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– En política no existen los amigos -me dijo Melbury-. No fuera del propio partido, y desde luego no en época de elecciones.

No debería haberle enseñado los dientes, pero empezaba a cansarme de que me tratara como si yo viviera exclusivamente a su servicio. Haberme visto obligado a aflojar mi bolsa con el recaudador de deudas me había alterado no poco. Y, me dije a mí mismo, nadie salvo un adulador hubiera dejado de manifestar su indignación ante semejante abuso.

– Tal vez no pueda haber amigos en política -dije con suavidad-. Pero os recuerdo que yo no me presento para los Comunes y puedo tener amistad con quien me plazca.

– Por supuesto -concedió Melbury afablemente, temiendo quizá haberse excedido-. Es solo que no querría veros sucumbir ante las artimañas del enemigo, incluso si utiliza a una bella hermana para lograrlo.

– ¿Cómo? -exclamé-. ¿Estáis insinuando que el interés de la señorita Dogmill por mi compañía solo es para servir a su hermano?

Melbury volvió a reír.

– Bueno, desde luego. ¿Qué pensabais? ¿Hay alguna otra razón para que de pronto se acerque a un enemigo tory de su hermano en época de elecciones? Vamos, señor. Sin duda sabéis que la señorita Dogmill es una bella mujer con una bella fortuna. En la ciudad hay un gran número de hombres que desearían haber conseguido lo que a vos se os ha dado sin más. ¿Creéis que no hay ninguna razón para vuestro éxito?

– Creo que hay una razón, sí -dije algo acalorado, aunque no hubiera podido justificar mi reacción. Solo sabía que, por muy absurdo que parezca, me ofendió que Matthew Evans hubiera sido insultado-. La razón es que a esa dama le gusto.

Creo que Melbury pensó que había llevado el asunto demasiado lejos, pues me puso una mano en el hombro y rió con gesto cordial.

– ¿Y por qué no? Solo digo que debéis tener cuidado, señor, no sea que el señor Dogmill trate de utilizar el aprecio que profesáis por su hermana para su provecho.

No era eso lo que había insinuado, pero no tenía sentido que insistiera, así que dejé que se replegara sin acosarlo.

– Sé perfectamente cómo es Dogmill. Y ciertamente tendré cuidado con él.

– Muy bien. -Melbury volvió a llenar su vaso, y bebió la mitad de un trago-. Os he pedido que vinierais esta noche, señor Evans, porque hablando con algunos de los hombres más importantes del partido me ha parecido entender que ninguno de ellos tiene trato con vos. Sé que acabáis de llegar a Londres, así que he pensado que esta cena sería una buena ocasión para que conocierais a ciertas personas de relevancia.

– Sois muy amable -le aseguré.

– Nadie lo negaría. Sin embargo, me gustaría pediros algo a cambio. Cuando nos conocimos, me hicisteis ciertos comentarios en relación a los hombres que trabajan en los muelles y su vinculación con el señor Dogmill. Tal vez no fui muy prudente al desdeñar vuestras palabras, pues entiendo que estos estibadores se han convertido en una fuente de disturbios contra nuestra causa. Pero veréis que ahora sí estoy dispuesto a escucharos.

Era muy generoso que se ofreciera a escucharme, pero yo no tenía ni idea de qué decir. Uno de los inconvenientes de mi personaje era que con frecuencia tenía que inventar información en el momento, y me resultaba difícil no confundirme con tantas mentiras en mi cabeza.

– No sé qué más puedo añadir -dije, tratando de recordar lo que le había dicho la primera vez; quizá que Dogmill pagaba a los funcionarios de aduanas o algo por el estilo-. Me asegurasteis que lo que quería deciros era de dominio público.

– No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, debo señalar que las elecciones han entrado ya en su segundo tercio. Ahora que se ha dispersado a los alborotadores, creo que podré salvar mi liderazgo, pero me gustaría disponer de alguna munición adicional. Así que, si tenéis algo que decir, os ruego que lo digáis ahora.

Estaba a punto de volver a negar o repetirle lo que ya le había dicho de Dogmill cuando se me ocurrió una idea. Hasta ese momento, yo no había sido más que un acérrimo defensor, y desde luego él conocía mi lealtad. Pero, de la misma forma que un hombre empieza a despreciar a la mujer que no ofrece resistencia, me pregunté si Melbury no empezaba a tenerme en menos por la facilidad con que podía utilizarme. Así pues, decidí utilizar algunas artimañas femeninas.

