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– Por supuesto. Pero no os pondremos a vos antes que a nuestra causa.

– Ni lo espero. Pero no veo en qué pueden molestaros mis pesquisas. Me guardaré lo que averigüe para mí.

– Por ahora. Dejad que os diga una cosa, señor Weaver. No me gustaría que descubrierais algo que pueda convertiros en nuestro enemigo en el futuro.

Yo asentí. A Johnson le gustaba que fuera por la ciudad poniéndoles las cosas difíciles a los whigs, pero no le gustaba la idea de que demostrara mi inocencia y luego quedara libre de decir lo que sabía de los jacobitas. Ya había manifestado que no deseaba unirme a su causa y Johnson temía que, si limpiaba mi nombre, contaría lo que había descubierto sobre él y sus aliados jacobitas a los whigs.

– Tengo una deuda de honor con vos. Me ayudasteis en el asunto de los guardias de aduanas, y no lo olvidaré.

– ¿Y no diréis nada de nosotros al ministerio cuando estéis a salvo?

Negué con la cabeza.

– Aún no lo sé. ¿Debe un hombre anteponer su honor a una traición a su país?

El comentario no pareció divertirle.

– Entonces veréis que tengo razón. No queráis saber lo que no os conviene. -Se puso en pie bruscamente-. Espero haber sido claro.

Yo también me puse en pie.

– Por el momento sí. Aunque no puedo decir que entienda del todo lo que me estáis pidiendo.

– Os lo diré más claro. No os pido nada, pero debéis comprender que no somos una banda de ladrones a quienes podéis afrontar impunemente. Hasta ahora os hemos dejado en paz, señor, porque habéis logrado cierta popularidad, y actuar en vuestro perjuicio podría acarrearnos ciertas dificultades. Pero, por favor, sabed que si nos amenazáis en la forma que sea, no vacilaremos en destruiros.

El discurso del señor Johnson se quedó poco más que en un bonito sentimentalismo, pues al día siguiente los amigos del señor Dogmill en la ciudad decidieron que no podían seguir haciendo la vista gorda ante la violencia y apostaron soldados en Covent Garden. De haber marchado sobre los alborotadores, sin duda se hubiera producido una batalla campal, pues a aquellos que destruyen, roban y asesinan no les gusta ver sus libertades británicas frenadas por la bestia más venenosa, el ejército. Por suerte, los dragones se desplegaron con una estrategia poco común; se apostaron en la plaza mucho antes del amanecer, así que cuando los porteadores llegaron, y vieron que iban a tener una decepcionante bienvenida, se escabulleron, con la satisfacción de haber cumplido con su deber durante más de media semana.

Durante ese tiempo, el liderazgo de Melbury sufrió un serio revés, pero no cabía duda de que ahora podría recuperarse, pues en Westminster el sentimiento general era de insatisfacción por la influencia de Dogmill. Los disturbios habían sido una apuesta muy arriesgada con la que los whigs esperaban acabar con el liderazgo de los tories. Pero lo único que consiguieron fue fortalecer su causa, y por ello les estaba yo agradecido. Ahora no dudaba de que en cuanto Melbury ocupara su escaño en los Comunes, haría lo que pudiera por mi causa y por arruinar a su viejo enemigo.

Era jueves, así que estuve preparándome para acudir esa noche a la taberna que mencionó el guardia de aduanas. Había cierto riesgo, pues no sabía si el hombre habría seguido mi consejo y habría huido de la ciudad para no provocar mi ira. Sin embargo, pensaba tomar mis precauciones; la más importante era presentarme como Matthew Evans, no como Benjamin Weaver. Si el guardia de aduanas no había mantenido la boca cerrada, estarían esperando a un fugitivo, no a un caballero elegantemente vestido. Por supuesto, dado que me buscaban a mí, siempre cabía la posibilidad de que me reconocieran a pesar del disfraz. Pero estaba dispuesto a arriesgarme.

