Выбрать главу

Dogmill

Contesté enseguida, proponiendo que se reuniera conmigo esa misma noche en una taberna cerca de Whitehall. Elegí ese lugar porque sabía que era popular entre los whigs, y pensé que le haría sentirse más cómodo y confiado. Eso era lo que necesitaba. Cuando recibí la contestación confirmando nuestra cita, me ocupé de los preparativos y bebí un vaso de oporto para darme fuerza.

Llegué casi con media hora de retraso, pues deseaba que Dogmill llegara antes que yo. No me cabía duda de que habría llegado temprano, pero no deseaba sorprenderlo y cogerlo desprevenido. Llegué y pregunté al tabernero, quien, como ya esperaba, me dijo que encontraría al señor Dogmill en una de las habitaciones de atrás.

Entré en la habitación y encontré a Dogmill sentado en compañía de Hertcomb. En pie, junto a ellos, con los brazos cruzados, estaba ni más ni menos que el señor Greenbill. Me sorprendió que Dogmill quisiera la presencia de otro hombre propenso a la violencia, pero quizá no quería arriesgarse. Pero sobre todo me sorprendió por las grandes molestias que se había tomado para ocultar su relación con el estibador. Solo cabía pensar que Dogmill no tenía intención de dejar que contara nada de cuanto sabía.

Todos parecían alterados. Sonreí a Dogmill y Hertcomb.

– Buenas noches, caballeros -dije cerrando la puerta a mi espalda.

Dogmill me miró, furibundo.

– Tendréis que andaros con cuidado si no queréis morir esta noche.

– No puedo decir si voy a andar con cuidado o no -le dije. Tomé asiento a la mesa y me serví un vaso de vino. Di un traguito-. Esto está muy bueno. ¿Sabéis? Por el aspecto de este lugar jamás hubiera esperado que tuvieran un clarete de tanta calidad.

Dogmill me arrancó el vaso de la mano y lo arrojó contra la pared. Para su disgusto, no se rompió, en cambio salpicó y manchó al señor Greenbill, que trató de hacer como si su dignidad no hubiera sido atacada.

– ¿Dónde está mi hermana? -exigió Dogmill.

Yo le miré fijamente.

– Vuestra hermana. ¿Cómo queréis que lo sepa?

– Dejad que le pregunte yo, señor Dogmill -dijo Greenbill, dando un paso al frente.

Dogmill no le hizo caso.

– Sé quién sois -me dijo entre dientes-. Me he tomado la libertad de escribir a ciertos caballeros de Jamaica. -Me mostró las cartas que yo le había escrito-. Me han informado de que ya habíais utilizado el nombre de Matthew Evans con anterioridad, aunque no es vuestro verdadero nombre. No, sois un canalla conocido como Jeremiah Baker, un timador que se gana su miserable vida secuestrando a jóvenes damas y pidiendo un rescate para devolverlas sanas y salvas. Uno de estos caballeros, al recibir mi carta, ha cabalgado personalmente hasta Londres para prevenirme contra vos. En cuanto recibí esta información, quise asegurarme del paradero de mi hermana, pero hace más de un día que no sé de ella.

Cogí un vaso que supuse sería de Dogmill y vacié su contenido en el suelo duro y sucio. Acto seguido me serví vino de la botella y bebí.

– Bueno, pues me habéis ahorrado la molestia de informaros de vuestra situación. Ahora podemos llegar a un acuerdo.

Dogmill golpeó la mesa con la palma con tanta fuerza que pensé que iba a romperse.

– No hay ningún acuerdo, aparte de que vais a devolverme a mi hermana y yo os arrancaré la cabeza de los hombros.

Hertcomb se adelantó y le puso una mano en el hombro.

– No veo que le estéis dando a este hombre motivos para negociar de buena fe.

– Bien dicho, Hertcomb.

– No queráis dárosla de amigo conmigo -dijo con petulancia-. Si contengo al señor es por su hermana, no por vos. Habéis traicionado mi confianza.

– Vuestra confianza difícilmente puede considerarse algo tan valioso como para que haya necesidad de tratarla con mimo -repuse yo.

Hertcomb abrió la boca pero no dijo nada. Pensé que iba a echarse a llorar, y confieso que tuve ciertos remordimientos por lo que le había dicho, pero estaba interpretando un papel, y lo haría hasta sus últimas consecuencias.

