– Creo que es el señor Melbury quien tiene que hablar de sus asuntos, y si desea ayuda, puede hablarlo conmigo sin vuestro permiso.
– No comprendo por qué la gente es siempre tan desagradable -dijo Miller-, y vos habéis decidido ser desagradable, cosa que no me gusta. No os diré cuál es la naturaleza exacta de los problemas del señor Melbury, pues no parece que queráis escucharlos. Solo digo que, si sois su amigo, le ofreceréis ayuda. Si no recuerdo mal, sus otros amigos lo han hecho en el pasado, aunque tal vez en estos momentos no estén a su disposición.
– Miller, haré que os echen si no os marcháis ahora mismo.
El hombre se levantó.
– Me disgusta que hayamos llegado a esto, pero imagino que es inevitable. Me iré, señor, pero tal vez descubráis que nuestro asunto ha tomado una dirección muy distinta. No me gusta mostrarme malvado, pero un hombre debe llevar sus asuntos como mejor pueda.
La noche siguiente tenía una de mis citas con Elias. Antes de que pudiera decir nada, me obsequió con una amplia sonrisa.
– Veo que, por muchos disfraces que lleves, no puedes reprimir tu verdadera naturaleza.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté cuando tomaba asiento.
Empujó un diario tory hacia mí. En él aparecía la historia del gran héroe Matthew Evans, que recientemente había salvado al señor Melbury del ataque de unos rufianes whigs. Ahora había salido en defensa de una furcia whig sin nombre que quería vender su virtud a cambio de votos. Uno de los clientes decidió que su voto valía más de lo que la dama decía, y el señor Evans se adelantó y, sin preocuparse por la filiación de unos y de otros, hizo huir al villano.
Le devolví el periódico a Elias.
– No tenía ni idea de que estos hechos fueran famosos.
– Debes tener cuidado con este tipo de cosas -me dijo-. No debes llamar demasiado la atención, no por tu fuerza. Sería la manera más fácil de que te reconocieran.
– No fue ningún capricho -le aseguré-. No podía quedarme al margen viendo cómo ese canalla tocaba los melones de la señorita Dogmill impunemente.
Elias se medio encogió de hombros con gesto de hastío.
– Sobre eso no puedo decir nada. Tú conoces esos melones mejor que yo. Pero de todos modos, deberías tener más cuidado.
– Me pregunto si, de enterarse Dogmill, se alegraría de ver que alguien ayudó a su hermana o se indignaría porque ese alguien fui yo. Es muy posesivo con ella, ¿sabes? -Le conté la historia que la señorita Dogmill me había relatado: que su hermano atacó a un comerciante que la «secuestró».
– Un cuento maravilloso -dijo Elias-. Y muy instructivo, ciertamente. Tal vez utilice una versión novelizada en mi Historia de Alexander Claren. Quizá podría hacer que un villano finja haber secuestrado a la joven, con su consentimiento, por supuesto, para que su padre…
– Elias -dije interrumpiendo sus ensoñaciones-. ¿Estás proponiendo que secuestre a la señorita Dogmill y me quede esperando a que su hermano se presente como un toro acorralado?
– Oh, no. De ninguna manera. Quiero utilizar esa historia. Si se supiera que has hecho algo semejante, parecería que lo he copiado en mi novela. Y, en estos momentos, creo que es la mejor idea que he tenido. No, tendrás que inventarte tu propia historia.
– Pero es mi historia.
– Pues entonces tendrás que pensar una historia que no te haya robado.
Acto seguido lo puse al corriente de todo lo que había sucedido en aquellos días tan agitados.
– Conozco a ese Titus Miller -dijo-. Comercia con deudas. Me ha comprado una o dos en el pasado, y es implacable, sí, implacable, cuando acosa a sus deudores. Una vez oí que entró por la fuerza en un baño donde un tendero estaba con una pequeña ramera de pelo castaño, y no se fue hasta que el tipo pagó lo que le debía. Sospecho que Melbury se encontrará con algunos dolorosos obstáculos si Miller lo persigue.
– Bueno, como tú dices, la carrera parlamentaria es un asunto muy caro.
