud de Melbury hacia mí siguiera siendo cordial, no me quedaba más remedio que ser un buen compañero de juego. Así pues, me senté a su lado y me presentó a sus compañeros; todos ellos parecían dominar la tarea acrobática de controlar simultáneamente una jarra de bebida, una cajita de rapé y un puñado de cartas.

Melbury empezó a jugar enseguida, y casi pareció olvidar mi presencia. Ciertamente, me resultó un tanto humillante, pues en espacio de unos pocos minutos pasé de ser su confidente particular a ser un mero asistente. Hacía bromas con sus compañeros de partida, arrojaba monedas, bebía con entusiasmo. De vez en cuando se volvía en mi dirección y hacía algún chiste, pero al cabo de un momento ya me había olvidado. Y no podía reprochárselo. Había regateado con Highwall por veinte libras, y en cambio, en menos de una hora perdió más de trescientas. En una mano pensó que iba a ganar un buen montón de dinero, pero uno de sus adversarios ganó de forma inesperada. Me di cuenta de que perder le afectaba mucho, pero entregó el dinero con aparente indiferencia y no le dio ningún apuro sacar más dinero para la siguiente mano.

Después de pasar casi una hora viendo cómo Melbury perdía mucho más de lo que yo habría soñado ganar en dos años de trabajo, decidí que lo mejor era retirarse antes de que Melbury dejara de verme como un valioso compañero y me tomara por un adulador más.

Mientras trataba de pensar una forma de comunicar mi decisión, un hombre al que no había visto se acercó y se inclinó entre Melbury y yo. Sería de mediana edad, e incluso con aquella luz del café vi que las cerdas de su barba eran canosas. Era un hombre delgado; tenía los ojos hundidos, las mejillas angulosas, y tantos dientes ausentes como presentes. Llevaba un viejo traje, limpio pero raído, y se conducía con una dignidad extrañamente artificial.

– Ah, señor Melbury -dijo mientras se interponía entre nosotros-. Me alegra veros, señor. Esperaba encontraros aquí, y aquí os encuentro.

El rostro de Melbury se ensombreció.

– Discúlpenme, caballeros -dijo a los jugadores. Cogió al hombre de la manga y se lo llevó al otro lado de la habitación.

Yo no sabía qué hacer, pero desde luego no quería quedarme sentado como un tonto con los otros jugadores, así que me levanté para seguir a Melbury. Se había sentado a otra mesa con ese individuo y, al acercarme, oí que hablaba en voz muy baja.

– ¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? -decía-. Tened por seguro que pediré al señor Rosethorn que os niegue la entrada en el futuro. -Se volvió hacia mí-. Ah, Evans. Quizá tendré que pediros que hagáis por mí lo que hicisteis el otro día en Covent Garden.

Evidentemente, mi presunción no me había hecho ningún daño.

– Eso no es muy amable por vuestra parte, señor -le dijo el tipo-. Ya me habéis negado la entrada a vuestra casa, y un hombre tiene que llevar sus asuntos donde puede. Vos y yo tenemos un asunto pendiente, señor Melbury, no lo negaréis.

– Los asuntos que haya entre nosotros no son para tratarlos en un lugar público como este -dijo-. Y no podéis interrumpirme cuando estoy reunido con otros caballeros.

– Con mucho gusto trataría este asunto en privado, sí, pero no me habéis dejado otra opción. Y en cuanto a vuestra reunión, me ha parecido que estabais arrojando al viento algo que haríais mejor en aplicar en otra parte.

– No es asunto vuestro cómo empleo mi tiempo.

– No, desde luego. Vuestro tiempo no me interesa, podéis utilizarlo como gustéis. Es vuestro dinero lo que me preocupa. Es muy desconsiderado que lo malgastéis con tanto desparpajo cuando hay quien espera que paguéis una deuda atrasada.

– Debo pediros que os marchéis -dijo Melbury.

El tipo meneó la cabeza.

– Eso no es muy amable, señor. No, desde luego. Vos sabéis que puedo ser mucho más persuasivo, y sin embargo me he mostrado amable y paciente por respeto a vuestra posición. Pero no voy a ser amable y paciente siempre, no sé si me entendéis. -Aquí hizo un inciso y me miró-. Titus Miller a vuestro servicio, señor. ¿Puedo preguntar cuál es vuestro nombre?

– ¿Acaso no tenéis modales? -le dijo Melbury casi a gritos.

– Me parece que tengo muy buenos modales, señor Melbury, pues me los enseñó mi abuela. Soy educado, deferente y pago mis deudas. No veo nada malo en querer conocer el nombre de un caballero, y a menos que haya alguna razón para que no pueda saberlo, os consideraré una persona muy desagradable si no me lo decís.

Me di cuenta de que Melbury no pensaba ceder y decir mi nombre y, puesto que no deseaba que aquello degenerara, decidí zanjar el asunto yo mismo.

– Soy Matthew Evans -dije sin rodeos.

– Bien, señor Evans, ¿os consideráis amigo del señor Melbury?

– No hace mucho que le conozco, pero aspiro a ser su amigo.

– Si sois su amigo, quizá os interese asistirle en sus dificultades. Ciertamente.

Ahora entendía por qué Melbury tenía tan poca paciencia con aquel tipo.