Dogmill respiró hondo y se volvió hacia mí.

– Baker, creo que tendréis que haceros a la idea de que habéis afrentado al hombre equivocado.

– ¿Es esa vuestra idea de negociar de buena fe? -pregunté. -Lo es, puesto que estoy diciéndoos la verdad. No me sacaréis ni un penique. Ni un cuarto de penique. No consentiré que un individuo de tan baja ralea como vos me obligue a pagar para recuperar a mi hermana. Pero tengo otra oferta. Si me devolvéis a mi hermana sana y salva, os concederé un día de ventaja antes de empezar a perseguiros. En ese tiempo, si sois listo, podéis marcharos y poneros fuera de mi alcance, porque si os atrapo, os haré picadillo. Es la mejor oferta que puedo haceros.

Yo meneé la cabeza.

– Debo decir que no es eso lo que tenía en mente cuando cogí a vuestra hermana, le até las manos a la espalda y le metí un trapo en la boca.

Greenbill, en pie detrás de su amo, reprimió una sonrisa. A pesar de su lealtad, siempre disfrutaba de un poco de violencia con una mujer.

Pensé que Hertcomb tendría que volver a contener a su amigo, pero Dogmill no se movió.

– Quizá esperabais conseguir algo más, pero no será así. Ahora debéis decidir si queréis sacrificar vuestra vida además de vuestras esperanzas de conseguir riqueza.

– La mayoría de los hombres están dispuestos a renunciar a unas pocas libras si con ello pueden salvar la vida de algún ser querido. Y sois vos quien está en peligro, no yo. Es hora de que lo admitáis.

– ¿Acaso pensáis que son solo fanfarronerías? Ya habéis probado una pequeña parte de mi ira, sin duda lo recordaréis. Pero tengo mucha más. -Se volvió hacia Hertcomb-. Que pase el señor Gregor.

Hertcomb se levantó y desapareció un momento, pero enseguida regresó seguido de un caballero alto y delgado. Me sonrió y tomó asiento.

– Creo que conocéis a este caballero, ¿me equivoco?

– Lo conozco -repuse yo, pues el caballero en cuestión era Elias Gordon.

– El señor Gregor está dispuesto a pedir una orden de arresto por el robo de ciertos pagarés que cogisteis de su casa en Jamaica. Así que, como veis, estáis en mis manos.

– ¿Haríais lo que dice, señor Gregor?

Elias estaba nervioso, pero parecía estar disfrutando. Había cierto tono melodramático en aquella actuación, y no podía evitar explayarse.

– Creo que sabéis muy bien lo que estoy dispuesto a hacer -dijo.

Lo sabía, desde luego, pues ya lo había hecho. Había convencido a Dogmill del riesgo que corría su hermana. Yo quería que la situación se resolviera enseguida, así que Elias se había presentado en casa de Dogmill para asegurarse de que sucedía así.

– Como veis, no tenéis alternativa -dijo Dogmill-. Haced lo que os digo, u os destruiré.

– Bien -dije yo-, si las cosas están así, aún podemos llegar a un acuerdo. Dado lo apurado de la situación en que me encuentro, estoy dispuesto a renunciar al dinero. ¿Qué os parecería cambiar a vuestra hermana por cierta información? ¿Os incomodaría en exceso?

Él pestañeó varias veces, como si tratara de desentrañar el sentido de mi propuesta.

– ¿Qué información? -exigió.

– Información relativa a Walter Yate.

En este punto Greenbill se sonrojó y una expresión que no logré dilucidar pasó por el rostro de Dogmill.

– ¿Qué queréis que sepa yo de eso?

Me encogí de hombros.

– Espero que algo, si es que queréis ver a vuestra hermana con vida.

– ¿Por qué queréis esa información?

– Curiosidad -dije dando un sorbito de vino-. Si me explicáis por qué hicisteis que lo mataran y algunos otros detalles, dejaré a vuestra hermana en libertad. Así de simple.

– ¿Que yo hice que lo mataran? -repitió Dogmill-. Estáis loco.

– Tal vez. -Terminé mi vino y dejé el vaso-. Entonces os dejo. Si cambiáis de opinión, podéis dejarme una nota aquí en las próximas cuarenta y ocho horas. Si no, podéis estar seguro de que no volveréis a ver a la señorita Dogmill. -Y dicho esto, me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.