– Debe de tratarse de viejas deudas. No le molestaría por los gastos de la carrera mientras esta se está celebrando. Pero me había parecido entender que su esposa, si me perdonas que la mencione, aportó una considerable fortuna al matrimonio.
– Sin duda la señora Melbury fue lo bastante lista para poner sus propiedades por separado al casarse. Quizá a Melbury le resulta bochornoso mencionarle estas deudas. Lo he visto jugar, y tal vez sean deudas de honor. Pero las dificultades de Melbury son la menor de mis preocupaciones. Prefiero saber qué puedes contarme sobre ese asunto de los jacobitas.
– Bueno, ahí está la clave, ¿verdad? Si puedes demostrar que hay un importante jacobita entre los whigs, tendrás exactamente lo que necesitas. Solo tienes que esperar para ver cómo terminan las elecciones. Los tories harán lo que sea para que esa información no salga a la luz, pues les haría quedar como unos traidores. Ya sabes lo impresionable que es la gente: culparía a los tories por lo que han hecho los jacobitas. Y los whigs también harían lo que fuera para que no se sepa, porque quedarían como unos necios. Lo único que tienes que hacer es identificar a esa persona y estarás en el camino a tu libertad.
– ¿Lo único? Sin duda el nombre de ese hombre debe de ser un secreto muy bien guardado.
– Sin duda, sí, pero si alguien como Yate pudo descubrirlo, para un hombre de tu talento será un juego. Por cierto, ¿conoces los resultados de la votación de hoy?
Le dije que no.
– Ciento ochenta y ocho, Hertcomb; ciento noventa y siete, Melbury. La ventaja aumenta cada día que pasa.
– Malas noticias para Hertcomb.
– Me temo que también es una mala noticia para Melbury. Dennis Dogmill no renunciará al escaño de Hertcomb tan fácilmente.
– ¿Qué quieres decir?
– A menos que me equivoque -dijo, dando un bocado a un nabo hervido-, me temo que habrá violencia. Y mucha.
Las palabras de Elias resultaron perturbadoramente acertadas. Al día siguiente, un grupo de cuatro o cinco docenas de hombres se presentó en el centro electoral proclamando que no podía haber libertad sin Hertcomb. Varios de ellos se apostaron en el exterior de la cabina, y cuando salía un hombre que había votado a los tories, lo abucheaban, se mofaban de él y hasta lo golpeaban. Las personas que apoyaban a Melbury recibían una respuesta cada vez más agresiva, hasta que, al final, si alguno se atrevía a votar al candidato equivocado, era golpeado sin piedad.
Melbury y otros tories importantes de la ciudad exigieron la presencia del ejército para dispersar a los alborotadores, pero la triste realidad es que el alcalde y los concejales, así como la mayoría de los magistrados, confraternizaban con Dennis Dogmill y Albert Hertcomb, de modo que dijeron que un poco de violencia en tiempo de elecciones era inevitable, y que lo mejor era no reaccionar de forma exagerada, pues de lo contrario los ánimos de los alborotadores podían encenderse aún más.
Decidí visitar personalmente el lugar para ver a qué extremos llegaba la violencia. Vi que era cruel y real, y que sin duda le costaría a Melbury muchos votos. Ese día terminó con ciento setenta votos para el señor Hertcomb y solo treinta y uno para su oponente. Unos días más como aquel y Melbury perdería el liderazgo. Y si Melbury no ganaba, las posibilidades de limpiar mi nombre quedarían reducidas prácticamente a cero.
Por esta razón, y algunas otras, observé cierto hecho con gran interés. A menos que mis ojos me engañaran, los hombres que alborotaban en contra de Melbury eran los estibadores de Greenbill Billy.
22
No me complacía que mi destino tuviera que estar tan estrechamente ligado al de un hombre como John Littleton, pero no veía la forma de evitar solicitar sus servicios una vez más. Le mandé una nota en la que le pedía que se reuniera conmigo en una taberna de Broad Street, en Wapping. Me presenté sin disfraz, pues Littleton no sabía nada de mi personaje de Matthew Evans y me pareció más seguro. Hasta el momento, a su manera, se había mostrado deseoso de ayudarme, pero uno nunca sabe cuándo pide demasiado o se convierte en una gran tentación.