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Pero aquella esperanza ya no existía. Era algo que había entendido hacía mucho tiempo, pero ahora, por fin, también lo creía. Y aunque sabía que podía ocuparme de otros asuntos -del corazón y otros-, aceptar aquello me producía más tristeza que la que había sentido a diario cuando vivía con mi anhelo inconsolable por Miriam. Mientras estaba sentado a aquella mesa, finalmente supe que no había esperanza para nosotros. Su marido no se limitaría a desaparecer sin más, como creía yo en el fondo de mi corazón. Ahora veía las cosas como eran en realidad: Miriam estaba casada y era cristiana, y yo estaba sentado allí, en su elegante comedor, haciéndome pasar por alguien que no era, poniendo en peligro su matrimonio. Tenía toda la razón al mirarme enfadada. Hubiera tenido todo el derecho a darme en la cabeza con una olla de pollo hervido. Me hubiera gustado decírselo, pero sabía que era más por mi propia tranquilidad que por la suya.

Aquella noche habría tal vez una docena de invitados a la mesa, tories de no poca importancia y sus esposas. La cena fue interesante y animada. Se habló mucho de las elecciones, incluido el papel del misterioso señor Weaver, pues era un tema animado y el vino había circulado con una generosidad poco común, de modo que los comensales menos atentos no repararon ni les importó el desagrado que aquel tema producía en sus anfitriones. Nadie dio muestras de recordar que en el pasado Miriam había pertenecido al pueblo hebreo.

– Todo este asunto me resulta de lo más sorprendente -dijo el señor Peacock, el efusivo patrocinador de Melbury-. Que ese granuja judío… la clase de persona que todos habríamos estado de acuerdo en que ahorcaran, incluso antes de que se le declarara culpable de asesinato, se erija en un portavoz tan favorable de nuestra causa…

– Difícilmente podría considerársele un portavoz -terció el señor Gray, redactor de un diario tory-. Porque en realidad no dice gran cosa. Es el populacho el que habla por él, lo cual es mejor, puesto que estos judíos ya se sabe que son muy inconexos en sus palabras, y tienen un acento francamente cómico.

– Debéis de confundir el verdadero acento de los judíos con el que les atribuyen los comediantes en los escenarios -dijo el obispo, que parecía estar de mejor ánimo que cuando nos habíamos encontrado poco antes-. A lo largo de los años he conocido a algunos judíos, y muchos de ellos hablan con el acento de los españoles.

– ¿Debo entender que el acento de los españoles no es cómico? -preguntó el señor Gray-. Ciertamente, eso sí que es una noticia.

– Muchos judíos no tienen ningún acento -dijo Melbury con gesto algo severo, pues se encontraba en la desagradable posición de tener que defender a su esposa, aunque deseaba con todo su corazón que nadie recordara sus orígenes.

– No es su acento lo que debe preocuparnos, Melbury. Sino ese Weaver. No puedo creer que os guste ver vuestro nombre vinculado al suyo.

– Me gusta que atraiga votantes. Ciertamente -señaló con mordacidad-, me consigue muchos más votos gratis que los hombres a quienes pago para ello.

El señor Peacock se ruborizó.

– Conseguir votos está bien, pero ¿hemos de hacerlo como sea? El señor Dogmill consigue votos para su hombre mandando alborotadores a las urnas.

– Sin duda -dijo el obispo-, no veréis nada malo en que el señor Melbury no ponga objeciones cuando la chusma lo idolatra con el mismo fervor con que idolatra a Weaver, ¿verdad? ¿Qué queréis que diga: «Seguid elogiándome, pero no elogiéis a ese otro individuo que os gusta»? Ya veremos lo que le parece a la chusma que su apoyo se sirva con semejante salsa.

– Pero, si más adelante se exige a Melbury que responda por esa vinculación -siguió insistiendo Gray-, podría resultar muy embarazoso. Lo que digo es que si hacia el final de las elecciones tenéis ya una clara y decisiva victoria, sería el momento de disociaros del judío. No os conviene que vuestros enemigos de la Cámara lo utilicen en vuestra contra.

