Greenbill se adelantó para interceptarme el paso.
– No permitiré que os marchéis -me dijo Dogmill-. No toleraré que mi hermana quede en vuestras manos, y no dejaré que os marchéis si no me decís dónde está. Podéis hablar de las cuarenta y ocho horas que os plazca, pero os juro que esto terminará esta noche, señor.
Le sonreí, con una sonrisa compasiva.
– No cometáis el error de pensar que actúo solo. El señor Gregor le confirmará mi astucia, creo.
– Es muy astuto -dijo Elias-. Será mejor que le hagáis caso.
Dogmill lo miró, furibundo, y se volvió hacia mí. Se mordió el labio, mientras trataba de pensar una forma de obligarme a quedarme en aquella habitación según sus condiciones y no según las mías, pero no se le ocurrió nada. Por el momento, mi plan funcionaba.
– Decidme qué proponéis -dijo al cabo-. Y rezad para que os perdone la vida.
– Muy generoso. Bien, debéis saber que si no regreso a un punto de reunión acordado a una hora determinada, mis socios tienen orden de trasladar a la señorita Dogmill a un lugar del que no me han informado. Si no tienen noticias de mí en un día, librarán a la señorita Dogmill de las miserias de este mundo. Por tanto, podéis torturarme hasta que revele lo que queréis saber, pero me considero lo bastante fuerte para aguantar hasta el primer plazo que he mencionado, y una vez se cumpla ese plazo, no podréis recuperar a vuestra hermana a menos que yo esté libre y os quiera llevar hasta ella. Así que, señor, decidle a vuestro sabueso que se aparte de mi camino. Tratadme como a un hombre ahora o en otra ocasión, pero nada de amenazas.
Greenbill me miraba a mí, y Dogmill, a Hertcomb. Hertcomb se miraba los zapatos.
Finalmente, Dogmill dejó escapar un suspiro.
– Maldito sinvergüenza. Os diré lo que queráis, pero sabed que no os servirá de nada. Si queréis utilizar esa información en mi contra, no os servirá de nada, pues el testimonio de una sola persona no tiene validez ante un tribunal, y en el caso de un hombre como vos, es lo mismo que nada.
– Tal vez -dije, volviendo a tomar asiento-, pero eso es asunto mío, no vuestro. Solo deseo saber qué tenéis que decir en relación a Walter Yate. Tenéis mi palabra de que si me habláis abierta y sinceramente, veréis a vuestra hermana regresar sana y salva esta misma noche.
Al final, Dogmill se sentó, y Hertcomb lo imitó tímidamente. Greenbill, por su parte, siguió apostado ante la puerta, con la expresión de un ganso que espera la llegada de la natividad cristiana.
– Hicisteis que vuestro amigo Billy matara a Walter Yate -dije para empezar-. ¿No es así?
Él sonrió débilmente.
– ¿De dónde habéis sacado una idea semejante?
Yo le devolví la sonrisa.
– De Billy. Hace unas noches, lo derribé, fingí acento irlandés y le hice un par de preguntillas. Se mostró de lo más complaciente.
– No me interesa lo que diga ese matón -terció Hertcomb-. Podéis estar seguro de que los caballeros no participan en asesinatos y engaños. Eso corresponde a los que son como vos.
– Si estáis alterado, Hertcomb, os diré que lamento haber herido vuestro tierno corazón, pero vuestro corazón no tiene nada que ver con esto. Los caballeros son criaturas mucho más bestiales de lo que vos pensáis.
Dogmill, por su parte, miraba a Greenbill con expresión furibunda. Yo sabía perfectamente lo que estaba pasando por su cabeza de whig. ¿Por qué Greenbill no le había dicho nada de aquel interrogatorio nocturno? Al no hacerlo, le había puesto en peligro. Sin duda, no le ofrecería a Billy ninguna protección.
– Ignoro lo que ese canalla os ha dicho, pero os aseguro que poco tuve que ver con el fallecimiento de Yate. Es cierto que me estaba causando problemas, pero yo solo le pedí a Billy que le cerrara la boca. Jamás especifiqué cómo debía hacerlo.
– Sin duda, sabíais que el asesinato era una de las formas.
– Jamás lo pensé. Ni lo sabía ni me importaba, y francamente, sigue sin importarme. No entiendo que a vos os interese.
