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Nos detuvimos en el exterior de la taberna en cuestión, donde se había congregado una gran multitud. No eran como los desalmados que habían empezado a frecuentar los centros electorales, se trataba de hombres respetables de clase media -tenderos, oficinistas, abogados de poca monta- que difícilmente se dejarían arrastrar a la violencia. Así que dejé escapar un suspiro de alivio. Y luego otro más, pues vi que aquella gente estaba esperando para entrar en la taberna. Melbury, suponía yo, estaría demasiado impaciente para esperar tanto tiempo -puede que incluso horas- solo para cruzar unas palabras airadas con unos hombres que ni siquiera le harían caso. Sin embargo, pronto descubrí que lo había subestimado. Se aproximó a la chusma, anunció a voz en grito que tenía intención de pasar, y su tono de autoridad hizo el resto. Los hombres, perplejos e irritados, se apartaron. A nuestro paso, mascullaban, pero pasamos de todos modos.

Una vez dentro, la escena no podía calificarse sino de alborotada. Un gran cordero se asaba en un espetón al fuego, y a cada vuelta se cortaba un trozo y se ponía en un plato, premio por el que un centenar de impacientes manos se levantaban. Olía a carne chamuscada, a tabaco fuerte y al vino derramado que formaba charcos pegajosos en el suelo. En el centro de la taberna se habían apartado las mesas para dejar un espacio abierto, y los hombres que no reclamaban cordero como prisioneros hambrientos se habían reunido allí en un círculo; algunos de ellos reían, y otros se lamentaban o se cogían la cabeza horrorizados.

Melbury me dio un codazo.

– Ahí es donde lo encontraremos -dijo señalando al círculo. Lo rodeamos hasta llegar a un lugar que consideró propicio para nuestra entrada y empezó a abrirse paso entre la multitud, que fácilmente tendría unos cinco o seis hombres de profundidad. Ya estábamos medio introducidos cuando vi en qué consistía el espectáculo. Un par de gallos, uno negro con estrías blancas y el otro blanco con pintas rojas y marrones, se desplazaban en círculos con un inconfundible aire de amenaza. El negro se movía lentamente, y vi que tenía las plumas apelmazadas y húmedas, pero a causa de su color y de la escasa luz, al principio no me di cuenta de que era su propia sangre lo que lo empapaba.

El gallo negra retrocedió y saltó contra el blanco, pero era evidente que había perdido fuerza. El otro, más fuerte, sin el impedimento de las heridas, evitó fácilmente el ataque y, aprovechando que el agresor perdía el equilibrio, se volvió y saltó sobre él. Entonces me di cuenta de que les habían sujetado unas pequeñas cuchillas a las uñas, lo cual aumentaba el daño de sus armas naturales de forma espantosa. El ave blanca dio a su oponente lo que sin duda era el golpe de gracia; el bicho se volvió sobre un lado y no luchó más.

Una ruidosa confusión de voces se elevó de la multitud y el dinero empezó a cambiar rápidamente de manos. Un instante después se había hecho el silencio suficiente para que alguien empezara a hablar. Resultaba difícil oír nada, pero enseguida me di cuenta de que la voz que escuchaba era la de Dennis Dogmill.

– De aquí a una hora presentaremos otra pelea para vuestro entretenimiento -anunció-. Por el momento, aquellos que hayan escogido al gallo equivocado en la contienda pueden consolarse pensando que esa bestia era un miembro del partido tory, y en las proximidades del gallinero se comenta que era de tendencias jacobitas. Además, hay otros motivos para regocijarse. Dominamos a la oposición en las urnas, y pronto podremos brindar por la victoria de las libertades whigs sobre el absolutismo tory.

La multitud contestó a esta proclama con más risas de las que merecía; luego, los hombres empezaron a dispersarse, algunos en dirección al cordero, que seguía girando y dando carne, otros en dirección a los barriles de vino, que vertían bebida barata generosamente. Sin embargo, no había ninguna duda de hacia dónde iría Griffin Melbury a buscar su sustento. Se dirigió con decisión hacia Dennis Dogmill y Albert Hertcomb.

– ¿Estos deportes sangrientos han satisfecho suficientemente a vuestro electorado o seguiréis confiando en que vuestros matones se mofen de las libertades británicas?