– Es posible que el señor Gray tenga razón -concedió el obispo-. Cuando os levantéis para hablar en contra de conceder privilegios a los judíos, disidentes y ateos, mientras la Iglesia se muere de hambre, no os interesa proporcionar un arma a vuestros enemigos. No os interesa que se diga que pronunciáis bonitas palabras para ser un hombre elegido bajo el amparo de un asesino judío.

No puedo decir que no tuviera que disimular mi incomodidad durante este intercambio, pero, aunque me sentía intranquilo, no hubiera cambiado mi sitio por el de Melbury o Miriam. Yo al menos iba disfrazado. Las gentes que había a aquella mesa estaban insultando abierta y cruelmente sus vidas, sin duda sin saberlo. Obviamente, el cuestionable pasado de su esposa era una pesada carga para Melbury. Cada vez que se mencionaban las palabras «Weaver» o «judíos», Melbury hacía una mueca de dolor, enrojecía y bebía de su vaso para ocultar su incomodidad. Miriam, por su parte, se ponía más pálida con cada comentario, aunque no hubiera sabido decir si su malestar nacía de la vergüenza, de su preocupación por mí o del evidente malestar de su esposo.

Pronto hubo un nuevo tema de conversación. Miriam se arrellanó en su silla visiblemente aliviada, pero no su marido. Él siguió muy derecho, en una postura excesivamente rígida. Tuvo el cuchillo apretado en la mano hasta que se le puso muy roja. Se mordía el labio y rechinaba los dientes. Pensé que no sería capaz de aguantar mucho rato en semejante estado, pero lo hizo, durante más de media hora, hasta que los otros comensales no pudieron dejar de ver que su anfitrión estaba enfadado y taciturno, y un incómodo silencio se extendió por la mesa. De esta guisa transcurrieron diez insoportables minutos, hasta que, durante el postre, un criado derribó un cuenco lleno de peras e hizo caer unas cuantas al suelo.

Melbury golpeó la mesa con la mano y se volvió hacia su esposa.

– ¿Qué demonios es esto, Mary? -gritó-. ¿No le ordené a este individuo que se fuera hace dos semanas? ¿Qué hace en mi casa tirando las peras al suelo? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué? ¿Por qué? -Y a cada «por qué» golpeaba la palma sobre la mesa, haciendo temblar platos, vasos y cubiertos como si hubiera un terremoto.

Miriam lo miraba fijamente. Se sofocó y se sonrojó, pero no bajó la mirada ni la apartó. Sus labios temblaban y supe que quería contestar, aunque seguramente lo que quería decir no habría sido del agrado de Melbury, y prefirió callar. Miriam no dijo nada mientras él gritaba y golpeaba la mesa con la palma de la mano. Los vasos chocaban, los cubiertos tintineaban y a punto estuvieron de caer al suelo mucho más que unas cuantas peras. Pero él seguía dando golpes y gritando, hasta que pensé que iba a volverme loco de la ira.

Y entonces oí una voz que decía:

– Ya basta, Melbury.

No puede imaginar el lector mi sorpresa cuando vi que era yo quien había pronunciado esas palabras. Me había puesto en pie, con los brazos caídos a los lados. Hablé alto y claro, pero no con ira. Sin embargo, mis palabras hicieron efecto, pues Melbury dejó de gritar y de dar golpes y me miró.

– Ya basta -repetí.

El frágil obispo estiró el brazo y tocó el brazo de Melbury.

– Sentaos, Melbury -le dijo con suavidad.

Melbury no le hizo caso. Me miraba fijamente y, cosa sorprendente, sin asomo de ira.

– Sí, sí. Me siento.

Y así, ambos volvimos a nuestros asientos.

Melbury miró a sus invitados e hizo algún comentario sarcástico sobre las esposas, que son demasiado blandas con el servicio, y todos pusieron de su parte para que el incidente se olvidara lo antes posible. Cuando la cena terminó y hombres y mujeres nos instalamos en salas separadas, el incidente parecía olvidado.