Para mi vergüenza, Melbury acudió al rescate.
– Un hombre implicado en el tráfico de carne humana difícilmente puede criticar a otro por ser cliente de ese tráfico. Vuestra idea de la verdad es tan retorcida como vuestra idea de lo que son unas elecciones honorables. He venido aquí, en medio de vuestros rebeldes, para informaros de que no pienso permanecer impasible viendo cómo corrompéis las elecciones. No os temo, ni doy crédito a vuestra reputación. Podéis desafiarme o no, eso depende de vuestro sentido del honor. Pero lo que no haréis será derrotarme, no mediante trampas. Podéis participar en esta competición limpiamente o participar sin más. Pero nunca compraréis un escaño en la Cámara de los Comunes. No aquí. No en Westminster. Me he apostado como vigilante en el puente de la libertad, señores, y no permitiré que pase la corrupción.
Y con esto giró sobre sus talones y salimos del corazón de la bestia, sin dejar a nadie la oportunidad de contestar.
Cuando estuvimos de vuelta en el carruaje, Melbury se congratuló por su bonito discurso.
– Le he dicho un par de cosillas. Aunque no es que le importen, claro. Mis palabras no significarán nada para él.
– Entonces, ¿por qué molestaros en pronunciarlas?
– Pues porque me he asegurado de que algunos hombres de los periódicos tories estuvieran ahí. Sin duda publicarán mis palabras para que la gente las lea, del mismo modo que verán que soy lo bastante hombre para hablarles en el mismo corazón de su guarida. Seguramente Dogmill y Hertcomb están ahora riendo de lo necio que soy para ir a molestarlos con mis discursos mojigatos, pero creo que van a provocar bastante revuelo. Si un hombre está indeciso en estas elecciones, se regocijará ante mi determinación para combatir la corrupción de unos villanos a sueldo que importunan a los tories en los centros electorales.
– ¿Y cómo os proponéis combatirlos? ¿Pensáis pagar a vuestros propios rufianes?
Me lanzó una mirada que habría podido esperar de haberle preguntado si pretendía besar a Hertcomb en los labios. Intuí que le había decepcionado profundamente.
– Esas tácticas se las dejo a Dogmill y los whigs. No, derrotaré la violencia con la virtud. Sus hombres no pueden seguir alborotando para siempre. El rey tendrá que enviar a sus soldados tarde o temprano, y cuando vuelva la tranquilidad a las urnas, los electores de Westminster estarán más deseosos que nunca de votar por mí.
Yo admiraba a regañadientes aquella resolución, pero al día siguiente, cuando visité Covent Garden, vi que algunos hombres habían cogido las armas en nombre de la causa tory. Hubiera podido disculpar a Melbury y pensar que actuaban por voluntad propia, pero era evidente que les habían pagado para hacer aquel trabajo. Los hombres que luchaban por la causa de Griffin Melbury eran los estibadores de Littleton.
23
La escena que encontré en Covent Garden me resultó poco menos que increíble. Era como volver a estar en Lisboa, en los tiempos de la Inquisición, o en alguna capital medieval, cuando la peste asolaba la tierra. Quería presenciar aquellos hechos por mí mismo, y perdí no poco tiempo tratando de decidir si debía presentarme como Evans o como Weaver. Si bien temía que alguien reconociera a Weaver, me había dado cuenta de que no todo el mundo mira a la cara a su vecino para ver si es un fugitivo. Por otra parte, Evans era un caballero, y eso significa que podía llamar la atención involuntariamente entre los matones de las elecciones, así que ganó Weaver.
Me maravillaba ver que unos pocos hombres y unas pocas monedas pudieran derribar tan fácilmente el monumento de nuestras queridas libertades británicas. Unos pocos votantes aguerridos desafiaron el peligro, pero fue una locura. Si un matón oía a alguien pronunciar el nombre del partido tory en las cabinas electorales, lo apaleaban sin contemplaciones. Y entonces los del bando opuesto intervenían y levantaban sus puños en contra de los ofensores. Los espectadores se congregaban para presenciar los festejos. Entre la chusma había abundancia de vendedoras de ostras, rateros y mendigos, y yo procuré mantenerme a una distancia segura, pues no deseaba convertirme en víctima de las astucias de nadie.