Negué con la cabeza.

– Ojalá pudiera deciros más, pero hablar sería prematuro. Solo puedo prometeros una cosa, señor. En estos momentos estoy en posesión de una información que acabaría con el señor Hertcomb, pero temo que también pueda perjudicar a vuestro bando. Debo averiguar más detalles para poder asegurar que el villano es Hertcomb y no alguna otra persona.

Melbury apuró su vaso y volvió a llenarlo sin preocuparse por si yo quería más (y, según recuerdo con cierto pesar, sí quería).

– ¿Qué queréis decir? ¿Podría acabar con Hertcomb y afectarme a mí? No sé de qué habláis.

– Yo mismo no tengo más idea que vos. Por eso debéis esperar hasta que tenga la información que necesito.

Él me miró entrecerrando los ojos.

– Maldita sea, Evans. Hablad ahora o sabréis qué significa desafiarme.

Yo lo miré de frente y me negué a apartar la mirada.

– Entonces supongo que tendré que saber lo que significa desafiaros. Porque, veréis, señor Melbury, os honro a vos y al partido tory demasiado para echaros encima algo que podría haceros más mal que bien. Y prefiero que me odiéis a saber que soy la causa de alguna dificultad.

Él agitó la mano en el aire.

– ¡Oh, caramba! Supongo que tendré que dejar que hagáis lo que os parezca mejor. Ya habéis servido maravillosamente a mi campaña, y eso siendo simplemente quien sois. Pero espero que no dudaréis en informarme si puedo ayudaros en vuestros esfuerzos.

– Os lo agradezco -le dije.

Una vez más, todo parecía arreglado entre nosotros, pero no acabé de creerme del todo su actuación. Melbury parecía inusualmente agitado. Aunque los disturbios se habían calmado y su liderazgo se había mantenido intacto, seguía habiendo motivo de preocupación.

Melbury apoyó la mano en el pomo de la puerta, pero se detuvo y se volvió de nuevo hacia mí.

– Una cosa más -dijo-. Sé que es un asunto delicado, así que diré lo que tengo que decir y se acabó. No os gusta que cuestione los motivos de la señorita Dogmill, y es lógico si sentís aprecio por esa dama. Solo diré que, incluso si su corazón es limpio y su moral irreprochable, debéis recordar que está expuesta a la venenosa influencia de su hermano y puede que incluso a sus sutiles indicaciones. Puede perjudicaros de mil maneras sin saber siquiera que lo ha hecho. Así que os pido que seáis cauto.

Ya había soportado suficientes insinuaciones sobre la señorita Dogmill, y no deseaba escuchar más. Traté de disimular mi disgusto, pero noté que mi rostro enrojecía.

– Lo tendré presente.

– Y si no tenéis eso presente, tened esto otro: la conocí cuando era una cría, y os juro por la Biblia que era gordísima.

Era de suponer que Miriam conocía la lista de invitados, pues no manifestó la menor sorpresa cuando me vio al otro lado de la mesa. Sin embargo, me lanzó una mirada furibunda. Fue un instante, y cualquiera habría pensado que había notado un fuerte dolor momentáneo en una muela o algo similar. Sin embargo, yo lo entendí perfectamente: no debería haber aceptado la invitación de su marido.

Y no hubiera debido hacerlo. ¿Habría respetado su comodidad y sus deseos de no haber estado en juego mi propia vida? Seguramente, pues cada vez sentía que la señorita Dogmill llenaba más el vacío que Miriam había dejado en mi corazón. Aún me dolía mirarla, aún sentía aquel anhelo cuando la veía reír, sujetar el cuchillo o sacudirse alguna pelusa de la manga. Todas estas pequeñas cosas seguían siendo desconcertantemente mágicas, pero habían perdido sus efectos devastadores. Podía mirar a Miriam y no sentir la necesidad de coger una botella para olvidar. Podía soportar sus encantos. Hasta podía pensar con afecto en ellos, y en ella, y en la esperanza de un amor entre nosotros, que para mí había sido tan real que a veces su falta de amor por mí me resultaba tan extraña como si me hubieran cortado los brazos o las piernas.