Sin embargo, a pesar de mi determinación, no estaba del todo convencido de que pudiera descubrir gran cosa yendo a aquella taberna. Ya sabía que Dogmill sobornaba a los funcionarios de aduanas. Todo el mundo lo sabía, y no le importaba. Entonces, ¿qué podía descubrir? Podía descubrir la identidad de la persona que pagaba a los funcionarios de aduanas, que muy bien podía ser la mano derecha de Dogmill, el tipo que ejecutaba las órdenes violentas. Tenía la débil esperanza de descubrir esa misma noche la identidad del hombre que había matado físicamente a Yate.

Me instalé en un rincón oscuro y pedí una jarra de cerveza, intentando llamar la atención lo menos posible. Fue sencillo, pues los guardias estaban ocupados con sus cosas.

Empezaron a llegar a las ocho, como se les había pedido. Era evidente que los utilizaban; aquel era un ardid en el que se hacía caer con frecuencia a los trabajadores. Los sueldos rara vez llegaban a las ocho como les habían prometido, sino a las once, así que mientras esperaban no podían hacer más que comer y beber. Por este favor, el pagador recibía una recompensa del tabernero.

Después de casi dos horas, empecé a impacientarme y hasta consideré la posibilidad de abandonar mi posición, pero mi paciencia iba a ser recompensada. Unos minutos después de las diez, llegó un hombre que fue recibido entre vítores por los de aduanas. Bebieron una jarra entera en su honor, y cuando hubo repartido los salarios, otra más. Hasta le llevaron una bebida y lo trataron como si fuera un rey y no un simple subordinado que hacía un servicio a su señor.

Era Greenbill Billy. El cabecilla del grupo de trabajadores estaba al servicio del mismo hombre a quien decía oponerse.

Mi encuentro anterior con Greenbill empezaba a tener sentido. Me había preguntado qué sabía de la implicación de Dogmill, no porque necesitara la información, sino para ver qué sabía realmente. Me había animado a vengarme de Dogmill, no porque deseara que lo hiciera, sino para poder informar a su amo de mis intenciones.

Lo observé entre los oficiales de aduanas. Tuvo el detalle de dejar que lo invitaran a unas rondas, pero después quiso marcharse enseguida. Se ladeó la gorra y les deseó buenas noches. Yo no perdí el tiempo y salí tras él. Para mi alivio, no tomó un carruaje; pareció que prefería caminar. Podía haberlo seguido para saber adónde iba, y luego según me conviniera. Pero ya había esperado demasiado. No pensaba esperar más.

Cuando Greenbill pasó delante de un callejón, eché a correr y lo golpeé con fuerza en la nuca con las dos manos cruzadas. Reconozco que confié un poco en la suerte. Esperaba que cayera de bruces y no pudiera verme; esta vez los dados me favorecieron. Greenbill cayó sobre los desperdicios del callejón -el contenido de orinales, pedazos de perros muertos roídos por ratas hambrientas, corazones de manzanas y conchas de ostras- y lo empujé contra el suelo con fuerza, haciendo que su cabeza se hundiera en la tierra blanda. Desesperado por mantener mi anonimato, le arranqué la lazada del cuello y se la puse a modo de venda sobre los ojos. Ayudándome con la rodilla para sujetarle los brazos, le até la venda con fuerza y entonces le di la vuelta para sacarle la cara del cieno.

– Parecías muy satisfecho en esa taberna, con los guardias de aduanas -comenté con acento irlandés. Con ello pretendía proteger mi identidad y hacerle creer que el atacante era un agente jacobita-. No pareces igual de satisfecho ahora, ¿eh, amigo?

– Quizá no -dijo-, pero en la taberna no tenía los ojos vendados ni estaba bañándome en mierda. Es difícil sentirse uno satisfecho cuando tienes eso en tu contra.

– Tú nadas en cosas mucho peores que la mierda, amigo, he estado observándote, y conozco tu secreto.

– ¿Y cuál es ese secreto? Tengo tantos que dudo que los hayas descubierto todos.

– Que estás al servicio de Dennis Dogmill. Creo que esa revelación podría arruinar tu reputación entre los estibadores.

– Y lo haría, hombre de la lluvia -reconoció-, pero al menos Dennis Dogmill tendría que darme un puesto más digno. Crees que me asustas diciéndome eso, pero me estarías haciendo un favor. Así que venga, pórtate todo lo mal que puedas, irlandés. Ya veremos quién sale ganando y quién acaba con un miserable plato de avena hervida.