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– Me atrevería a decir que estáis hablando en contra de ellas ahora -comenté.

De nuevo, el señor Ufford me sorprendió con su carácter bondadoso. Rió y me dio unas amables palmaditas en el hombro.

– Debéis perdonarme si hablo demasiado, Benjamin. Pero cuando se trata de los pobres y su bienestar nunca diré bastante.

– En ese particular sois admirable, señor.

– Solo cumplo con mi deber de cristiano… y me gustaría ver que otros en mi iglesia lo hacen. Pero, como digo, he hecho mía la causa de los pobres y he hablado de las injusticias a las que se enfrentan. Yo pensaba que mis actos harían el bien, pero he descubierto que hay a quien no le gusta mi mensaje, incluso entre los más necesitados, entre los hombres a quienes deseo ayudar. -En este punto, Ufford metió la mano en el interior de su levita y sacó un pedazo arrugado de papel-. ¿Queréis que os lo lea, Benjamin? -preguntó con toda la intención.

– Soy hombre de letra -dije, tratando con todas mis fuerzas de ocultar la irritación. No era frecuente que se me tuviera por alguien tan inculto como para no saber leer.

– Por supuesto, la vuestra es una raza cultivada, lo sé.

Me entregó la nota, escrita en unos caracteres bastos e irregulares.

Señor Yufur:

Mardito y mardito dos vezes y dos vezes mas, canaya sin escrúpulos. A naide le interesan sus discursos, mardito. Si no callas de una vez descubrirás que ay qien sabe azeros qe os cayais quemando vuestra casa con bos adentro y si la piedra no se qema pues os cortaran el pescuezo y os desangrareis porqe sois un zerdo. No mas discursitos sobre los pobres o vais a enteraros de lo que somos los pobres y qe podemos hazer y sera lo ultimo que sabréis porqe os iréis al infierno zerdo retorzido. Ya emos avisado, la prosima bez le mataremos.

Dejé la nota sobre la mesa.

– En mis tiempos, yo también oí a hombres de mi religión pronunciar discursos con los que no estaba del todo de acuerdo. Sin embargo, esta respuesta me parece excesiva.

Ufford negó con la cabeza tristemente.

– No podéis imaginaros la sorpresa que sentí al leer esta nota, Benjamin. Que yo, que he decidido dedicar mi vida a ayudar a los pobres, tenga que recibir sus insultos, aunque sean pocos, es una enorme decepción para mí.

– Y da miedo -apuntó Littleton-. Todo eso de quemar la casa y cortarle el pescuezo. Pondría a cualquier hombre muy nervioso. Vaya, si fuera yo, me escondería en la bodega como un niño azotado.

Sin duda al señor Ufford le había puesto nervioso. El cura se sonrojó y se mordió el labio.

– Sí. Veréis, Benjamin, mi primer pensamiento fue que, si la gente se oponía tan enérgicamente a mis sermones, quizá no debía continuar pronunciándolos. Después de todo, aunque tenga cosas que decir, no me considero tan excéntrico como para arriesgar mi vida por mis ideas. Pero entonces, cuando lo medité más a fondo, pensé si eso no sería una cobardía. Sería mucho más honorable descubrir quién estaba detrás de esas notas y llevarlo ante la justicia. Ni que decir tiene que no volveré a dar más sermones sobre el tema hasta que este asunto esté solucionado. Sería una imprudencia.

Al instante empecé a sentir que la helada maquinaria de mi oficio empezaba a descongelarse. Pensé en una docena de hombres sobre los que podía preguntar. Pensé en las tabernas que visitaría, en los mendigos predispuestos a que les preguntara. Había mucho que hacer para ayudar al señor Ufford, y me di cuenta de que estaba deseando hacerlo… no por él, sino por mí mismo.

– Si se lleva el asunto correctamente, no será difícil dar con el autor -aseguré. La seguridad de mi voz nos alegró a ambos.