– Tengo mis motivos, os lo aseguro. ¿Me estáis diciendo que Billy jamás os contó sus acciones?
– Hablamos de ello. ¿Qué os importa eso? ¿Es que esperáis confundir a la gente con una historia que nadie va a creer? ¿Acaso imagináis que si no conseguís sacarme dinero por mi hermana conseguiréis que pague para evitar un escándalo? Sí eso es lo que pensáis es que no me conocéis.
– Os conozco tanto como deseo -dije-. Solo quiero conocer vuestros motivos. ¿Por qué hicisteis que mataran a Yate?
– Le dije a Billy que lo quitara de mi vista -me corrigió- porque ese tipo era un estorbo y un alborotador. Él y su agrupación de trabajadores, con sus ideas liberales, eran demasiado peligrosos para mi negocio.
– Vamos. ¿No había cierto asunto que Yate conocía sobre un espía jacobita entre los whigs?
Por una vez, me pareció realmente sorprendido.
– ¿De dónde habéis sacado eso?
– Vuestro problema, Dogmill, es que no tenéis ninguna consideración por los trabajadores. Los tenéis poco más que como bestias: los dirigís, torturáis y exprimís. Pero, a diferencia de las bestias, estos hombres tienen el don de la palabra, y hablan libremente. Cuando uno los escucha puede aprender muchas cosas.
– Tal vez, pero no pienso escuchar la palabrería igualitarista de un secuestrador de mujeres.
– Prefiero verme como un redistribuidor de riqueza -dije disfrutando enormemente de mi papel-. Pero habéis eludido la pregunta. ¿Creíais que Yate conocía la presencia de un espía jacobita?
– Vino a verme y me lo dijo; quería que le diera dinero a cambio del nombre. En otras palabras, no era más que un vil extorsionista, como vos.
– ¿Llegasteis a un acuerdo con el señor Yate?
– Por supuesto que no. No trato con hombres que recurren a la extorsión.
– ¿No? ¿Ni siquiera cuando se trata de vuestros hombres? ¿No hicisteis que el señor Greenbill mandara notas amenazadoras a un cura llamado Ufford?
Dogmill y Greenbill intercambiaron una mirada.
– Estáis muy bien informado -me dijo Dogmill-, aunque no acierto a imaginar de qué os puede servir esa información a vos. Hice que mandara una o dos notas a ese cura jacobita metomentodo. ¿Y qué?
– Sobre ese particular, no necesitáis preocuparos. Pero volvamos sobre el asunto del conspirador jacobita. ¿Os conformasteis con no descubrir jamás su identidad?
– No creí que Yate supiera nada. Solo quería sacarme dinero.
– Pero hicisteis que lo asesinaran.
– Eso depende de cómo lo interpretéis. Si mandase a un hombre a buscar una nueva cajita de rapé, ¿me pediríais cuentas si el hombre matara a un inocente para robar lo que yo le había mandado a comprar? Bien, ya me habéis preguntado, ahora preguntaré yo. ¿Cuándo veré a mi hermana?
No dije nada.
Él dio un paso al frente.
– Escuchadme bien. Yo he cedido; ahora vos debéis decirme lo que yo quiero saber. ¿Cuándo veré a mi hermana?
Sin duda tardé mucho en contestar, porque Dogmill golpeó la mesa con la palma de la mano.
– Esto es demasiado -dijo-. Si pensáis que voy a dejaros salir de aquí con la esperanza de que me devolváis a mi hermana, estáis muy equivocado. Pensaba sacaros la información a golpes, pero no puedo arriesgarme a algo tan brutal, así que en vez de eso iremos a ver al magistrado. Descubriréis que vais a ganar muy poco guardando silencio.
– Tal vez -dije yo alegremente-. Pero ¿bajo qué cargos pensáis llevarme ante el magistrado? No podéis demostrar que le haya hecho nada a vuestra hermana.
– Tengo estas cartas -dijo él dejándolas con un golpe sobre la mesa.
Pensé que había llegado el momento de poner las cartas al descubierto.
– Esas cartas revelan mucho menos y mucho más de lo que imagináis. -Las cogí y se las mostré a Dogmill-. Examinadlas una vez más, por favor. Confío en que si las miráis las cuatro juntas, veréis algo en lo que no habíais reparado con anterioridad.