Sin embargo, yo no olvidaría tan fácilmente.
A la mañana siguiente, cuál no sería mi sorpresa cuando recibí la siguiente nota:
Señor Evans:
No acierto a imaginar las dificultades que debéis afrontar en la situación única y peligrosa en que os encontráis, aunque me resulta difícil creer que sean cuales fueren esos peligros os obligaran a aceptar la desafortunada invitación de mi esposo. Sin embargo, lo hicisteis, y me temo que no lo habéis visto en su mejor momento. Sé que sois un hombre con un agudo sentido de la justicia, y he pasado la noche en vela pensando en la posibilidad de que actuéis de modo impetuoso como resultado de la conducta de mi esposo. En un esfuerzo por evitar tales acciones, considero necesario reunirme con vos para discutir estos hechos. Esta tarde a las cuatro estaré en el monumento al fuego. Si deseáis verme en paz, acudiréis para entrevistaros con vuestra amiga.
Miriam Melbury
Al menos, pensé, no firmaba «Mary». Por supuesto que iría. No podía sino ir. ¿Qué temía Miriam que hiciera, matarlo, desafiarlo a un duelo? ¿O había otra cosa? ¿Temía que, en mi ira, descubriera algo de él que no quería que supiera?
Poco tenía que hacer hasta nuestro encuentro, y no estaba de humor para salir, así que me hallaba en mis habitaciones cuando mi casera llamó a la puerta y me comunicó que abajo había un hombre que quería verme.
– ¿Qué clase de hombre?
– No de la mejor especie -me aseguró.
Su análisis resultó acertado, pues a quien acompañó a mis habitaciones era a Titus Miller.
El hombre entró y miró a su alrededor como si estuviera examinando el lugar para su uso.
– Vivís cómodamente -me dijo en cuanto la señora Sears cerró la puerta-. Vivís muy cómodamente, sí señor.
– Perdonadme, pero ¿hay alguna razón por la que no deba vivir cómodamente?
– Podría haber una o dos que yo conozco -dijo. Cogió un libro que yo había tomado prestado de la colección de la señora Sears y lo examinó como si se tratara de una piedra preciosa-. Tiempo para libros y toda suerte de palabras fantasiosas, veo. Bueno, supongo que vuestro tiempo es vuestro, o lo ha sido. Pero ahora se trata de negocios, y aún no hemos entrado en materia, ¿no es cierto? Quizá un vaso de vino nos ayudaría a sentirnos más cómodos. -Miller dejó el libro.
– Yo estoy muy cómodo -le dije-, y no creo que el hecho de que haya aceptado pagar las deudas de un amigo os dé derecho a hablarme en ese tono o a comportaros con tanta insolencia.
– Podéis creer lo que gustéis, por supuesto. No seré tan mala persona para impedíroslo. Pero me gustaría de verdad tomar un vaso de vino, señor… bueno, no diré Evans, puesto que no es vuestro nombre, y no os llamaré por vuestro verdadero nombre porque temo que os alteraría oírlo decir en voz alta.
Bueno, bueno. Supongo que sabía que aquello podía pasar. No podía seguir disfrazado para siempre sin que nadie descubriera la verdad. Por supuesto, la señorita Dogmill la había descubierto, y también Johnson, pero ninguno de los dos deseaba perjudicarme de forma inminente. No confiaba yo en que Miller actuara con igual benevolencia.
Me volví hacia él.
– Me temo que no os entiendo -dije en vano, aferrándome desesperadamente a la esperanza de poder salir de alguna forma de aquella situación.
Miller meneó la cabeza ante mis vanos esfuerzos.
– Por supuesto que me entendéis, señor, y si fingís lo contrario, bien podría ser que vaya a explicarlo a un guardia en lugar de a vos. Seguro que él me entenderá perfectamente.
Me serví un vaso de vino, pero no le ofrecí a Miller.
– Si quisierais hablar con un guardia ya lo habríais hecho. Pero intuyo que preferís negociar conmigo. -Tomé asiento, y lo dejé a él en la desagradable situación de quedarse de pie. A aquellas vanas victorias me veía reducido-. Quizá podríais decirme qué queréis, Miller, y así yo os diré si es factible o no.
