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Dogmill las miró, luego Hertcomb. Ambos menearon la cabeza. No veían nada.

– Tal vez hice el trabajo mejor de lo que pensaba -dije-. Fijaos en la letra.

Y entonces los ojos de Dogmill se abrieron mucho. Miró una hoja, otra, hasta que hubo examinado las cuatro.

– Están escritas por la misma persona. Está bien disimulado, pero es la misma letra.

– En realidad -dije-, yo escribí las cartas. Son una invención. Los caballeros con los que deseabais contactar jamás recibieron vuestras cartas.

– Tonterías -dijo Dogmill tartamudeando-. El señor Gregor dará fe de ello.

Elias se levantó y se acercó a mí… sin duda para evitar que Dogmill le pegara.

– El señor Gregor -explicó- tampoco es lo que parece, y está aquí para dar fe de algo muy distinto. Así que, como veis, ya hay dos testigos de lo que se ha dicho. Estáis en una situación mucho más apurada de la que pensabais.

Sonreí a Dogmill.

– Vuestra adorable hermana tuvo la amabilidad de entregarme las cartas que escribisteis a vuestros contactos con Jamaica, y mi amigo Gordon tuvo la bondad de hacerse pasar por un jamaicano a quien no conocíais en persona. Por supuesto, la señorita Dogmill no ha sufrido ningún daño y nunca ha estado en peligro. No es mi víctima, sino mi cómplice. Le pedí que se ocultara durante unos días para que yo pudiera perpetrar este engaño. La encontraréis con su prima en Southampton Row. Podéis estar tranquilo, la señorita Dogmill desapareció voluntariamente y sin ser coaccionada. Su único deseo era ayudarme en mis planes.

– ¿Y por qué iba a hacer algo semejante?

– Porque me tiene mucho aprecio -dije.

– Le tiene aprecio a un impostor, aunque ignoro quién sois en realidad. ¿Un espía jacobita? ¿El que llaman Johnson?

Me reí.

– Nada tan notable, os lo aseguro.

– Entonces, decidme quién sois y qué queréis. Estoy cansado de este juego.

Así pues, me incliné ligeramente hacia delante, me quité el sombrero, luego la peluca y dejé que mis cabellos cayeran a mi espalda.

– Utilizasteis vuestra influencia para lograr que me condenaran injustamente. Ahora debo pediros que la utilicéis para que esa condena se retire.

Fue Greenbill quien me reconoció.

– Ya me pareció que os conocía de algo -dijo-. Es Weaver.

Dogmill se quedó boquiabierto.

– Weaver -repitió-. Os hemos tenido delante de las narices todo el tiempo. -Miró a Greenbill, volvió a mirarme a mí, y sonrió-. Bueno, tenéis un pequeño problema, Weaver. Veréis, si lo que buscabais eran pruebas que os exculparan, os falta un testigo, pues no podéis presentaros como testigo en un juicio contra vos mismo. Y el testimonio de vuestro amigo no os servirá de nada si no hay alguien que pueda corroborarlo. Vuestra palabra no cuenta, puesto que estáis implicado, así que hubierais hecho mejor en permanecer alejado de mí. Creo que resolveremos esto esta misma noche presentándonos ante el magistrado, recogiendo una bonita recompensa y olvidándonos de vos. Quizá hayáis seducido a mi hermana, pero sus simpatías no os salvarán de la horca.

Al llegar a este punto, la puerta se abrió y, como habíamos acordado, Mendes entró. No llevaba ningún arma en las manos, pero llevaba dos pistolas bien visibles en los bolsillos. La idea era que hiciera una entrada imponente, y con su mole y su fea cara es justo lo que consiguió.

– No -dijo Mendes-, pero mi palabra sí. He oído cuanto se ha dicho aquí y me temo que tenéis algunos problemas, Dogmill, pues ahora hay dos hombres que corroborarán el testimonio de Weaver, y ni todos los jurados whigs del mundo le negarían justicia.

No pude evitar una sonrisa tonta.

– Vuestra posición no es tan fuerte como pensabais.

– Mendes -escupió Dogmill-. Entonces, ¿todo esto no es más que un ardid de Jonathan Wild?

– El señor Wild no se queja, pero Weaver me pidió que me pasara por aquí y le he hecho un favor.