De esta forma, estuve observando a algunos hombres que reconocí de la pandilla de Littleton y llegué a la conclusión de que Melbury había decidido llevar la batalla al terreno de Dogmill. Este descubrimiento me produjo cierta satisfacción. A pesar de sus nobles palabras, Melbury no era mejor que los demás.
Sin embargo, la escena no me resultaba agradable y, cuando un pequeño perro muerto que salió volando por los aires casi me acierta en la cabeza, decidí que había llegado el momento de marcharme. Sin embargo, al darme la vuelta, de lejos vi a un hombre que me resultaba familiar. Supe que lo conocía a él, y a sus compañeros, antes de darme cuenta de quién era. Entonces me vino a la cabeza: eran los guardias aduaneros que habían intentado prenderme en un par de ocasiones.
Por un momento me quedé paralizado por el miedo, pensando que me habían seguido hasta allí y que sabían dónde me alojaba. Pero entonces vi que reían y caminaban con la dejadez de los borrachos. No estaban allí por mí, solo querían divertirse con el espectáculo. A punto estuve de escabullirme, aliviado, porque yo los había visto antes de que ellos me vieran a mí. Pero entonces tuve una idea mejor. Los seguiría.
No fue una tarea difícil. Aquellos tipos se metieron en una taberna cerca de Covent Garden, en Great Earl Street, y se sentaron al fondo, donde pidieron enseguida de beber. Yo, por mi parte, busqué un rincón oscuro desde donde poder verlos y donde era poco probable que ellos me vieran a mí. Llamé al tabernero y le pregunté qué iban a tomar aquellos dos prendas.
– Han pedido vino -me dijo-, pero no querían pagar y al final se han quedado con un clarete que está hecho vinagre desde hace una semana o más.
– Envíales dos botellas del mejor clarete que tengas. Diles que les invita un caballero que les ha oído pedir y que ya se ha marchado.
El tipo me miró con curiosidad.
– Esto me huele mal. ¿No tendrían que saber quién los emborracha? Quizá debería contarles su propuesta y que sean ellos los que decidan.
– Si dices algo de mí, te partiré las piernas -le dije. Y sonreí-. Por otro lado, si no lo haces, te daré un chelín de propina.
Él asintió.
– Bueno. Parece que voy a decir una mentirijilla, ¿eh?
– Hay cosas peores que ser invitado por un desconocido -expliqué, para suavizar sus recelos. Pero fue un derroche. La promesa del chelín ya había hecho todo lo que se podía hacer.
Durante casi dos horas estuve sentado en mi rincón, bebiendo tranquilamente una mala cerveza y comiendo unos panecillos calientes que mandé al tabernero a buscar a la tahona de la esquina. Finalmente, los dos hombres se levantaron tambaleándose. Dieron las gracias a gritos al tabernero y uno de ellos se acercó y le estrechó la mano. Sin duda era el más borracho de los dos, así que me decidí por él.
Me levanté y salí rápidamente para no perderlos, pero no había por qué apresurarse. Los encontré en el exterior de la taberna, dejando caer monedas y volviéndolas a recoger, para dejarlas caer de nuevo y reírse. Aguardé amparado por la penumbra de la entrada durante cinco crispantes minutos mientras ellos seguían con este ritual, hasta que finalmente se despidieron. Uno de ellos se fue, presumiblemente a un lugar seguro. Al otro le esperaba un destino mucho más funesto.
Procuré no demorarme. En cuanto el hombre dejó atrás una calle concurrida, apreté el paso. Con esto me arriesgaba a que me oyera, pero, dado su estado de embriaguez, estaba dispuesto a correr ese riesgo. Sin embargo, el hombre se dio la vuelta, asustado por el sonido de mis pasos. Se detuvo y abrió la boca para decir algo, pero no llegó a decir nada, porque mi puño le hizo tragarse sus palabras.