Si le molestó tener que quedarse de pie mientras yo estaba sentado, no dijo nada.
– De si es factible o no, no creo que haya duda. No pretendo pedir nada que no podáis darme, y no necesito explicaros las consecuencias de una negativa.
– Olvidémonos de las consecuencias por el momento y vayamos a lo que pedís.
– Vaya, veo que queréis ir al grano. Os habéis olvidado de vuestros aires y vuestras pelucas. ¿Pensabais que nadie os reconocería si os acicalabais? Pues yo os reconocí enseguida, sí. Tal vez podáis engañar a la gente común con esos adornos, pero yo soy demasiado perspicaz. Os he visto por la ciudad demasiadas veces, siempre con vuestras muecas de desprecio para un hombre como yo, que solo hace su trabajo.
Me incliné hacia delante en mi silla.
– Hacéis unos discursos muy bonitos, pero a nadie le interesan. Podéis volver a vuestra casa y echaros las flores que queráis, Miller. Pero no me hagáis perder el tiempo. Y ahora, decidme qué pedís.
Si se sintió insultado no dio muestras de ello.
– Bien, entonces, lo que pido son las doscientas sesenta libras de la deuda del señor Melbury, como me habíais prometido, y otras… digamos, doscientas cuarenta por mi buena voluntad, lo cual sumarían quinientas libras.
Tuve que poner toda mi fuerza de voluntad para no reaccionar como merecía semejante demanda.
– Quinientas libras es mucho dinero, señor. ¿Qué os hace pensar que lo tengo a mi disposición?
– Solo puedo especular sobre lo que tenéis, pero, puesto que estabais dispuesto a pagar doscientas sesenta por Melbury, tengo que pensar que esa suma, por muy grande que sea, solo es una parte de lo que poseéis. En cualquier caso, he visto en los periódicos que el señor Evans se ha labrado una buena reputación. No dudo que un hombre de vuestra posición no tendrá la menor dificultad para encontrar fondos poniendo como garantía las ganancias de vuestra plantación.
– ¿Queréis que pida dinero prestado a caballeros confiados y deje que sufran las consecuencias?
– No puedo deciros cómo conseguir el dinero, señor. Solo digo que debéis conseguirlo.
– ¿Y si me niego?
Él se encogió de hombros.
– Siempre puedo volver a exigir al señor Melbury que pague su deuda, señor. De una forma u otra pagará, puesto que no puede permitirse pasarse lo que queda de las elecciones en prisión por unas deudas. Y en cuanto a vos, si no me dais esas doscientas cuarenta libras, al menos puedo conseguir las ciento cincuenta que ofrece el rey. No sé si me entendéis.
Bebí un trago.
– Entiendo que sois muy mala persona -dije.
– Podéis pensar lo que queráis, señor, pero un caballero debe procurar siempre por sus intereses, y es exactamente lo que he hecho. Nadie puede decir lo contrario, ni criticarme.
– No seré yo quien haga tal cosa -dije-. Y en cuanto a la cantidad, debéis saber que es muy elevada y no puedo disponer de tanto dinero con facilidad. Necesito una semana.
– Eso no puede ser. No es muy amable por vuestra parte pedírmelo.
– Entonces, ¿cuánto tiempo os parece adecuado para que pueda reunir el dinero?
– Volveré dentro de tres días, señor. Tres días. Si no tenéis mi dinero, me temo que me veré obligado a emprender ciertas acciones que ambos preferiríamos evitar.
La señora Sears había visto entrar a aquel bellaco en mis habitaciones. ¿Se daría cuenta, me pregunté, si no volvía a salir? Pero, por muy tentador que fuera, no estaba dispuesto a cometer un crimen atroz para proteger una identidad que ya estaba condenada. Miller me había reconocido. Tarde o temprano alguien más me reconocería. Y tal vez esa persona no tendría la amabilidad de acudir a mí con aquellas exigencias e iría directamente a los guardias. No tenía más remedio que dejar marchar a Miller y utilizar los tres días que me quedaban como mejor pudiera.