– Oh, eso está bien, señor, muy bien, desde luego. Me han dicho que vos sois el hombre indicado para estos asuntos. Si supiera quién ha enviado la nota y solo fuera menester capturarlo, tendría que recurrir a Jonathan Wild. Pero me dicen que vos sois quien puede encontrar a un hombre cuando nadie sabe dónde está.

– Me halaga vuestra confianza. -Reconozco que me complacieron sus palabras, pues los méritos que me atribuía los había ganado a pulso. Había aprendido una o dos cosillas gracias a los problemas que tuve cuando trataba de descubrir quién había asesinado a mi padre y la relación que tenía su muerte con los complejos engranajes económicos que impulsan esta nación. Pero, lo más importante, descubrí que la filosofía que se esconde detrás de sus monstruosas finanzas, y que lleva por nombre «teoría de la probabilidad», podía aplicarse de forma sorprendente a la captura de ladrones. Hasta que supe de ella, no conocía otra forma de localizar a un villano que la de utilizar testigos o sonsacar confesiones. Pero, mediante el uso de la probabilidad, descubrí la forma de especular y calcular quién era más probable que hubiera cometido el crimen, cuál podía ser el motivo, y cómo el rufián podía haber llevado a cabo sus fechorías. Con este nuevo y asombroso método logré atrapar a criminales que de otro modo habrían escapado de las garras de la justicia.

– Imagino que os estaréis preguntando por qué he pedido a John que nos acompañara -dijo Ufford.

– Sí, me lo había preguntado -concedí.

– John es una persona que he conocido a través de la labor que realizo con los pobres de mi parroquia. Y, ciertamente, sabe mucho sobre las personas que podrían haber enviado esta nota. He pensado que podría orientaros un poco mientras exploráis las guaridas de los desafortunados habitantes de Wapping.

– No me gusta meterme en esas cosas -me dijo Littleton-, pero el señor Ufford me ha hecho algunos favores y tengo que devolvérselos en lo que puedo.

– Bien. -Ufford apuró su vaso y se apartó de la mesa-. Creo que ya hemos terminado. Evidentemente, debéis informarme de vuestros progresos. Y si tenéis alguna pregunta, espero que me mandéis una nota y buscaremos una fecha adecuada para discutir el asunto.

– ¿No preguntáis -dije yo- por mi tarifa para realizar el servicio que pedís?

Ufford rió y se toqueteó con nerviosismo uno de los botones de su levita.

– Por supuesto, imagino que querréis vuestro dinero. Bien, cuando hayáis terminado, nos ocuparemos de eso.

Así era como los hombres de la posición del señor Ufford acostumbraban a pagar a los comerciantes. No preguntaban hasta que el trabajo estaba hecho, y entonces pagaban lo que querían cuando querían… o no pagaban. ¿Cuántos cientos de carpinteros, herreros y sastres se habían ido a la tumba en la más absoluta pobreza mientras los ricos a quienes servían les robaban abiertamente bajo el amparo de la ley? Yo no era tan necio como para aceptar semejante trato.

– Necesito que se me paguen cinco libras ahora, señor Ufford. Si mis pesquisas se prolongan más de quince días os pediré más, y entonces podréis decirme si estáis lo bastante satisfecho para pagarme lo que pido. Sin embargo, por experiencia puedo deciros que si en quince días no he conseguido localizar al criminal, seguramente nunca lo encontraré.

Ufford se soltó el botón y me miró con expresión severa.

– Cinco libras es mucho dinero.

– Lo sé -dije-. Por eso deseo que me las deis.

El hombre se aclaró la garganta.

– Debo informaros de que no estoy acostumbrado a pagar antes de que el servicio esté hecho, Benjamin. Y no demostráis ningún respeto al pedírmelo.

– Ni pretendo ser respetuoso ni pretendo ser rudo. Se trata simplemente de mi forma de llevar estos asuntos.

Ufford suspiró.

– Muy bien. Podéis volver hoy más tarde. Barber, mi sirviente, os entregará una boba con lo que pedís. Entre tanto, sin duda ustedes dos tienen mucho de qué hablar, jovencitos. Pueden quedarse en esta habitación tanto como quieran, siempre que no pase de una hora.