– No hay necesidad de ser tan poco generoso con vuestras vidas y vuestro hogar.
– Para Melbury sí. Tiene la idea de que me escabulliré en plena noche para huir con vos.
– Yo tengo esa misma idea.
– Por favor, ¿no podéis fingir cierta seriedad?
– Lo siento. Pero ¿por qué tuvisteis que hablarle de nosotros?
– Quería saber si había tenido pretendientes entre la muerte de mi primer marido y mi casamiento con él. No quería decírselo, pero tampoco quería mentirle, así que descubrió lo que significasteis para mí. Jamás quise contarle tales asuntos, pero sabe cómo hacer que la gente le cuente lo que no quiere contar.
– Sí, por ejemplo, tirándoos cosas. ¿Es que no veis que es un hombre cruel, Miriam? ¿No veis que tiene el corazón negro? Tal vez no tenga inclinación a la maldad, pero no hay cosa que degrade más a un hombre que las deudas. Habláis del bien que puede hacer en la Cámara, pero si pensáis que un hombre que se enfrenta a la ruina votará según su conciencia y no según su bolsillo, estáis muy engañada.
– ¿Cómo podéis decir eso? -exclamó.
– ¿Cómo podría no decirlo? Melbury habla del Parlamento como su salvación, pero sabéis muy bien que un hombre no gana nada por ocupar ese puesto. Si consigue algún dinero en la Cámara será vendiendo favores o haciendo amistades entre los poderosos y los crueles.
– Podéis destruir al señor Melbury por principios, pero ¿me sacrificaríais también a mí por vuestros principios?
– Jamás -dije-. Me quitaría el pan de la boca por vos. Pero debéis saber que, debido a lo que he visto, no vacilaría en dejar que destruyeran a Melbury. No me apartaré de mi camino para perjudicarlo, me tragaré mi ira y haré lo que me pedís, pero tampoco lo protegeré, ni le serviré.
– Entonces no tenemos nada más que decirnos -afirmó.
– ¿Cómo podéis decir eso?
– ¿Estáis loco? Es mi esposo. Le debo toda la lealtad del mundo. Me habláis como si no fuera más que un rival para vos. Por favor, entendedlo, para mí ya no podéis ser más que un amigo, y rechazáis ese papel. Podéis hacer lo que os plazca para satisfacer vuestro sentido del bien, pero no perjudicaréis solo a Melbury, también me perjudicaréis a mí.
– Entonces, ¿qué me pedís que haga?
– Debéis prometerme que no haréis nada que lo perjudique.
– No puedo. Ya os he dicho que no lo perjudicaré voluntariamente, pero no lo protegeré, y si tengo ocasión de sacrificarlo para proteger mis intereses, sabiendo lo que sé de él, la aprovecharé.
– Entonces no sois mi amigo. Os agradeceré que os mantengáis alejado de mí y de mi esposo. Entiendo que debéis encontraros con él de vez en cuando, bajo vuestro disfraz de Evans, pero si volvéis a entrar en mi casa, le diré quién sois.
– ¿Me haríais algo así?
– No deseo tener que elegir entre los dos, pero si me obligáis, escogeré a mi esposo.
25
Mi engaño se desbarataba por momentos, así que no tenía más remedio que actuar. Miriam me había dejado muy claro que poco podía esperar de su marido. El recaudador de deudas conocía mi identidad, y no podía contar con que guardara silencio ni siquiera el tiempo que él me había prometido.
Por supuesto, nada de esto fue una sorpresa. Yo sabía que podía ser descubierto antes de asegurar mi libertad, y ya había estado meditando un plan. Así pues, me arriesgué a contactar con Elias y me reuní con él en un café. No le gustó precisamente lo que le pedí, pero finalmente accedió, como yo imaginaba.
Una vez resuelto esto, me puse en contacto con aquellos que debían conocer mi plan. Luego cogí las cartas que Grace me había traído, las que Dogmill había dirigido a personas que habían pasado un tiempo en Jamaica, y escribí la respuesta que mejor servía a mis propósitos.