– Difícilmente puede considerarse una mofa permitir que quienes no tienen derecho a voto expresen sus opiniones como mejor puedan -afirmó Hertcomb-. Imagino que hay hombres inclinados a hacer las cosas a la francesa… utilizando soldados que derriben a cualquier hombre que diga algo que no es de su agrado.

– No escucharé vuestras mentiras -dijo Melbury-. Debéis saber que si vuestros matones no desaparecen, los Comunes impugnarán las elecciones.

– Puede -concedió Dogmill-, pero puesto que todo parece indicar que la mayoría whig será arrolladora, probablemente más que nunca, no tengo ninguna duda de las conclusiones que sacará tan augusto cuerpo.

La tranquilidad de aquellas palabras, la autoridad con que fueron pronunciadas, la seguridad en la victoria que delataban -a pesar de que el candidato tory seguía yendo en cabeza-, solo consiguieron enfurecer más a Melbury.

– ¡Bribón sinvergüenza! ¿Creéis que Westminster no es más que otro burgo corrupto que se puede asignar a quien os plazca porque vais repartiendo dinero? Creo que pronto vais a comprobar que la libertad británica es una bestia que, una vez suelta, no se domina fácilmente.

– Os pido disculpas -dijo Dogmill-, pero no toleraré que vos ni ningún otro hombre se dirija a mí en semejantes términos.

– Si os consideráis agraviado, estoy dispuesto a ofreceros una satisfacción.

– El señor Dogmill no cree que deba defender su honor en temporada de elecciones -comenté de motu proprio-. Porque el electorado whig no respetaría a un hombre que valora su nombre o su reputación o algo por el estilo. He descubierto que si presionáis lo bastante al señor Dogmill, pierde los nervios y se pone a dar coces, pero nunca se comporta como correspondería a un hombre de honor.

– No penséis que me he olvidado de vos, señor Evans -me dijo-. Podéis estar seguro de que cuando terminen las elecciones conoceréis la diferencia entre un hombre de quien se puede abusar y un hombre decidido.

– Me malinterpretáis -dije- si pensáis que cuestiono vuestra decisión. Cualquier hombre capaz de convencer a las personas a las que mantiene sumidas en la pobreza para que se levanten contra el hombre que les haría la vida más fácil sin duda es un hombre decidido.

– ¿Cómo? ¿Esos estibadores? -Se rió-. Os agradezco el cumplido, pero no debéis pensar que tengo nada que ver con su comportamiento. Sin duda habéis malinterpretado la naturaleza de la vida en nuestra isla, Evans, puesto que sois nuevo aquí. Esos individuos de baja ralea querrán al hombre al que sirven mientras les pague, y cuanto menos les pague, más lo querrán. Podemos hablar de libertad británica, pero la verdad es que a esos brutos les encanta sentir el látigo en la espalda y la bota en sus traseros. Yo no les animé a que me defendieran. Lo hicieron porque, dentro de sus limitaciones, comprendieron que era lo correcto.

– Esos tipos son buenos whigs -dijo Hertcomb-, y ninguna agitación los convertirá en tories.

– Ni son whigs ni les gusta que los pisen -dije yo-. Jugáis a un juego peligroso con su libertad.

Dogmill dio un paso hacia mí.

– Bueno sois vos para hablar de libertades. Habladnos de la libertad de los africanos esclavizados en vuestras tierras en Jamaica. ¿Qué libertad tienen ellos para decir lo que piensan? Decidnos, señor Evans, ¿cuánto habéis ganado gracias a los trabajadores que pisoteáis en vuestra plantación?

Me quedé sin palabras, pues no me había parado a pensar en aquel aspecto de mi disfraz y, aunque sabía que había argumentos a favor de la esclavitud escritos en papel, no estaba familiarizado con ninguno que pudiera pronunciar sin sentirme un necio. Supongo que, de haberlos ensayado, hubiera podido ofrecer alguna astuta réplica en defensa de esta práctica que ningún hombre honorable respaldaría. Y sin embargo hubiera preferido defender todas las maldades del mundo a quedarme allí como hice, apocado y confuso, dejando que Dogmill pensara que había dado en el blanco.