– Como veis, la situación ha cambiado un poco -dije-. Creo que tendréis un aspecto bastante lastimoso ante el tribunal cuando el señor Wild, cazador general de ladrones, haga salir a su mano derecha para que testifique contra vos.

– Es triste -comentó Mendes-, como en las tragedias del teatro. Una vez se descubra todo esto, el señor Melbury obtendrá la victoria.

Los labios de Greenbill temblaban, pues enseguida supo que él sería sacrificado por los caprichos de su amo.

– ¡Malditos seáis! -exclamó-. Negociaré vuestros pescuezos con mis manos.

– Mira -dije-, empiezo a estar cansado de lo mal que hablas.

Él sonrió.

– Bueno, lo hago a propósito, ¿no? Así despisto a los que son como tú.

– No creo que me hayas despistado -dijo Mendes-. Como podrás comprobar cuando la palmes desagradablemente colgado de una soga.

– Aquí lo único desagradable que veo es tu culo, judío apestoso -dijo, y apuntó a Mendes con una pistola, dispuesto a eliminar a mis testigos. Hertcomb y Dogmill gritaron, y con razón (no conviene disparar un arma en un espacio tan reducido a menos que dé lo mismo a quién le aciertes), y Elias abrió la boca en un gesto de terror. A mi entender, a Greenbill le daba lo mismo, pero a los otros no, así que todos nos echamos al suelo… todos menos Mendes, que parecía completamente indiferente ante la perspectiva de acabar con una bala en el pecho. Sin embargo, el plomo, disparado con precipitación por una mano inestable, erró el blanco por completo y acabó tembloroso en la pared, donde hizo brotar polvo, humo y pedacitos de madera.

Todos suspiramos aliviados, pero aquel duelo aún no había terminado. Viendo que Greenbill había malgastado su oportunidad, Mendes sacó una pistola del bolsillo y devolvió el disparo, con mucho más acierto que su adversario. Greenbill trató de evitar el proyectil, pero Mendes tenía o más puntería o más suerte, y su víctima cayó al suelo. En unos segundos, un charco de sangre empezó a formarse alrededor de su cuello.

El hombre se llevó la mano a la herida.

– Ayudadme -jadeó-. Malditos seáis, llamad a un médico.

Por un momento todos permanecimos inmóviles, pues nadie en aquella estancia apreciaba excesivamente a Greenbill. Desde luego, a Mendes no podía haberle importado menos que un individuo que acababa de dispararle se fuera a reunir con sus padres; Dogmill sin duda pensaba que aquel matón le sería más útil muerto que vivo, y yo, por mi parte, creía que aquel sujeto tenía lo que merecía, ni más ni menos.

– ¿Nadie va a ir a por un médico? -dijo Hertcomb finalmente.

– ¿Para qué? -preguntó Dogmill-. Estará muerto antes de que le dé tiempo a llegar.

En estas Elias ya se había recobrado del susto.

– Yo soy médico -recordó, y corrió junto al caído.

– No. -Dogmill se interpuso entre Elias y Greenbill-. Ya habéis hecho bastante daño por una noche. Atrás.

– Es médico -dijo Mendes con cierto hastío-. No está mintiendo. Dejadle hacer.

– Ya me imagino que no miente -dijo Dogmill-, pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver para ayudar a ese hombre.

Elias se volvió hacia mí, pero yo no me sentía muy inclinado a intervenir. Después de todo, aquello era otra prueba más en contra de Dogmill, y por lo que se refiere al estibador… bueno, como he dicho, no merecía nada mejor que lo que le había pasado.

Greenbill, que gemía de dolor, pareció darse cuenta de que Dogmill se interponía entre él y su única posibilidad de salvarse. Trató de decir algo pero no pudo, y su respiración empezó a sonar más débil. Durante tres o cuatro minutos, todos permanecimos en silencio, escuchando la respiración borboteante de Greenbill. Luego nada.

Es algo extraño dejar pasar el tiempo cuando uno espera la muerte de un hombre. Se me ocurrió ofrecerle consuelo. Atormentarlo en sus últimos momentos de vida y decirle que sabía que su mujer le era infiel me pareció desleal. Pero no dije nada y, cuando murió, pensé que tal vez no había sido tan malo como yo creía. Quizá era yo el malo, pues no había hecho nada por salvar su miserable vida.