Aunque de forma pasiva, Grace era fundamental para mis planes, y me reuní con ella en una chocolatería para explicárselo todo. Hasta el momento había demostrado ser una ardiente defensora de mi causa, pero yo iba a actuar en contra de su hermano, y no podía esperar que cooperara sin más.
Grace llegó antes que yo a la chocolatería de Charles Street, radiante con su vestido de color rojo vino y su corsé color marfil. Los otros hombres -y ciertamente también las mujeres- la miraban abiertamente mientras ella bebía su tazón de chocolate.
– Lo siento si me he retrasado -dije.
– Oh, no; simplemente me apetecía tomarme un chocolate.
– Muchas damas vacilarían antes de tomar un chocolate solas en un lugar público.
Ella se encogió de hombros.
– Soy hermana de Dennis Dogmill, y hago lo que quiero.
– ¿Incluso a Dennis Dogmill? -pregunté al tiempo que tomaba asiento.
Ella me miró durante un largo momento y asintió.
– Incluso a él. ¿Seréis muy duro con él?
– No más de lo necesario. Por vos -añadí.
Grace colocó las manos en torno a su plato, pero no lo levantó.
– ¿Vivirá?
Yo me reí, lo cual quizá fuera una descortesía, dada la gravedad de la pregunta, pero no tenía intención de hacer de asesino.
– No soy tan necio como para buscar una justicia perfecta. Quiero recuperar mi nombre y mi libertad. Si es posible castigar al culpable, tanto mejor, pero no me hago ilusiones.
Ella me sonrió.
– No, no lo hacéis. Lo veis todo muy claramente.
– No todo.
Ahora fue ella quien rió. Vi que sus adorables dientes estaban manchados de chocolate.
– Supongo que os referís a mí. Queréis saber qué pasará con Grace Dogmill una vez se haya resuelto todo esto.
– Es una pregunta superflua, pues depende de que consiga escapar a la horca y recupere mi reputación. Sin embargo, os lo pregunto.
– Sería impropio que una mujer de mi posición tuviera amistad con un hombre como vos.
– Entiendo -dije-. Después de todo, he oído esas palabras otras veces.
Ella volvió a sonreírme.
– Pero si descubro que me han robado algo, tal vez necesite vuestra ayuda. Y, desgraciadamente, no soy muy cuidadosa con mis pertenencias.
Sabiendo que la señorita Dogmill estaba deseosa de ayudarme, ahora lo único que podía hacer era esperar a que las notas que había enviado tuvieran respuesta y dar los pasos necesarios. A mi entender, no era prudente esperar demasiado. Veinticuatro horas eran suficientes para provocar la inquietud y la rabia que deseaba. Más de las que podría provocar una acción. Menos hubiera producido una emoción insuficiente. Sin embargo, fueron veinticuatro horas de angustia, y supe que me sentiría mucho más tranquilo si encontraba alguna ocupación con que entretenerme. Por suerte, todavía me quedaba una cosa por hacer y, si bien no era prudente, cuando menos era justificable. Así pues, me vi nuevamente en la necesidad de hacer una visita a Abraham Mendes.
Mendes contestó a mi nota y me reuní con él aquella noche en una taberna próxima a Stanhope Street, cerca de Covent Garden. Cuando me vio, había algo divertido en su rostro. Tal vez pensó que si lograba librarme de mis problemas, jamás volvería a mostrar el mismo desprecio por él o por su amo. Qué poco me conocía… Sin embargo, Mendes me hizo el servicio que yo esperaba y salí de mi reunión con él con la firme esperanza de que todo iría como deseaba.
Como había previsto, al día siguiente recibí una nota, y fue muy de mi agrado.
Evans:
Sé quién sois y lo que sois, y os prometo que no conseguiréis lo que os habéis propuesto. Si ponéis fin a esta mascarada ahora y abandonáis la ciudad, es posible que viváis.